1968: memoria imperfecta
1968 fue el rayo. Dejó una cicatriz al rojo que continúa quemando con solo evocar sus ascuas. Comenzó con una llovizna helada. Concluyó con dolor. No hubo día parecido al anterior ni lógica en el acontecer a veces ondulado, a veces en punta. Los meses pasaron de prisa. Todo era intimidante e incierto alrededor de las que serían exposiciones deslumbrantes antes, durante y después de los Juegos Olímpicos, incluida la del cohete que viajó a la Luna. Desde el año anterior, la actividad cultural bajo la rectoría de Javier Barros Sierra era una fiesta: teatro, cine, conciertos, conferencias, poesía en voz alta, programas de radio.... Hacia la tarde-noche se improvisaban tertulias en cafés de la Zona Rosa o en casas que exhalaban un repugnante tufo a marihuana, sobaco, pies sucios y semen. El año escolar se perdió. Las conversaciones eran vivísimas: mezcla de política y letras, desparpajo, fantasías de cineastas y pintores de café. Algunos no alcanzábamos los 20 de edad pero, sin distingo de edad, nadie dudaba de haber nacido para las grandes acciones. Sin embargo, se respiraba un aire de extrañamiento, como si algo se estuviera gestando. Aunque se simpatizara con “la causa”, era tedioso el discurso del Comité de Lucha. Y no se diga del lenguaje gubernamental, que persiste como mal endémico. Mal se diferenciaban los “líderes” de los “grillos” que irrumpían para lanzar consignas, pedir dinero y repartir volantes.
Las marchas cifraban “el Movimiento”. Cuando en septiembre formábamos parte de un contingente que coreaba consignas, se dejó venir un piquete de “cerdos” armados. Por grupos se fueron con todo para agredirnos. La vida era frágil y el desamparo absoluto. No había a quién recurrir. El miedo podía tocarse. Solidario, el portero del cine frente a la Diana, al ver nuestro espanto en el rostro, no solo no nos impidió la entrada sino que apuraba a mi grupo para entrar y repartirnos entre el público. Protegidos por la penumbra, buscamos dónde sentarnos. No bien nos acomodábamos cuando una caterva de uniformados se dejó venir entre gritos amenazantes. Nadie nos denunció. Las luces se encendieron. Comenzó la rechifla, mientras la gente ayudaba a entremezclarnos para pasar desapercibidos. Siguieron las mentadas de madre y entre “¡bajen las armas, asesinos!” y “represión… represión…”, se impuso el pánico colectivo porque los soldados apuntaban al frente y a los lados de manera indiscriminada. Milagrosamente, el “cácaro” discurrió apagar la luz y seguir con la película: solución idónea para que los de la tropa salieran sin llevarse a nadie, al menos en esa ocasión que dejó chorreando adrenalina y algo más en las butacas. Durante las horas que siguieron un sudor helado me estremeció de punta a punta. No pude hablar durante días. Imposible recordar cómo o con quién regresé. Cuando tenía que salir no hallaba qué era peor: tratar de escabullirme por entre calles más solitarias o atreverme en las vías principales. Si ser “estudiante” era motivo para ser agredido o detenido, a ser mujer se añadía el riesgo de ser violada.
Se gastaban los días entre trifulcas, desafíos, amenazas, gritos y noticias intimidantes. Cuando no había marchas, hervían las asambleas y de “célula” en “célula”, se multiplicaban altercados, capturas, desaparecidos y pintas. Si aburrían los discursos, se organizaban reuniones… Siguió la inquietud hasta el fatídico día, también de septiembre, en que se dejaron venir tanques, camiones y batallones en calles aledañadas a la Universidad. La Avenida de los Insurgentes quedó “tomada” por el ejército. En la madrugada nos enteramos de que estaban detenidos funcionarios, maestros y alumnos que se negaron a abandonar oficinas o escuelas. Con la trágica ocupación militar de la UNAM los hechos se agravaron hasta el descrito por todos los modos 2 de octubre. El Movimiento fue finiquitado a balazos en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlaltelolco, por órdenes del odiado presidente Díaz Ordaz.
