Belisario Domínguez: Memoria oportuna
La historia de México ha sido turbulenta desde el siglo XIX. Entre confrontaciones facciosas, abusos de poder, invasiones extranjeras, presiones eclesiales, inestabilidad social, dictaduras y la miseria como estigma de un pueblo aún incapaz de crear un orden político y judicial digno, nuestro país parece condenado a la ignomínia. Qué nos ha impedido crear una cultura democrática es la gran pregunta trasmitida de generación en generación. En vez de crear un régimen de justicia, la modernidad ha multiplicado a los criminales armados de una violenta crueldad. La corrupción crece a manos libres, las crisis nos igualan hacia abajo y el futuro inmediato se prefigura con nuestro fracaso como única herencia previsible.
En esta temperatura debemos recordar el trágico fin del patriota que creyó que la felicidad dependía de que los gobernantes, “cegados por la ambición”, dejaran de hacerse ricos a costa del Estado y procuraran la prosperidad del país. Solitario y valiente hasta su tumba, este noble idealista fue Belisario Domínguez y Victoriano Huerta el usurpador que ensangrentó la primera tentativa de democracia del México contemporáneo. El episodio que concluyó con su brutal asesinato puso de manifiesto que en un pueblo sin moral, todo está permitido.
Al morir Leopoldo Gout de manera súbita, en diciembre de 1912, la vida de Domínguez, quien accedió a contender como su suplente en los comicios, dio un giro inesperado. Recién llegado de Chiapas, tuvo que entrar en funciones en el Senado. Como la mayoría de los capitalinos, presenció con estupor los acontecimientos sangrientos. Es indudable que no perdió detalle de la asonada, del estado de sitio y del triunfo golpista que sellaron su propio destino. Respecto de la detención en el Palacio Nacional del Presidente Madero y del Vicepresidente Pino Suárez, sus asesinatos respectivos y la subsecuente cadena de hostilidades, es de suponer que encendieron su ánimo y, enemigo político de Huerta, despertaron su decisión de actuar, “antes que vivir con la vergüenza de no hacerlo”.
Los sucesos de la Decena Trágica desencadenaron lo que más se temía: censura, persecusiones, el golpe de Huerta, mayor intervencionismo de Washington y crímenes a discreción. El senador Domínguez podría no tener un proyecto de nación pero sabía lo que no quería y lo que era inadmisible en términos éticos. Que era imposible permanecer callado ante “un gobierno de asesinos”, según lo calificó en 25 de abril de 1913 –día de su quincuagésimo cumpleaños- en la sesión extraordinaria del Senado, que sería breve y de carácter secreta. Si comenzó su intervención por oponerse a la autorización para que los barcos estadounidenses permanecieran surtos en aguas mexicanas, su alegato derivó en lo fundamental de sus tesis: que el de Huerta era un gobierno espurió que restauró “la era nefanda de la defección y el cuartelazo”.
Al comprobar que ya era incontrolada la putrefacción política del país, el médico comiteco se concentró en un solo propósito: combatir el cáncer que, como posteriormente haría decir al senador Aurelio Valdivieso ante la devastación criminal provocada por Huerta, se había expandido a un Gabinete “de jóvenes muy cultos y talentosos”. Si bien el médico nunca bajó la guardia, en el segundo discurso proscrito y preparado para la tribuna del fatídico septiembre -mismo que pasaría a la historia como testimonio de su valía, gracias a la bisnieta de Francisco Zarco-, Belisario Domínguez se arrojó con todo para abatir al tirano: un “soldado que se adueñó del poder por medio de la traición”. Lo calificó de “impostor, inepto y malvado (…) Un traidor y un asesino (…) Un soldado sanguinario y feroz….” Tras insistir en que debían deponer su gobierno ilegítimo, pidió además a los senadores apoyar las demandas de los alzados de Norte. La reacción del enfurecido y alcoholizado Huerta, no se hizo esperar.
