Carlos Fuentes: el demonio de la prisa
La velocidad fue su infierno, condena encenizada de su voz. Atraído por los esperpentos de Valle Inclán, cedió al espejismo grotesco y al vocerío sarcástico. Sin embargo, su mundo se pobló con caracteres y situaciones sobreactuados y, en ocasiones, fuera de foco. A color o en blanco y negro, eligió un lenguaje delirante, correlativo a su claro deseo de satirizar lo que odiaba y amaba en iguales dosis. Persiguió todo, desde el vacío hasta la plenitud; el saber y el no saber; el ser y el no ser; el poder, la vulgaridad, la violencia, la bufonada... Todo, menos la suavidad, el silencio y la pausa, tan caros por ejemplo a Rulfo, a quien sin duda admiró. Cifrada por una prisa ruda, cercana a la ansiedad, su obra creció en solitario en la tradición literaria mexicana. Hasta donde sabemos, nadie ha trazado semejante espiral de máscaras y aliños, engaños, desengaños y enigmas que pretenden desvelar el rostro bárbaro de una burguesía fechada a partir del alemanismo, sin asidero histórico ni verdadera presencia social.
Amante del cine, lector avezado, Carlos Fuentes utilizó acercamientos, representaciones de conjunto y disolvencias, como si manejara una cámara. Tales recursos, curiosamente, no lo condujeron a depurar contrastes, salvo en el magistral ejemplo de Aura (1962), su obra maestra. Si bien sus ficciones transcurren en las décadas como ríos vertiginosos, el pasado, el muralismo y la sombra tanto de Frida Khalo como de Artemio Cruz peregrinan por Los años con Laura Díaz (1999) en pos de su eternamente buscada, aunque no lograda, “novela total”. Discurrió un modelo exagerado de inteligencia perversa para tipificar al avezado y cabrón chapucero del siglo XX mexicano que no excluye al sindicalista ni al político, al militar, al trepador ni al entreguista. Es el fantoche masculino que se reinventa, nace y des-nace con la figuración onírica; luego se destruye con desprecio criollo y, como diría Alejo Carpentier de su Henri Christophe: "renace de sus cenizas" para adaptarse a los acomodos del sistema. Correlativo al estereotipo del mexicano divulgado por las películas de los años cincuenta, introdujo en las letras el modelo del nuevo rico y el macho urbano, ambos irremisiblemente tramposos y caricaturizados por la mentalidad norteamericana, ahora tipificado con el Bad hombre de Donald Trump.
Urgido de liderar el salto de la narrativa latinoamericana que encumbraría a los autores del Boom, desde sus primeras publicaciones estableció los imperativos de su estética: profanar, denunciar, arrancar la máscara de la hipocresía, zaherir… Quizá su anhelado "nuevo lenguaje", fundado en el escarnio, comenzó a prefigurarse con las disertaciones de Rodolfo Usigli sobre el machismo, contenidas en el Epílogo de El gesticulador. Profanación y modo de exhibir al mexicano con desdén deben al ascenso de “lo mexicano” y en particular al análisis de Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México, los principales hallazgos que, además, sustentarían las tesis de El laberinto de la soledad. Temas innovadores como el síndrome de la derrota, los juegos con la muerte, devociones exacerbadas y la falta de identidad de los vencidos fueron integrando un vocabulario indispensable para descifrar lo que, en voz de Octavio Paz primero y después asimilado por Fuentes, sería en toda su plenitud El hijo de la Malinche o, mejor aún, El hijo de la Chingada. De ahí que antes de ascender a las letras y prefigurar perfiles y personajes, las reflexiones sobre nuestra compleja caracterología revolucionarían los modos de ver, aproximarse y entender esta cultura durante varias generaciones.
