Nuestras ciudades: moradas desamoradas
Por su naturaleza cambiante, los problemas sociales no aceptan soluciones definitivas, aunque sus efectos recaen en el sueño y la pesadilla de los logros humanos: las ciudades. Vivir en comunidad obedeció a la necesidad de convivencia, bienestar y seguridad de grupos que, amenazados por invasiones, ataques animales y desastres naturales, descubrieron que sus asentamientos, además de resguardo, los dotaba de un sentimiento de identidad, cooperación y pertenencia que se extendería a la idea nacional. Los antiguos abuelos crearon sitios coordinados para limitar el efecto de hambrunas, violencia y un sufrimiento colectivo evitable en un mundo mal repartido.
Con el impulso primitivo del orden institucional, ceñido a ligas religiosas y conductas civilizadoras, el hombre maduró con la traza amurallada de fortificaciones que, además de su función vigilante, consideró la división del trabajo, los mercados y la unidad popular sin desatender el vínculo entre la historia, la autoridad y la geografía.
El desarrollo del urbanismo correspondió al crecimiento de la población jerarquizada que además de coexistir y cumplir con ritos, deberes y devociones, demandaba leyes, espacios de entretenimiento, culto, reposo, reunión y distribución de servicios. Coronar el esfuerzo trajo consigo la construcción de plazas y obras estéticas para responder, primero, al tránsito del estatismo al dinamismo urbano; luego, al avance acumulativo de una jerarquía social celosa de ideales y certezas lanzadas al porvenir. Correlacionado al régimen de poder, el urbanismo redundó en la conciencia política y su complementaria ciudadanía.
Si durante el Renacimiento las ciudades europeas alcanzaron su mayor esplendor al fusionar arte, apego al futuro y talento urbano, no menos admirables serían las conquistas de la Antigüedad, de donde se aprendería que la estética alimenta la armonía, el enriquecimiento del espíritu, el orden social y el orgullo de los pueblos. Persas, griegos, egipcios, helenos y numerosos asentamientos arcaicos, incluidos mayas, teotihuacanos, incas o los jóvenes aztecas cifraron el fundamento de su ser en la arquitectura: la importancia de sus dioses, su poderío y la significación de su presencia en el mundo. Sobre tales bases el hombre ha enriquecido la diversidad cultural.
En la actualidad, el carácter de cada sociedad y de cada país se refleja en la razón o la sin razón de urbes complejas en las que economía, producción y arquitectura obedecen más a la desigualdad que a las aspiraciones de pacífica convivencia, dignidad y bienestar de sus habitantes. De este modo observamos que así como abundan zonas de miseria en las que el paso del infrahombre al hombre no se ha realizado, otras son ejemplos abyectos de hasta dónde el individualismo y el lucro fomentados por el capitalismo salvaje remontan vicios tribales y discriminadores que se revierten contra el sentido de humanidad, abominan del mejor pasado e instauran la idea de que en la desigualdad divisoria y privilegiada se finca el progreso.
Reducidas a conglomerados inhumanos y expuestas a las peores condiciones de coexistencia, la mayoría de las ciudades mexicanas han perdido el decoro que, acaso hasta los años sesenta del pasado siglo, celebraban nuestros antepasados. Sin planos reguladores, indiferentes a la función social y ecológica de parques, monumentos, jardines y espacios abiertos; sucias, sembradas de adefesios y anuncios espectaculares que agreden a la población indefensa; hacinadas, ruidosas, entregadas a las atrocidades engendradas por la codicia y en general dominadas por la presión de automovilistas adueñados de las calles -ya que el transporte público es tan deficiente como la educación y los servicios asistenciales-, nuestras urbes espetan el cáncer cultural.
Contrario al espíritu de la ciudad, que consiste en civilizar la vida en común, el mexicano se encierra en sí mismo, evita comprometerse con el otro y perpetúa su condición de isla al suponer que, incomunicado, se librará de agresiones. El miedo es motor de su acción y la desconfianza guía que determina un egocentrismo peligroso y contrario al sentimiento unificador de la ciudadanía. Un abatido y sufriente Distrito Federal es la peor víctima del centralismo desenfrenado y devastador. Cercado por cinturones de miseria, foco de atracción de migrantes provenientes del resto del territorio, sediento, conflictivo y superpoblado, el que fuera motivo de admiración por propios y extraños sería cercenado y maltrecho hasta aniquilar el sentido vivificante de nuestra morada colectiva.
Cada uno de los millones de personas que habitamos en esta megalópolis del diablo sorteamos el riesgo de morir o padecer peligros incontables. Amanecemos expuestos a ataques delictivos, sin dejar de sufrir la fatalidad de una corrupción tan expansiva y arraigada que, por impune, contaminó hasta la entraña el deber regulador de la justicia. Al cúmulo de malas decisiones, permisos de construcción indebidos y gobernantes ineptos se debe la degradación de los barrios y la subsecuente pérdida de la dignidad urbana. Agréguese a la ausencia de civismo y áreas verdes la destrucción sistemática de joyas arquitectónicas, plazas, fuentes, casas y monumentos que fueran registros de la memoria, sin los cuales ninguna sociedad cifra su identidad cultural.
La presión demográfica determina la moderna formación de urbes verticales; sin embargo, desde Le Corbusier e inclusive antes la arquitectura es un punto de partida para crear una humanidad mejor, más racional y dispuesta a establecerse en complejos dotados con hospitales, escuelas, comercios, parques, sistemas de vigilancia, etc. Lección que, a todas luces, se descuida en ciudades, delegaciones y municipios que crecen a su aire y a poco arrojan las consecuencias de sus yerros.
Nadie puede negar que el arte en general, y la arquitectura concretamente, refleja la calidad espiritual del hombre. Eso es lo que debemos reflexionar: la correlación entre el fondo que lo nutre y la forma visible del entorno. Si Mies Van der Rohe afirmó que “la arquitectura es la voluntad de la época traducida a espacio”, no nos queda más que lamentarnos por lo que nos define. La sociología demuestra que, hasta hoy, no existe indicador más fiel del carácter social que el estilo, el acomodo y la aportación o el retroceso de sus edificaciones y modos de subsistir en comunidad. Si disolución, enfrentamientos, violencia, estrechez de esperanzas vitales y carencia de garantías cívicas significan un tejido social que hace tiempo transgredió el principio armonía, el impacto psicológico, político y moral de nuestras infortunadas ciudades no es menos gravoso.
Encumbradas en el pasado por su estética, su funcionalidad y un equilibrio mayor o menor entre la idea del futuro, logros modernos y la conservación del legado de nuestros mayores, las metrópolis mexicanas cedieron sin resistencia, sin imaginación, sin decencia política ni amor por la morada más visible y compartida de sus residentes, al peso devastador de la corrupción y la ignorancia. Reina el mal gusto apareado al descenso de la calidad de vida. Podrán multiplicarse los insanos indicios nacionalistas, pero en nada contribuye el Estado para fomentar el patriotismo. Desamoradas, adversas, sembradas de adefesios, enfermas e irracionales: en eso se ha convertido la mayor parte de las urbes en nuestro país, por una causa: el drama de no saber quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, qué anhelamos ni cuál es el significado de nuestra presencia en el mundo, siquiera en nuestro pequeño mundo, al que ya podríamos cuidar con un poco de amor.