Crónica del cambio, 4
El rigor puritano de la Guerra Fría calentó el ánimo de los boomers. Según la ley de Newton que indica que a toda acción hay una reacción de igual intensidad pero en sentido contrario, el rock aceleró el ritmo de un baile contestatario y de tal modo masivo que no hubo FBI ni poder represor como el de Edgar Hoover que contuvieran un hartazgo comandado por los jóvenes. Sindicatos, universidades, miembros de organizaciones del Tercer Mundo, intelectuales, artistas… El grito colectivo estremeció los Estados Unidos y, como onda expansiva, Occidente participó de una rebelión que activó la hora de los ismos: hippismo, tercermundismo, anticolonialismo, antirracismo, pacifismo, antiimperialismo, anticapitalismo. Si cada vertiente sacudió el “orden” y el bienestar asegurado de los tax payers, tanto al formidable activismo de los negros como al feminismo correspondió agitarlos desde sus cimientos.
Demasiadas emociones para una década. Los derechos civiles eran el tema y se acomodaban a medida. En tanto y Martin Luther King atizaba su capítulo aparte, Susan Sontag, fiel a su natural contestario y enemiga de etiquetas que pusieran en duda su talento y presencia social de excepción, respondió “que cada generación produce unas pocas mujeres geniales (…) caracterizadas por su energía, voluntad y valor ‘masculinos’”. Orgullosa de pertenecer a “esa banda de primera categoría”, frecuentada asímismo por minoría de hombres, enfrentó con altivez el calificativo de soberbia con que intentaron desacreditarla. Que nunca había sacrificado su mente a ninguna idea trivial porque desde pequeña supo que el conocimiento era su razón de vivir. Ávida de entender y abarcarlo todo, consideró que la rebeldía femenina era una de las primeras etapas de agitación de un periodo que se juzgaría como irrepetiblemente vital y decisivo, especialmente por las transgresiones artísticas y las osadías civiles que anticiparon un cambio real de la cultura y la sociedad.
Precoz, intimidaba por su extraordinario físico y las lecturas acumuladas desde su infancia. Fue un carácter, no obstante requerir cariño con desesperación. Aceptarse distinta fue el primer paso hacia la libertad, aunque su vida difícil la hizo guerrera. Irreverente, buscó el amor aun en la bisexualidad y fue pareja de la fotógrafa Annie Leivobitz unas tres décadas. Nada apagó su capacidad de seducir. Que solo pensaba en las causas justas y escribir bien era la mejor revancha contra sus detractores. Puso en evidencia a las instituciones intelectuales dominadas por los que pretendieron ridiculizar su originalidad, autonomía y potencia crítica. Adelantada hasta el final y sin duda una de las escritoras más brillantes del pasado siglo, supo deslindar lo fundamental de lo secundario en la batalla por la equidad. Enemiga de lugares comunes, marcó un hito con su obra, sus juicios “temerarios” y su vida agitada. Defendió el compromiso que entraña “la pena y la rabia de una mujer” obligada por su entorno a asumir papeles que, además de calificarla por debajo de sus capacidades, fomentan clichés estéticos, políticos, eróticos y sociales que constriñen su naturaleza.
Con más claridad que la mayoría de sus coetáneas –feministas o no-, Sontag se aferró a la razón para romper la tendencia “esencialmente reaccionaria” de las demandas reformistas que estrechan, limitándolas, las energías militantes. El cáncer de mama que la aquejó en plena madurez la llevó a desarrollar un hasta entonces inexplorado sentimiento compasivo que no apagó su furor. La enfermedad, complicada años después con la leucemia mielógena que le causó la muerte en diciembre de 2004, a los 71 años de edad, suavizó su espíritu, aunque radicalizó sus posturas inclusive contra la política exterior estadunidense. Hasta el dolor que padecía encumbraba su originalidad como pensadora.
Probó y se probó en el periodismo y en casi todos los géneros literarios. Aun en su breve tránsito como guionista y directora de cine, ejerció la denuncia como extensión del pensamiento “abierto a todo”. Nunca apartó su mirada del arte ni declinó su interés por la arquitectura y la fotografía. Cuando a principios de los setenta encontró en la Cuernavaca del CIDOC un semillero de ideas y propuestas estéticas presidido por su amigo Ivan Illich, públicamente se refirió, alarmada, a la violencia de México y los mexicanos “imprudente”, la llamaron por criticar a este país al que quizá solo viajaba para estar en aquel Centro de excepción, iluminado por un puñado de inteligencias de excepción que, por supuesto, no tardaron en ser acosadas.
