Con las manecillas al revés
Rondaba esa edad cuando leí Aden Arabia y durante un período más agitado que largo me dio por repetir con Paul Nizan: “Tenía veinte años. No dejaré que nadie diga que es la edad más bella de la vida…” A salto de buscar respuestas, leer como si se me fuera la vida en ello y explorar lo inexplorado con la certeza de que el futuro anhelado era posible, volví a México para atestiguar que el entorno que me interesaba era un campo de batalla: se lanzaban dogmas como dardos. En la “República de las letras”, presidida por Paz, campeaban los odios y los apodos entre colegas que de antemano se negaban a serlo. El poder era El Poder, como ahora: imposible escapar de su omnipresencia. El nepotismo, el tráfico de influencias, el acoso sexual, la retórica triunfalista, la inseguridad y un torneo casi risible de “cráneos privilegiados” eran el pan cotidiano en el régimen de alianzas y componendas que no dejaba rincón sin tocar.
De cuanto se podría suponer, lo que menos imaginaban los avezados era que el modo personal de gobernar alcanzaría para peor el siglo XXI. Los alegatos dizque en favor de la democracia apenas afectaban la superficie y cobraban un frágil sentido las diferencias entre éste o aquél partido porque todos, extraídos del mismo cazo, alardeaban más cuanta menor su valía y su responsabilidad moral y política.
El aprendizaje “por las malas” me empujaba hacia la madurez a la velocidad de la luz. Rico en cuestiones retrógradas, el medio era como los mentores decimonónicos que pregonaban, regla en mano, “la letra con sangre entra”. En contraste con las libertades y derechos conquistados por nuestros coetáneos en países avanzados, mi generación tuvo que aceptar que aquí, en tierra tan yerma, violenta e inclinada a adorar fantoches, se juntan paradójicamente el pasado agreste y las promesas redentoras. En un presente regido por el movimiento alrevesado de los relojes, una sola es la realidad que se niega a desaparecer: el mandamás en turno, congruente con el prejuicio de ser el elegido de los dioses y en consecuencia estar por encima de los demás, dicta su Ley y nadie le rechista.
Salvo una o dos protegidas/bendecidas indistintamente por Fernando Benítez o por el propio Paz, entonces solo dos mujeres -y de ellas una, con ventaja sobre la otra- merecían si no ser exactamente reconocidas como escritoras al nivel de los sabios y muy distinguidos varones, al menos ser vistas y aplaudidas en los exclusivos clubes “de elogios mutuos” que cerraban filas en corrillos, revistas, editoriales y suplementos culturales. Los patriarcas administraban recomendaciones empezando por las academias y el reparto discrecional de distinciones. Las demás, sin distingo de edad, talento, obra o condición intelectual iban por el eternamente surrealista paisaje mexicano con sus paginitas en mano y el casco de la invisibilidad bien atornillado en la testa. Ya se sabía que la mujer solo era vista si la luz masculina la iluminaba. Y a veces, ni así.
Mientras que el resto del mundo se cansaba de la tediosa manera de vivir y entender dos ideologías dominantes, las muy confrontadas entre sí e invariablemente cerradas izquierdas mexicanas seguían culpando de su desgracia a los Estados Unidos en general y a Masiosare (el extraño enemigo consignado en el himno) en particular. Año tras año, mientras que con uñas y dientes el pasado se resistía a desaparecer, la fama de Castro y su epopeya revolucionaria se desgastaban a la manera de “Un señor muy viejo con alas enormes” que, según el cuento de García Márquez, al caer del cielo atrajo la atención de propios y extraños hasta que los curiosos que pagaban por verlo se dieron cuenta de que se requiere algo más que un par de alas para mantenerse como espectáculo. Así que enjaulado, sucio, hambriento, cada vez más decrépito e incapaz de atraer a nadie, al viejo alado se le fue metiendo la muerte al cuerpo sin que alma alguna se diera cuenta de que, olvidado, de él solo quedaban algunas plumas inmundas.
Con el cambio de milenio y del siglo comenzó a citarse el ahora cual triunfo del futurismo. Fiel al síndrome de la derrota de nuestro mestizaje, el ayer se aferró a los aspiracionistas a gobernar. Ante la multitud de esperpentos y mascaradas que impúdicamente se ostentaban como trofeos, de golpe entendí a Valle Inclán, salvo que ingenuamente supuse que las clases medias acabarían con el primitivismo de nuestros mayores.
No solo no sería así sino que uno tras otro hasta alcanzar el cénit de la devastación, las clases medias se fueron adelgazando por consigna, por capricho y suma de yerros. Era como si las torpezas al gobernar trataran de demostrar cuán equivocados estaban Weber, Bevlen o inclusive los más cercanos Marcuse, Martin Jay, Bauman y etcéteras en activo. Una cosa es inequívoca: avanzada o tradicional, cualquier teoría sociológica carece de sentido en la realidad local porque donde impera el yo del ungido carecen de significación las instituciones, las teorías y la razón.
Quién habría de creer que, décadas después de haber abierto los ojos leyendo a Nizan, añoraría la “República de las letras”, “el compromiso social de la Revolución”, la voz cancaneante de Paz, a quien no me canso de releer, la ingenua creencia en la sicología del esfuerzo y la superación personal… Veíamos infernal aquel México sin sospechar que nos aguardaba el mando de una dizque izquierda que, para no mirarse en el espejo del viejo alado, estira la lengua para encumbrar la sin razón, la arbitrariedad, el odio y la destrucción de los de por sí débiles sedimentos culturales e institucionales que nos sostenían. Azorados, los otrora creyentes en la democracia -en las libertades y los derechos- ya no podemos seguir contando feminicidios, asesinatos impunes, el empoderamiento del narco poder, el empobrecimiento del país, la destrucción de los recursos naturales…
Con terror veo cómo avanzan las manecillas hacia atrás aquí, donde lo único real es la angustia de los más.
¿Qué nos pasó a los que tuvimos veinte años y creímos que construiríamos una vida mejor, si no más feliz que la de Nizan, al menos más digna de la que nos tocó?