Más que “nuevo”, por consiguiente, el estilo de Fuentes fue una respuesta a la exploración circunstancial del mexicano que cifró con furor el rumbo de las artes y el pensamiento desde los días del muralismo hasta los años sesenta. Privaba en torno del medio siglo un estado de ánimo que, al parecer, coincidió con su historia y su temperamento. Es cierto que su sustancia narrativa se concentró en la confesa necesidad de zaherir e incurrir en burletas degradantes mediante expresiones ingeniosas y tocadas por la velocidad; pero, además, este singular escritor estuvo dotado con una suerte de brújula para leer los vientos propicios, peculiaridad que se confirma en el rumbo elegido de cada una de sus novelas. Así, decisivo para él desde La muerte de Artemio Cruz, El laberinto de la soledad, publicado en 1950, arrojaría claves de lo que, definitorio para los mexicanos, también se ajustó con facilidad al estilo de Fuentes:
Toda la angustiosa tensión que nos habita se expresa en una frase que nos viene a la boca cuando la cólera, la alegría y el entusiasmo nos llevan a exaltar nuestra condición de mexicanos: -Viva México, hijos de la chingada!... la acción corrosiva y difamante implícita en el verbo que les da su nombre.
La verdadera protagonista en la narrativa de Fuentes es la palabra, la voz mutante que se enreda y tuerce como si fuera caracol. Ni Aura/Consuelo, Regina o la desigual Laura Díaz, con ser los personajes femeninos mejor logrados respecto de la idea del tiempo o de la pasión, pueden desprenderse de esta vorágine de signos, de la dualidad geométrica que se desdobla a sí misma una y otra veces hasta confirmar su no-identidad o su fondo móvil: único elemento que perdura y que a sí mismo se va modificando. La palabra y no el sujeto que la emite es, desde La muerte de Artemio Cruz y quizá con claridad en la personalidad de Ixca Cienfuegos, clave de una espiral de dinamismo infatigable que envuelve, disfraza, enmascara, asciende y serpentea hasta impregnar su signo bífido en el rostro mexicano:
Tú la pronunciarás: es tu palabra: y tu palabra es la mía; palabra de honor: palabra de hombre: palabra de rueda: palabra de molino: imprecación, propósito, saludo, proyecto de vida, filiación recuerdo, voz de los desesperados, liberación de los pobres, orden de los poderosos, invitación a la riña y al trabajo, epígrafe del amor, signo de nacimiento, amenaza y burla, verbo testigo, compañero de la fiesta y de la borrachera, espada del valor, trono de la fuerza, colmillo de la marrullería, blasón de la raza, salvavida de los límites, resumen de la historia: santo y seña de México: tu palabra:
-Chingue a su madre
-Hijo de la chingada...
"...Hijos de la palabra. Nacidos de la Chingada..." Mundo de imprecación, universo ambiguo donde la palabra del vencido se transforma en "trono de la fuerza", aunque el vocabulario real del mexicano común, pobre como es y ha sido en sustantivos, apenas sobrepase un centenar de voces. Voces que no sólo se repiten con acepciones distintas, sino que transmutan en neologismos aplicables a las más contrastantes situaciones. Con desasosiego angustioso y siempre abrumador, el suyo es un incesante peregrinar del verbo-espejismo en pos de la voz real, de la sustancia equivalente a la difusa identidad. Su narrativa es caja de Pandora donde aparece de todo en el más intrincado desorden: la evocación sugerente, el enredo desmitificador, la caverna onírica, una dualidad sucesiva y multiplicadora, la foto fija, la película accidentada y sobre todo su predilección por el escarnio, por la rasgadura de la piel, por un Cambio de piel que deje al desnudo, sin resguardo, lo que él mismo estereotipó como impostura: la índole reptante –serpentina- del mexicano, su mexicano.
