10 de mayo: de la memoria involuntaria
Cuando yo era niña en mi Guadalajara natal, buena parte del país carecía de agua potable, electricidad, estufas de gas, medicinas y viviendas decorosas. La mortalidad infantil era altísima y escandalosa la de los malos partos. Las escuelas encabezan la lista de lujos, no obstante sus deficiencias públicas o privadas. Para conseguir un cubo de agua o un aula agreste las criaturas caminaban kilómetros, como en muchas regiones sigue ocurriendo en la actualidad. El promedio de escolaridad nacional no superaba el segundo año de primaria; oficialmente se cubre ahora hasta un vergonzoso sexto grado el saldo que arroja un número incalculable de analfabetos y semiletrados.
En los pueblos las mujeres hacían a mano el nixtamal y las tortillas. El alimento básico constaba de chile, cebolla, frijoles y maíz. Una minoría masculina atesoraba el poder, la autoridad y las profesiones, mientras que para las mujeres no solo era impensable acceder a estudios medios y superiores, sino que crecían y morían sometidas a la consigna religiosa de la resignación y el espíritu de sacrificio. Los malos tratos y humillantes ejemplos de discriminación femenina e infantil, dentro y fuera de los hogares, se daban por sentado. La Iglesia dominaba las conciencias en complicidad con los gobiernos corruptos. Una gran parte de la población rural y monolingüe calzaba huaraches con suela de llanta o simplemente andaba descalza. De arriba abajo se aborrecía lo distinto y ajeno. “Las niñas pobres”, de preferencia indígenas o campesinas, eran traídas por sus padres a las ciudades para convertirse en criadas de las clases medias y cuando “la señora” descubría que los hijos o el marido abusaban sexualmente de ellas e inclusive las preñaban simplemente las corrían por “indecentes y malagradecidas”.
No existían los anticonceptivos, comercializados hasta fines de los años sesenta, pero Agustín Lara endulzaba las delicias del amor idílico y tanto los boleros como las canciones rancheras consagraban un machismo que, por melódico en apariencia, se tenía por inofensivo. Más allá, Tongolele bailaba sin parar en un ámbito completamente esquizoide. El clero insistía en que las madres debían aceptar los hijos que Dios les mandara –de preferencia mediante coitos forzados- y la vida, en general, transcurría como si los libros, la historia, los derechos, la justicia y el resto del mundo no existieran.
El diario Excélsior se afamó por instituir el concurso de “Carta a la madre” que en el puntual 10 de mayo de cada año ponía en evidencia la mascarada del símbolo de abnegación y amor incondicional encarnado en “las cabecitas blancas”. “Reinas por un día”, las madres eran recompensadas anualmente con una lluvia de adjetivos abominables que acentuaban su nula presencia social, su verdadera insignificancia. De entonces data la costumbre de agradar a las “madrecitas” con planchas, licuadoras y cualquier aparato inventado para facilitar sus labores domésticas.
En este cuadro sentimentaloide y a tono con la cursilería de las fiestas de quince años sería infaltable el recuerdo de Sara García –la abuelita del cine mexicano-, cuya mezcla de viuda regañona, feminidad asexuada y autoritarismo senil llegaría a fascinar a quienes consideraban que las mujeres eran “reinas del hogar” que asumían a plenitud sus poderes a partir de la menopausia y de preferencia una vez enterrado el marido.
Las huellas de la poliomelitis exhibían imágenes dolientes en las calles. Vacunas, antibióticos y servicios sanitarios en general mal cubrían la demanda de las clases urbanas privilegiadas. Carreteras y transportes públicos reflejaban el estado de un subdesarrollo que, lejos de limitarse a deficiencias materiales, se alojaba en las mentalidades supeditadas a la superstición y al imperio de los prejuicios. El lado más visible del autoritarismo recaía en el sindicalismo charro, en el atraso agrario y en el señorío absoluto del PRI, aunque abarcaba disidencia, crítica e inconformidad. Persecuciones, torturas, chapuzas electorales, demagogia y un sin fin de fórmulas vejatorias, destinadas a mantener el carácter cerrado de la sociedad, se practicaban con la naturalidad con se asentaba un régimen de componendas, alianzas discrecionales, castigos y recompensas sin los cuales hubiera sido imposible fortalecer la estructura institucional del sistema presidencialista.
El lenguaje oficial alardeaba, sexenio a sexenio, “avances históricos” en todos los sectores. Se subsidiaba a los empresarios y la dependencia de los Estados Unidos determinaba el rumbo económico del país. La reforma agraria era uno de los temas infaltables en los informes presidenciales; sin embargo, a nadie interesaba el cuidado ambiental ni la indispensable planeación demográfica y urbana.
