Auschwitz, ¿hablamos de lo humano?
Primo Levy
El horror se quedó en su memoria. Trasmitirlo en palabras fue exigencia del sobreviviente de Auschwitz, pero no alivió el sufrimiento que, de vuelta a la “libertad”, lo convirtió en muerto/vivo o algo peor: un medio/viviente cargado de recuerdos que harían palidecer a Dante. Arrestado en 1943 en Italia por participar en la resistencia antifascista, a poco Primo Levy fue llevado al Inframundo en un vagón de mercancías, hacinado y sellado durante cinco días. Desde el momento de su detención perdió voluntad, rumbo, sentido de la existencia, dignidad, conciencia de lo humano… Todo lo que sin pensar damos por sentado, menos la esperanza en sabe Dios qué, aunque esperanza al fin aun en lo imposible e ignorado: sontén traído de lejos, acaso de la ancestral religiosidad que protegía a los huérfanos de dioses. Esperanza pura, sí: algo impreciso, apenas rasgo de luz, aunque capaz de aliviar tan tremenda desolación que se le quedaría pegada en la piel y en el alma. Imagino que lo habitaba la esperanza en sí, la que surge desde la hondura del sinsentido y la que es lo que es; es decir, único asidero cuando la fe y toda resistencia han desaparecido.
Con la sed comenzó la tortura. Era el principio. Los más débiles morían. La joven que amamantaba a su crío perdió la leche, el nene lloraba… hasta que dejó de llorar. Calaba el frío; mordía el hambre. Unos de pie pisando la mierda; otros como fuera por la falta de espacio. Durante el viaje, la humanidad perdió su nombre. Luego, al “llegar” cuatro quintas partes de los 650 transportados en el tren esa misma noche o a la siguiente perecieron en las cámaras de gas. El resto previó su propio desmembramiento en las barracas que tardarían en describirse en libros, películas, testimonios, denuncias desatendidas y llamados dolientes que pedían no olvidar. Por doquier se divisaban las chimeneas humeantes. No lo sabían entonces: eran los hornos. Al principio no entendían el idioma del verdugo, pero comprendían el lenguaje de la aniquilación: vocerío zafio, vulgar y cargado de injurias, amenazas e imprecaciones. Que aquella región minera olía a malta y al carbón ácido ardiendo: algo que, para siempre, el escritor italiano conservaría en el olfato e identificaría con Polonia.
Sin tardanza, mujeres y niños desaparecían. Clasificados en fila, a los más fuertes y no calificados se los destinaba a trabajos demoníacos hasta que morían de agotamiento, de golpes, de frío o de hambre. A los mejor calificados, como el químico Primo Levy, se los mandaba a realizar tareas especializadas, dada la falta de mano de obra local a causa de la guerra. Sustituidos en continuidad con los recién llegados, los prisioneros tiraban regularmente cientos de cadáveres en fosas cavadas por ellos mismos. Así la lógica implacable de los nazis, hasta sumar un millón doscientos mil aniquilados nada más en el campo de exterminio de Auschwitz, que -como poco se dice- no era un campo, sino varios campos agrupados en el área. Entre judíos, gitanos, cristianos, musulmanes e infortunados de orígenes varios que cayeron en manos de los nazis, sumarían millones y millones las víctimas de una infamia que, a pesar de dejarnos sin aliento, no ha conmovido lo suficiente para evitar el Mal, servir de advertencia y defender la justicia y los derechos humanos como la verdadera conquista de la razón. Me refiero a la Justicia que tanto y tan sabiamente defendió Ben Ferencz, el último fiscal de los Juicios de Nuremberg quien, al morir a los 103 años el 7 de abril de 2023, encumbró el Derecho como la única defensa ante la sin razón y las atrocidades de los demonios enmascarados de humanos.
Autor de cuentos, relatos, novelas y ensayos, Primo Levy es uno de mis infaltables. La Trilogía de Auschwitz -Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados- se convirtió en lectura tatuada en mi memoria y emblemática para entender el Mal: demostración de que lo vivido en el Lager -aquel infierno- era de hecho la condena a muerte arrastrada de por vida: algo, lo más terrible, de lo que NADIE puede sobreponerse. Y a pesar de que paradójicamente los recuerdos son la mejor defensa contra la muerte, y no solo en el Lager, los suyos se mantuvieron vigentes en su mente atormentada. Además de sustentar una obra excepcional, la memoria nutría la depresión de Primo Levy. Una memoria llana aunque vivísima e incurable que lo llevó de manera brillantísima a documentar el infierno para dar voz, desde la culpa del sobreviviente, al “silencio de los muertos”.
Al leer el 12 de abril de 1987 que el día anterior, a sus 67 de edad, murió en Turín al caer por el hueco de la escalera de la única casa en la que vivió desde su nacimiento, pensé: “los recuerdos son fantasmas”; fantasmas implacables, tan feroces como el verdugo, pero más persistentes. Químico y judío, Primo Levy resistió la crueldad del Holocausto sin dejar de preguntarse si fue por azar, por “traicionar a los muertos por el hecho de seguir vivo”, por fuerte, por destino, por designio, por… El hecho es que desde que las tropas soviéticas liberaron a los prisioneros del Campo, el 27 de enero de 1945 -hace exactamente 80 años-, fugazmente supuso que “volvería a la normalidad”: imposible. Sobrellevó 42 espantosos años la carga de aquella memoria que lo habitaba de punta a punta. En su momento comprendí al detalle el significado de haber sido reducido a un ser a la deriva, una no persona. Supe que aquella caída abismal -que quisieron sus parientes considerarla accidente-, simbolizaba su último mensaje: la memoria era su infierno.