El antiesperpento de Fuentes, no obstante su simpatía por los efectos ópticos del reflejo desfigurado, no gesticulan con naturalidad ni se representan conforme a cierta lógica, como en el caso de Valle Inclán. Entre los imperativos de su estética deslindó, en sentido estricto, una línea de correspondencia entre la tendencia vasconceliana a esgrimir la espada del ángel exterminador y la vitalidad plural de una cultura que, a pesar de sus limitaciones lingüísticas, burló su capacidad interpretativa. Lejos de estereotiparse, la que mal podríamos unificar como mexicanidad es profundamente diversa, plural, desconcertante y colorida.
De modo similar a la dualidad que separa al ensayista del narrador, dos Fuentes hiperdinámicos se desarrollaron con su auscultación del “mundo de la vida”: uno es el que, escritor mexicano, accedió a lo universal mediante el instrumento del idioma para recrear la conducta o las zonas oscuras de la existencia. Éste es el que se vislumbra en pasajes memorables de La muerte de Artemio Cruz, Aura y fragmentos de Constancia y otras novelas para vírgenes. Se trata, como queda en claro en la hermosa novela corta Viva mi fama, del artífice de sueños, inventor de intrincados laberintos que desde el absurdo vigila el rigor de la prosa en función de una fidelidad a su propia sentencia: "El arte propone un enigma, pero la solución del enigma es otro enigma".
El otro Fuentes perduró entre efectos de una inacabada pesadilla que comenzó durante sus años de estudiante en Washington. Es al que, como “fantasía cruel”, los estadunidenses le enrostraron el estereotipo vejatorio del mexicano: tramposo, indolente, incapaz de abstraer, patibulario y bárbaro, más que primitivo. Como en su oportunidad le ocurriera también a Paz durante su residencia infantil en las escuelas norteamericanas, Carlos sufrió a diario el estigma del prejuicio: pre-definición determinista de México y los mexicanos que aguzó su temple competitivo y, según afirmaciones autobiográficas, también moldeó su “disciplina calvinista”, de la que dejó sobrada constancia. Entre el nacionalismo de su padre, diplomático a la sazón, la saludable influencia intelectual de Alfonso Reyes y la desafiante presión de una sociedad gringa en donde "las cosas funcionaban" y los horarios eran tan sagrados como el rendimiento productivo, Fuentes forjó una poderosa individualidad egocentrista no desprovista de ambigüedades. Así, cuando domina la vertiente de su enseñanza en lengua inglesa, brota el Fuentes hollywoodesco, ángel exterminador de bárbaros e irredentos que "no lo merecen" (“aquí nos tocó. Ni modo”). Como José Vasconcelos, su capacidad creadora, su talento y su visión del mundo estuvieron por encima de esta índole brutal que constituye el mundo del novelista. Tal es el hombre que describe, desde sus primeras novelas, al México vencido que, según él, divaga por la historia en una sucesión de fracasos, desmemoriado y tan perverso que no deja de partir de un folklorismo excesivo tal vez para remarcar, con la bribonería indispensable, el complemento del importamadrismo que colma las figuraciones comunes en torno de nuestro complejísimo y aún inabarcable talante.
Cuando, por el contrario, como ensayista emplea la herramienta del lenguaje como escritor sin prejuicios determinantes ni procacidad deliberada, el resultado es uno mismo: su acceso a lo universal mediante el poder esclarecedor de la palabra; es decir, reconocida su pertenencia a una cultura, marginado del conflicto íntimo que ésta le provoca, puede explorar “el mundo de la vida” como lo que realmente es: diversidad de conductas y no estereotipos forzados para nutrir sus ficciones. Quizá por eso Aura y Viva mi fama, por su unidad armónica, crean un estilo de ruptura consigo mismo, una distancia radical del Fuentes constructor de supuestas desmitificaciones revolucionarias que, a fin de cuentas, no dejan de ser tentativas jactanciosas. En estas novelas cortas, de manera sostenida, él sí conservó su fidelidad al poder creador de la palabra en vez de incurrir en su habitual afán de representar signos prefabricados y, por lo tanto, tediosos y poco convincentes.
(Fragmento de “Carlos Fuentes”, en mi libro inédito Voces de su tiempo).