Atrapada por los selfies
Tras meses largos o años cortos encerrada en mi cuevita, asomo la cabeza al mundo de los otros y me retraigo, como espantada, al corroborar que no hay confinamiento que impida el caprichoso movimiento de la vida. Intimidados por el bicho que por cientos de miles se ha llevado a conocidos y desconocidos de todas las edades, los ingenuos supusimos que el letargo pondría en pausa los cambios hacia peor, que con suerte se achicaría la población, que las plegarias serían escuchadas por santos laboriosos y que, atentos al bien común, por piedad las Moiras se llevarían al puñado de brutos, odiadores, nefastos y entregados a hacerle infernal la existencia a todo aquel que no se pliegue a sus caprichos ni renuncie a la difícil aunque necesaria capacidad de razonar.
Imprevisibles como son los ajustadores del destino, no hubo entidad ni mensajero que atendiera mis ruegos. Mucho más eficientes que los tutelados por Prometeo, los diablillos de siempre han favorecido a los peores para que el Mal se reproduzca y consiga, de una vez por todas, que una pequeña población o la humanidad en pleno sea y se reconozca a su imagen y semejanza. La cuestión es que me atreví en domingo a ir a una plaza populosa para darme un baño de multitudes. En vez de sentirme el ser social que según los griegos es propio de nuestra especie, solo conseguí registrar otro fenómeno de “lo humano más que humano”: el estado de autocontemplación y persecución del yo idealizado, típico del siglo XXI, que se manifiesta con la adicción al autorretrato capturado con los “teléfonos inteligentes”.
Caminar en una plaza populosa entre gente ya sin máscara me produjo tal extrañamiento que a ratos me sentí atrapada en un escenario de ciencia ficción. Tanto hablar de realidad, abusar de términos como realidad virtual, realidad política, realidad social y demás jerarquías de “lo real o lo que era” nos ha lanzado al formidable universo de la tecnología reconstructiva de lo imaginario. La otrora “resistencia” que definía al yo y fortalecía la individualidad para sortear “la normalidad” ha sido fragmentada, como la estructura social y el lenguaje. Atacados por la fiebre de creerse nuevos, únicos, originales y atractivos, todo debe transformarse. Las palabras no podían quedarse atrás de las imágenes pues, aunque cortas de suyo, son aún más “recortadas” y reducidas de significación para transfigurarse en memes; es decir, a caricaturas enredadas a signos y rasgos que reinan en el “espacio virtual”. Así como el miedo nos obligó a encerrarnos y a crear estilos antes inexplorados de vivir, la pandemia también enriqueció el ingenio para que el ego se impusiera al anonimato. Así, mientras miraba sin ser mirada medí la importancia de la fugacidad del yo en busca del yo posado y artificioso.
La cantidad de estímulos externos eran nada para los que atesoraban su celular como joya preciosa. Una y otra vez, la misma escena: el brazo estirado en posición circense y el autor de sí mismo ajustando la pose para sabe Dios cuáles propósitos recónditos. Siempre activa, la cámara capturaba la fantasía del sujeto, no sin reacomodar varias veces el gesto, la felicidad forzada y su actitud artificiosa. El selfie entraña la necesidad de dar con una imagen de sí mismos lo más diferente posible de sí mismos. Pintado, escrito e inclusive fotografiado, antes el autorretato se pretendía recreación artística de lo menos visible, no de la apariencia; es decir, su acierto consistía en mostrar el lado oculto del ser. El selfie, en cambio, aporta una identidad a medida y solo aparente, como la de los actores. Y claro que hay buenos, malos y regulares actores, aunque todos coinciden en su interés por “representar” a otro, al personaje. De golpe entendí que por qué se atesora el móvil como si se les fuera la vida en ello: acaso anhelado durante siglos, es el instrumento de reconstrucción del yo imaginado que por fugaz no es menos prefigurado por su “creador”.
El sol caía de lleno. Me sentí como una cartuja que, habituada al aislamiento, entre la muchdumbre se asusta, se confunde, se aturrulla. El bullicio sustituía la levedad del silencio, esa energía vital que nos permite ver, trascender, entender… Vendimias, garnachas, carriolas… Nada competía con la fiebre del selfie, más bien se integraba a la persecusión del yo para sortear la trampa del anonimato. Gordos, flacos, feos, menos feos, chaparros, altos, viejos, muchos, muchísimos jóvenes, más tatuados que sin tatuar, pero igualados por el ansia de capturarse mejores o al menos distintos: la escena me recordó a Marshall McLuhan y sus otrora preféticas metáforas sobre la aldea global, donde privaba la sentencia: The medium is the message.
Y en eso estamos, alcanzados por el futuro. Los buscadores de selfies hacían gestos antinaturales, estiraban de un modo o de otro la cabeza, ladeaban el cuerpo, adelantaba una o otra pierna, sonreían como jalados por las orejas, escondían la papada… y nada de eso los salvaba del estigma del hombre-masa. Todo el esfuerzo concentrado en parecer lo que no son era inútil. Así el anhelo de ser otro; otro que no se parezca al qe soy; otro mejorado o al menos reformado.
Tanto hablar del drama de identidad para rematar con el triunfo del yo virtual, el yo del celular, el yo artificial que llena de satisfacción al sujeto en pos del autorretrato ficticio, en pos de un reflejo a medida, en pos de la invención de sí mismo. Posar como me imagino, actuar en la inmovilidad… Nunca supuse que fuera masiva la adicción a la fotogenia imposible.
Sin selfie, sin teléfono inteligente y fascinada con el espectáculo de la multiplicación de los yoes disfruté mi función de testigo participante de una existencia que no me pertenece ni me identifica. Lo que es, es como es, diría san Agustín. Así que a aceptar que nadie puede sustraerse de su tiempo.