Huerta era un reconocido traidor desde el régimen de Porfirio Díaz, pero Madero era ingenuo. El desconocimiento de Pascual Orozco –brazo armado de la revolución- y el cuartelazo emprendido por Mondragón y Ruiz al excarcelar a los sublevados Bernardo Reyes y Félix Díaz, anticiparon el golpe militar del 9 al 18 de febrero de 1913. Se lo advirtieron pero, sordo ante el peligro, Francisco I. Madero abrió las puertas al enemigo y nombró Secretario de Guerra al feroz Victoriano Huerta en octubre de 1912, a pesar de que las pruebas fehacientes de su bajeza podían apilarse por metros. En medio de una gran conspiración, derrocar al Presidente no sería aventura imposible para generales porfiristas de la talla del “hábil, inteligente, activo y autoritario” exgobernador de Nuevo León Bernardo Reyes, así como del propio Félix Díaz y Manuel Mondragón. El 8 de febrero, de esta manera, dio comienzo la Decena Trágica que, en su fase armada, concluiría el 18.
Domínguez estaba al tanto de las presiones que obligaron a Madero a decidir al ritmo de los sucesos. Sustituir al herido Lauro Villar en la defensa del Estado nada menos que con Huerta quien, encima de borracho, ni siquiera era buen militar, selló su derrota y su vida. Al ser ametrallado a las puertas del Palacio Nacional el día 9, el cuerpo de Bernardo Reyes –padre de don Alfonso-, fue llevado ante Madero como si fuera trofeo. Félix Díaz se apresuró entonces, desde La Ciudadela, a tomar el Palacio Nacional. Apresó a Madero y siguieron los subterfugios entre Díaz y Huerta, favorecidos por la ingenua creencia de Madero de que, con su dimisión forzada el día 19, lograría su libertad y salvaría su vida y la de su gabinete: nada más falso.
En tanto y los ahora aliados Huerta y Díaz celebraban ese mismo día el “Pacto de la Embajada” con Henry Lane Wilson, los diputados aceptaban en sesión nocturna la renuncia de Madero. El secretario de Relaciones Exteriores, Pedro Lascurain, ocupó la presidencia “según lo establecía la Ley”. En los 45 minutos que duró su mandato, nombró a Huerta Ministro de Gobernación e inmediatamente después declinó el cargo. En cuestión de segundos y avalado por el embajador norteamericano, presente en todo el proceso, el militar prestó el juramento de rigor ante los diputados. De esta manera, “legalmente” se convirtió en ”presidente provisional”, con Mondragón como Secretario de Guerra. Allí se anunció, por mero formalismo, que Díaz lanzaría su candidatura a la Presidencia, en cuanto se convocara a elecciones. La jugada golpista consumaría sin embargo su triunfo el 23 de febrero. Madero y Pino Suárez fueron sacados de la intendencia de Palacio la noche anterior y llevados a un costado de la Penitenciaría, donde fueron asesinados, como sería de esperar.
Lejos de pacificar al país y adueñado del poder absoluto, Huerta agravó los conflictos y dividió a discrepantes, alzados y seguidores. Por brutales que fueran sus métodos “militares”, nada pudo hacer contra el avance de sus mayores detractores armados: al Sur, los zapatistas; y, al Norte, nada menos que Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, y José María Maytorena, gobernador de Sonora, quienes iniciaron la Revolución Constitucionalista. Como senador, Domínguez se armó de adjetivos, esgrimió su índice acusador y, sin que le temblara el pulso, preparó el histórico discurso del 23 de septiembre. Como se sabe, no pudo ser leído en el Senado porque el presidente de la Asamblea lo consideró subversivo. De boca a boca y mediante volantes se supo que Domínguez conminó otra vez a sus colegisladores a deponer al usurpador “porque el pueblo mexicano no se puede resignar a tener por Presidente de la República a Victoriano Huerta…”, “los legisladores tenían que actuar (…) aun con el peligro, y aun con la seguridad de perder la existencia.”
Con la previa desaparición de algunos diputados –como el también asesinado Serapio Rendón- y el estado de terror que se respiraba nadie, mucho menos Belisario Domínguez, bajo vigilancia policíaca permanente desde la primera vez que dio a conocer sus impugnaciones, podría ignorar que con sus palabras había firmado su sentencia de muerte. Y la respuesta del tirano no se hizo esperar: a las 11.30 de la noche del 7 de octubre del fatídico 1913 fue sacado del cuarto que ocupaba en el Hotel Jardín, situado en la esquina de Independencia y San Juan de Letrán, por tres agentes de la policía.