Desde la publicación, en 1966, de los ensayos reunidos en Contra la interpretación, hizo suya una antigua batalla contra la hipocresía, la superficialidad y la indiferencia éticas y estéticas. Se desmarcó de escritoras reconocidas como Mary McCarthy y Hannah Arendt para concentrarse, con su enorme cultura, en asuntos aún polémicos como el de desmontar las mentiras que por simpatías ideológicas, repiten escritores que deberían comprometerse con la sinceridad. En tal sentido, tampoco dudó en criticar “la doble moral” de García Márquez por encubrir los asesinatos y callar frente a las persecusiones y atrocidades cometidas en Cuba. Exhibió las trampas del comunismo, a pesar de declararse de izquierdas, lo que la situó en una línea reflexiva a favor de las utopías libertarias, antibelicistas y fundadas en su certeza de que “interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados.” Sus tesis polémicas, indivisas de la libertad sexual, y aplicables a la descomposición actual del orden mundial, no solo la mantienen a la vanguardia de la crítica, sino que hubieran colmado las aspiraciones tanto de su admirada Simone de Beauvoir como de una nostálgica de la racionalidad femenina, como fuera la suicida y de alma quebradiza Virginia Woolf.
Precisamente sería Virginia quien en los años veinte, cuando posó su mirada sobre la presencia de las mujeres en la literatura, afirmó que era comprensible que la ficción fuera una de las primeras profesiones femeninas. Que les bastaba hacerse de papel y tinta para vaciar emociones y sentirse ellas mismas, sin dejar de ser el “Ángel de la Casa”: estereotipo victoriano de la mujer comprensiva, sacrificada, encantadora, carente de egoísmo y formada para adherirse a la opinión y al deseo de los demás. Enemiga de este tipo enajenado y enajenante, en Tres guineas -espléndido alegato contra los prejuicios que marginaban a la mujer de los privilegios del saber y de la autonomía en todos aspectos-, reivindicó su derecho a participar de un mundo racional, pacífico y en total equidad entre los géneros.
Virginia guió su pluma hacia el ejercicio crítico para descubrir primero en colaboraciones periódicas y posteriormente en la novela, el ensayo y la escritura de su diario, que solo la independencia económica libera a la mujer. Mediante el ensayo o con tramas y personajes espléndidos recreó la Inglaterra ultraconservadora que tanto padeció: un medio contrario al símbolo creador y “poético” del “cuarto propio”, donde cualquier escritora pudiera aislarse de sus tareas familiares. Sus aspiraciones reflejan el carácter de su época: consumar su independencia como mujer pensante y ajena a las presiones de la sociedad, la religión y las cuestiones financieras que limitan el pensamiento era, entonces, requisito para conquistar palabras y significados que la historia le había negado a las mujeres.
Modelos diferentes de intelectuales comprometidas con el feminismo, Simone de Beauvoir, Sontag y Woolf, sin desdoro de menos conocidas por la mayoría como las admirables Edith Stein o Simone Veil, continúan ejerciendo una gran influencia en la ya numerosa participación femenina en las letras. Las tres consideraron que el ensayo es el género maestro, corona o “sinfonía” de las letras, aunque Beauvoir, como sabemos, careció de talento literario. Y es que, sobre la ficción, la obra ensayística exige una gran cultura, imaginación, claridad, destreza con las palabras y juicio crítico. Si bien son pocos los grandes ensayistas, entre mujeres sigue siendo rareza, pero las que en verdad lo son, no pasan inadvertidas: de ahí que las consideren amenazantes.
Otra vertiente de la denuncia, no menos escandalosa, sería encabezada por Erica Jong al publicar, en 1972, Miedo de volar: obra incómoda, si las hubo, sobre fantasías sexuales de mujeres nacidas en la década de los cuarenta. Primera versión femenina del orgasmo, del placer y de cuanto solo era descrito e interpretado por hombres, Erica arrancó el velo de todas las prohibiciones. Con el agregado del humor, la ironía y no pocas revelaciones en boca de Isadora, personaje que trascendió las froneras de la ficción para burlarse inclusive de la impotencia masculina, Jong realizó un retrato no solamente del pensamiento femenino, sino de la mujer amante y amadora que, desde su perspectiva, retrata los prejuicios masculinos.
Vida sexual en libertad –sin temor al embarazo- y estallido de la inteligencia educada serían, por consiguiente, ejes de la mujer independiente. Es esa mujer abierta que dota de un nuevo sentido a sus atributos. Es, pues, la que por vez primera en la historia, se arroja a la difícil tarea de decir la verdad, conquistar su propio espacio y establecer la individualidad que le fuera negada desde la noche de los tiempos. Vista desde cualquier perspectiva, la propuesta feminista compromete a hombres y mujeres en idénticos términos. De suyo implica otra forma más racional y libre de ser, pensar, actuar y relacionarse. Como bien entiende el que sabe leer más allá de lo aparente, se trata de respetar las diferencias, dignificar la existencia y, a fin de cuentas si se pudiera, de vivir en armonía.