De la tarde nefasta recuerdo cierta neblina con llovizna que ensombrecía la atmósfera. La memoria real, al tiempo, se fusionaría a la de todos porque se impone en la mente la verdad ficticia sobre la verdad comprobable. Se divisaba una mancha humana, colorida y en movimiento. Apostados en el edificio Chihuahua, miembros del Comité de Lucha y/o de Huelga “calentaban” la plaza con arengas y lances contra el gobierno: nada que no hubiéramos oído hasta el hartazgo, incluido el “Pliego petitorio” que leído a la distancia de las décadas, era casi infantil. En realidad, todo era una suerte de agitación hasta que supimos de qué se trata la tragedia. Éramos unos mocosos sin ninguna experiencia, pero con fantasías reivindicadoras o cuando menos transgresoras. Mal se entendían los discursos allá abajo, en la Plaza, a pesar de los altavoces. Nada grave: una sola frase bastaba para adivinar lo demás. La multitud espejeaba la vitalidad juvenil. Infrecuente aún, el pantalón femenino era acampanado en los bajos y ajustado a la altura de la cadera. Dominaban los rojos, los rosas, azules, amarillos…, blusones floreados, minifaldas en línea, camisetas ajustadas, melenas, boinas, diademas, ojos maquillados, anillos, pulseras… Durante un rato, sin atender el blablabla de líderes en posesión del micrófono, reparé en la sensación de ser y no parte de la multitud. Permanecí a distancia en una de las orillas para salir corriendo quizá hacia la Avenida Insurgentes, ya que desde el día anterior se anunció que el mitin sería reprimido. Nunca ni nadie, sin embargo, imaginó el alcance de la agresión. No vi la luz de Bengala que según se diría después sirvió de señal al Grupo Olimpia para iniciar el ataque; tampoco me enteré de la presencia de Oriana Fallaci. Herida en la nalga por una ráfaga de metralleta, fue dada por muerta y trasladada a la morgue. Mientras repartía extremauciones a diestra y siniestra, un cura se dio cuenta de que la intrépida periodista italiana continuaba con vida. A poco, desde el hospital, la activista florentina, que recién había renunciado a su corresponsalía en Vietnam por cuestiones políticas, declaró a la prensa internacional que la de Tlaltelolco fue “una masacre peor de las que he visto durante la guerra”. Agregó que los soldados le robaron su cámara fotográfica, su grabadora y las notas que enviaría a su periódico. Puso a las autoridades del asco y cumplió con la promesa de jamás regresar a México. Fallaci colmaba mis fantasías: corresponsal de guerra de L’Europeo, nada la arredraba. Publicaba en numerosos diarios y revistas. Realizaba entrevistas y crónicas espléndidas. Su prestigio crecía como espuma y yo la leía con admiración. Desde el desierto mexicano, donde un par de periodistas se alzaban como logros del ingenio, nombres como Fallaci y Susan Sontag marcaban la diferencia femenina e inclusive intelectual. Por el reconocimiento que le profesé me llevaría una gran decepción al leer, en 2002, su irracional respuesta al ataque de las Torres Gemelas en Rabia y orgullo. No obstante, nada enturbia lo que debemos a esta mujer de excepción.
La Plaza de las Tres Culturas en Tlaltelolco era una olla idónea para quedar atrapados. Aunque a mi alrededor reconocí rostros de la Facultad, no había modo de protegerse en grupo. Únicamente percibí el caos bajo el silbido de las balas. Como no fuera la ley de “sálvese quien pueda y como pueda”, hubiera sido imposible salir librados de aquella locura. Con la balacera sentí el rayo. Al divisar a distancia a una embarazada traté de aproximarme, pero en un parpadeo desapareció de mi vista. El gentío comenzó a correr por los cuatro rumbos. Todo era difuso, terrible. Vi cuerpos tirados quizá por los empujones y otros que caían o tambaleaban ensangrentados. Supe al tiempo que mucha gente no advirtió lo que sucedía, mientras la bola se dispersaba entre callejuelas. En situaciones así formamos una sucesión de instantáneas en cámara lenta que se van procesando después. Esto ocurrió a partir de que el boca a boca fue construyendo una historia sin sucesión y sin lógica, cuyos retazos formaron una incoherente memoria colectiva que sin duda también me influyó. Imposible reconstruir con precisión los hechos. Me di cuenta del horror cuando comenzó la desbandada. Por uno de esos milagros que ocurren cuando el instinto nos hace actuar con insólita agilidad, corrí con rumbo a la Alameda, donde un taxista me llevó, sin cobrarme, hasta la Casa del Lago, en cuya entrada estaba el entonces Director de Difusión Cultural, Gastón García Cantú. Allí le dije, casi sin aliento: “Don Gastón, los están matando en Tlaltelolco…” Ni él, ni el Rector Barros Sierra ni ninguno de los funcionarios de la UNAM allí reunidos estaban todavía enterados.
Días después, cumplida la “limpieza”, Díaz Ordaz inauguró los Juegos Olímpicos entre loas periodísticas y muestras de solidaridad, tanto del Congreso bajo sus órdenes como de Fidel Velázquez, líder vitalicio del sindicalismo charro. No faltó el apoyo incondicional de la jerarquía eclesiástica y de quienes, como numerosos empresarios y la cáfila de lambiscones, se sumaron a las fuerzas más encarnizadas que dieron en afirmar que estudiantes eran sinónimo de delincuentes de alta peligrosidad. Siguió el oropel de la mascarada. Para los universitarios, en cambio, sería el principio de otra manera de ser, de conocer los alcances del autoritarismo y de orientar la propia vida, con lo que se pudiera. El trágico octubre de 1968 fechó con sangre el final de los ardientes sesenta mexicanos. También rompió algo muy hondo y de tajo en nuestro profundo ser. Al menos en lo que respecta a esta generación, el ’68 fue un golpe tan demoledor que destruyó el espíritu y la confianza de los más. Los palos, la cárcel, la amenaza latente, las malas y peores decisiones aunadas a la carga de los muertos dejaron a miles de boomers como sin rumbo, como perdidos, como sin identidad y apesadumbrados por los recuerdos.
Los problemas no tendrían término, al menos aparente, hasta que sobre sangre, fracaso, anécdotas y ceniza se reabrió la Universidad, después del Movimiento Estudiantil, tras la ocupación militar entre sacudidas pre y posolímpicas. Hacia diciembre ya nadie era como antes. Tampoco el país…