Cruda y cobardemente asesinado, su desaparición se prestó a tretas, encubrimientos del gobierno y desplazamientos de algunos legisladores que tuvieron que acceder a la presión de los chiapanecos para aclarar lo sucedido. El crimen provocó una ola de indignación que recayó en las sesiones turbulentas de la Cámara de los días 9 y 10 de ese mismo octubre, a cuyas resultas Victoriano Huerta ordenó disolver el Congreso y aprehender a los diputados. Paradójicamente, la muerte de Belisario Domínguez sería más efectiva que cualquiera otra acción para abatir su dictadura.
Sin que faltara la “comisión investigadora”, se fueron desvelando detalles del crimen: la orden de Huerta de detener y asesinar a Domínguez fue recibida por el inspector de policía Francisco Chávez. A su vez, éste encomendó la misión al teniente coronel Alberto Quiroz, jefe de gendarmería de a pie, y a Gabriel Huerta, jefe de las comisiones de seguridad, quienes se acompañaron de Gilberto Márquez, miembro de la policía reservada, y de José Hernández, apodado “Matarratas”. Que avisaran a su hijo que se había ido “con la reservada”, indicó el médico al portero al salir del hotel. Nadie pudo describir lo que siguió ni cual fue la ruta elegida para llegar al cementerio.
Conducido al panteón nuevo de Coyoacán fue brutalmente asesinado, enterrado semidesnudo o desnudo casi a flor de tierra y su cuerpo dejado en manos del sepulturero: único informante posterior de su ubicación. Ocho años después, en El Universal de 6 de octubre de 1921, se publicó una descripción de los hechos: que Gabriel Huerta permaneció en el coche, mientras los otros tres hombres caminaron con el senador hasta la puerta del camposanto. Hernández vaciló: no podía obedecer la orden de matar al senador. Márquez, entonces, le disparó por la espalda un tiro a la cabeza. Una vez que don Belisario cayó a tierra boca arriba, Hernández hizo otros dos disparos: uno le dio en la cara, el otro no dio en el blanco. Posteriormente sacaron el dinero que había en su ropa y la quemaron para eliminar vestigios. Con su propio dinero pagaron al sepulturero quien cavó lo mínimo para ocultar el cuerpo. Sin atestiguar el entierro, los asesinos dieron por cumplida “la comisión” y se retiraron.
Sus restos fueron exhumados diez meses después, el 13 de agosto de 1914, por órdenes del juez primero de instrucción, Rodríguez Aréchiga. Presenció la escena e identificó el cuerpo un nutrido grupo de chiapanecos. Posteriormente se le trasladó al Panteón Francés y se le rindieron honores. La historiadora Josefina Mac Gregor escribió que Herlinda Domínguez, hermana de don Belisario, obtuvo autorización para exhumarlo de nuevo. Que el 19 de mayo los retiró para trasladarlos, “se dice que en una maleta y de forma secreta, a Comitán, donde fue sepultado, como él quería, al lado de su familia”.
Al margen de que el Senado de la República otorge desde 1954 a “mexicanos distinguidos” la medalla “al mérito civil” que lleva su nombre, Belisario Domínguez fue un verdadero héroe, un humanista y un médico probo, cuya conmovedora biografía –inseparable de terribles acontecimientos nacionales cuyas consecuencias aún nos afectan-, debería ser conocida por todos los mexicanos.
Durante los agitados diecisiete meses que resistió en el poder, Huerta acumuló razones para quedar entre lo más bajo y detestable de la historia de México: la traición y sendos asesinatos de Madero y Pino Suárez, así como la “desaparición” de diputados. Tras la orden de disolver el Congreso, siguió la invasión “punitiva” del presidente Thomas Woodrow Wilson, emprendida con la ocupación militar de Veracruz en abril de 1914, que remató su despotismo con acciones internacionales.
Al margen de que el Senado de la República otorgue desde 1954 a “mexicanos distinguidos” la medalla “al mérito civil” que lleva su nombre, Belisario Domínguez fue un verdadero héroe, un humanista y un médico probo, cuya conmovedora biografía –inseparable de terribles acontecimientos nacionales cuyas consecuencias aún nos afectan-, debería ser conocida por todos los mexicanos.