Del secreto Japón confesional
Feliz casualidad la de encontrar en una librería de viejo de la ciudad de Portland un maltrecho ejemplar del Makura no Soshi –o Libro de la almohada-, escrito por Sei Shonagon en el Japón imperial del siglo XI. Me refiero al nikki o diario íntimo más afamado de la antigüedad oriental que, diseñado para esconderse en el cajoncillo de la almohada de madera, consta de 300 capítulos tan breves como diversos porque incluyen listados de pájaros y plantas, clasificaciones de cosas gratas o ingratas, un registro del amor en un mundo de poder, y observaciones circunstanciales que suelen fascinar a los amantes de esta cultura literaria.
Desconocida en Occidente hasta avanzado el siglo XX, ésta fue una de las primeras obras que, gracias a la versión al francés de André Beaujard, rompió el impenetrable y secular aislamiento del lejano Oriente. Cuando ya era posible leer en inglés desde los antiguos Ise Mogatari y Genji Monogatari hasta algunos títulos de uno o dos autores contemporáneos, Jorge Luis Borges y María Kodama tradujeron al español el Libro de la almohada como claro testimonio del amor que él profesó por las letras japonesas.
Mal se podría entender el culto a lo bello de este pueblo sin sus primeros testimonios literarios que, a la par de las artes plásticas, destacan por su intensidad poética, el exquisito tratamiento del lenguaje y tal delicadeza que, al adentrarnos por ejemplo en el universo de nuestro cercano Kawabata, no podemos menos que advertir un sutil e ininterrumpido hilo conductor entre lo que formó a Sei Shonagon unos mil años atrás y lo recibido por éste, uno de los escritores mejor logrados del legado espiritual de su patria.
Al modo de los Cantares de Ise o del Genji, El Libro de la almohada no únicamente muestra la perspectiva femenina de la vida palaciega y sus vicisitudes, también arroja luz sobre el destino que aguardaba a las damas de corte -hijas de nobles, poetas y familias prósperas- quienes, no obstante su educación esmerada y sobre los privilegios y lujos quizá transitorios de su condición, podían ser violadas, repudiadas, condenadas a buscar refugio en monasterios budistas en el mejor de los casos o a mendigar hasta el fin de sus días.
Respecto de esta creación literaria –el nikki- que con similar libertad transitaba entre poesía, narrativa, crónica y algo parecido al ensayo, hay que insistir en que, sin perder su sello confesional, tiene el valor de mostrar la raíz de una cultura moldeada, literalmente, a base de símbolos, rituales, disciplina, arte, poder y reglas estrictas de cortesía. Alto testimonio del culto a la naturaleza de un pueblo que asombra y confunde por sus contrastes, su legado literario es una gran puerta para acceder a un mundo que no puede ser más distinto a nuestra concepción del gozo, la vida, la muerte, el destino, lo bello y, en lo particular, del valor del silencio y la palabra. Hay que agregar que lo peculiar de estas obras está en el modo como se impone la voz del autor real sobre el supuesto narrador, a pesar de que ni entonces la biografía tenía la importancia asignada entre nosotros ni era concebible que el yo –menos aún el femenino- tuviera relevancia.
Es el mundo de danzas casi etéreas y pinturas vivas, como el que en los Cuentos orientales de Yourcenar salvó de la muerte al anciano pintor Wan-Fô. Es el sigilo palaciego, una entrenada y elegante discreción femenina, el papel de arroz, la tinta y los pinceles que como el té, la seda, los peinados, el kimono de varias capas y sus fajas exquisitas, los peinados, la música, los carruajes o los mensajes implícitos en los modos de mover el abanico, trasmiten la raíz del ser y algo innegable en todo tiempo y lugar: la expresión del arte como unívoco sello de identidad. Y es que en cada lienzo, en cada nota, vocablo, jardín, objeto y relación con lo sagrado o lo profano se plasma lo mejor y lo peor de cada cultura, sus aspiraciones, sus dioses, sus fracasos y sus miedos.
Ni que decir de la estética que no por ancestral y sofisticada es menos representativa de un pueblo capaz de contemplar un jardín zen o la floración de los cerezos y a la vez enajenarse en el pachingo, en la banalidad tecnológica o en el absurdo laboral previsto por Albert Camus en El mito de Sísifo. El Japón de ayer y de hoy, sin embargo, tiene una sutil continuidad del anhelo de perfección que, como recurso redentor inclusive de sí mismo, lo distingue del resto del mundo oriental y hasta del capitalismo. Encumbrado por un profundo sentimiento del honor, en lo bello se percibe lo que queda cuando lo demás se ha perdido: la esencia. Me refiero a la sensibilidad que en todas sus edades y desde los remotos días en que el nipón miró a China para aprender y forjarse un rostro propio, lo rescata de su lado oscuro y de sus obsesiones ancestrales.
Más contrapunto que dualidad, esta peculiaridad haría de Mishima emblema por excelencia del Japón violentamente modernizado y, de manera simultánea, fiel como pocos a peculiaridades inmutables de su cultura. Por sobre el genial Kawabata o el imprescindible Akutagawa, desde su infancia y de la mano de su abuela Mishima quedó tan fascinado con el teatro No que aun en su fase más occidentalizada el Japón medieval y sus rituales fueron el fantasma que gobernó su mente, lo forzaron a escribir con fruición e inclusive lo encaminaron a la busca obsesiva de la muerte ritual –el seppuku-, con todos sus agravantes.
En Japón es tan poderoso el influjo de ciertas tradiciones que cuando gentilmente me organizaron un recorrido por bibliotecas de varias ciudades para conocer manuscritos de los siglo IX al XII, vislumbré ese hilo inviolable entre pasado y presente, entre el tao y el budismo, entre el zen y el aquí que los hace parecer, a veces, tan fatuos, robotizados y consumistas como, paradójicamente, espirituales y creativos. Así vi de golpe los vasos comunicantes entre La casa de las bellas durmientes de mi amado Kawabata, y antiguos libros de impresiones o Shôshi. Así, también, comprendí de un solo vistazo la intensidad autobiográfica de los secretísimos diarios, poemas y relatos femeninos, clasificados como Nyobo Bungaku y ni qué decir del Diario de Tosa, del siglo X, escrito por Ki no Tsurayuki, poeta y cortesano también de la fecunda era Heian…
Alejada en el tiempo y a la vez deseosa de percibir el trasfondo de una de las culturas de mayor sensibilidad, esta pasión mía se manifestó aquella tarde en que impartía un curso en Portland, y allí mismo leí el comentario del traductor sobre la escritura de la época Heian. Entonces supe que por grande que hubiera sido mi devoción por las letras, por innegable mi apego a Grecia e indiscutible mi formación occidental, la abundancia de rasgos esenciales de un carácter tan ancestral y refinado atrapó mi espíritu de una vez para siempre. Desde entonces he buscado, leído, explorado y tratado de comprender este universo que puede renacer con las primeras descripciones del alba y en el ocaso consagrar la supuesta heroicidad del kamikaze.
Maestro de la sombra, el artista japonés es el que mejor consigue pintar la luz deslizándose por las cumbres o el que, con destreza sin par, describe las hermosas vestimentas de las damas o el leve temblor de las jóvenes durmientes de Kawabata porque sea mediante la imagen, el sonido, la actuación o la palabra esta vieja, viejísima y fecunda cultura ha sabido cultivar cuando menos dos pilares del talento creador: contemplación y paciencia.