Espejo puntual de nuestra realidad intrincada, el palabrerío de “Cantinflas” causaba la felicidad de las masas. El gusto popular se negaba a aceptar las muertes de Pedro Infante y Jorge Negrete, aunque espacio emocional tenía el pueblo/pueblo para admirar a María Félix, Rita Macedo, María Victoria, Dolores del Río, Gloria Marín, Elsa Cárdenas, Pedro Vargas, Toña la Negra, Lola Beltrán, Cuco Sánchez, José Alfredo Jiménez, María de Lourdes, Juan Mendoza “El Tariácuri”, Javier Solís, Miguel Aceves Mejía…
La televisión significó en los años sesenta un salto al mejor de los mundos: con programas en blanco y negro comenzó la invasión de chabacanerías gringas, a modo de comedias especialmente de temas domésticos como Yo quiero a Lucy, protagonizada por una afectada y boba Lucille Ball, quien, además de celebrar la inferioridad femenina incrementó el culto a la fayuca en cantidades industriales. El “sueño americano” se enquistó en el imaginario colectivo en tanto y los jóvenes emigraban por miles al otro lado de la frontera en busca de oportunidades.
Yo asimilaba mis cambios biológicos mirando todo, atenta a lo grande y lo pequeño, con los ojos, la mente y el oído bien abiertos. Entre hogares “decentes” y “casas chicas”, la vida iba depurando el estilo mojigato y ridículo de las mujeres “acomodadas” que en pleno verano se dejaban ver completamente enjoyadas, revestidas con prendas de contrabando y cubiertas con estolas y abrigos de visón, de chinchilla, de colas de zorro y de cuanto bicho se pudiera transformar en artículo de lujo en los escaparates de las calles de Madero o Cinco de Mayo.
Para las muchachas bien, “en edad de merecer”, se organizaban bailes de debutantes o etiquetados de Blanco y Negro en el Country y el Jockey Club, profusamente publicitados en la exclusiva revista Social, abuela del Hola! A quienes “les había hecho justicia la revolución” les dio por ataviarse con trajes acharolados y zapatos picudos y los favorecidos por el arribismo se entretenían acumulando bienes y muebles pinchendale para salir de su postración en la nueva sociedad de prestigio, marcada con el signo del oropel y concentrada –antes de la construcción de El pedregal de san ángel, en mansiones ubicadas en colonias de lujo, como las Lomas de Chapultepec y Polanco.
Este fue el mundo que deleitó la imaginación novelera de Carlos Fuentes cuando los beneficiarios del alemanismo circulaban por el Distrito Federal metidos en sus coches enormes, cargados de brillos, de voces, de música al fondo… Mientras Luis Spota recreaba los enredos del Sistema y Rulfo y Arreola renovaban espléndidamente la narrativa, Fuentes reinventaba con sarcasmo ese México en el que la gente, en su afán de dominar y divertirse, tenía miedo de vivir y también de morir. Urgidos de seguridad y agarrados a la tablita de los objetos, del dinero o de las tierras en ese país donde-todo-estaba-por-hacerse, se gastaba la vida espiando a los demás y, de manera simultánea, dando brincos para sobresalir, aunque solo fuera en el acontecer de la noche. Maledicentes y chismosos, la infamia era su alimento…
Todo estaba prohibido: leer, pensar, preguntar “cómo nacen los niños”, ejercer la crítica, hablar o siquiera acercarse al sexo contrario, tener curiosidad intelectual, cuestionar la realidad, inconformarse, dudar, bailar, divertirse, escuchar música, viajar… A la vez, todo estaba permitido a condición de que no se notara, de no ser descubierto ni de cometer el error de aceptar el socorrido adulterio o siquiera mencionarlo. Para los maridos infieles una era la máxima trasmitida de padres a hijos: niégalo aunque te maten.
Minoritario no obstante efectivo, el ascenso del feminismo fue como un viento maloliente que enfureció a liberales y conservadores. “Qué ¿no les basta con lo que tienen?” Si bien mi realidad estuvo poblada de ejemplos que me enseñaron que ser mujer y aspirar a una vida digna era más difícil que conquistar el Éverest, el multicelebrado Fernando Benítez se encargaría de apresurar mi batalla contra la inequidad de género. Lo hizo con una de sus habituales majaderías cuando intenté publicar un ensayo en el suplemento cultural que él dirigía. Sin molestarse siquiera a mirar mis páginas, me observó de arriba abajo y lápiz en mano, alzando la cara sin moverse de su silla, dijo en voz alta, con su característico despotismo ilustrado: “Bonita, muy bonita. Tú debes ser una idiota… Todas las mujeres bonitas son idiotas.”
Lo demás no es historia. Es la batalla femenina de todos los días.