Crónica del cambio, 5 En el mismo barco
Unas generaciones se atribuyen el derecho de destruir el mundo; otras se creen consagradas a rehacerlo; unas más lo viven como si desearan devorarlo a grandes trozos; las hay que se creen inmortales y las menos nacen, crecen y mueren asimiladas al pulso de sus días. Mientras que la memoria de las hiperdinámicas abultan la historia por sus luces y sombras, ningún registro quedó de las que no causaron situaciones atroces ni grandes hazañas. Sus aspiraciones fueron modestas, por lo que no protagonizaron conquistas para recordarse. Las letras ni siquiera repararon en ellas y por no suscitar conflictos ni atreverse con andanzas que las hicieran acreedoras de un apartado en los diccionarios enciclopédicos, se fueron como llegaron: entre la agitación de “los otros”, cuya sinrazón los hace sentirse capaces de alterar las leyes del universo o, de menos, gobernar el destino de los demás.
Con más o con menos, nos tocó anteponer el valor del dinero a la vida misma. Esta peculiaridad que estalló con fuerza durante el siglo XXI nos metió a todos en el mismo barco. Antes de reparar en la agresividad del oleaje nos dimos cuenta de que había una primera clase privilegiada y una inmensa galera, temible, para la muchedumbre condenada a padecer los vaivenes de un rumbo equivocado. No hubo elección, tampoco opciones ni cómo sustraerse a las carencias que estrecharon, devaluándolo, al hombre/masa: una figura apenas anunciada en el ayer inmediato, cuando el apetito de los leones capitalistas se saciaba con las codiciadas ganancias de la plusvalía, después convertida en banquete imperial para los escasos convidados al reparto del mundo, responsables del rigor excluyente del determinismo global.
La única democracia lograda por las generaciones más cómodas y mejor formadas de la historia ha sido la que igualó hacia abajo a las mayorías. Abatido el ideal de “bienestar” de los predicadores de la economía y el pensamiento modernos, apareció el paliativo de los derechos humanos para alimentar la fantasía de una justicia inexistente. Ningún filósofo antiguo o reciente discurrió un término adecuado para definir esta forma de dominio monetarista que, para imponerse, “adelgazó” al Estado, “abultó” el ejército de “condenados de la tierra”, se echó a saco sobre los bienes no renovables y multiplicó las urnas como una forma de atraer a los que nada eligen ni pueden modificar su desgracia. El imperio de la especulación marginó además la obra de la cultura, acaparó a discreción alimentos, salud, vivienda y oportunidades educativas y, sobre toneladas de basura, encumbró al mercado como el nuevo dios del consumo sin sentido, sin gloria y sin redención.
Nadie puede desinteresarse de los problemas que afectan al planeta, a los seres vivos y al legado de los muertos que, si acaso, se pondera para atraer al turismo. A diferencia del ayer, hoy se gasta más en elementos represivos que en el cuidado de las personas. En vez de subsanar daños brutales en pueblos largamente despojados y abandonados, los países enriquecidos a su costa no hayan el modo de contener fuera de sus fronteras a cientos de miles de migrantes indocumentados y hambrientos que llegan en pateras, a pie o como puedan a perturbar el apreciado orden de sus urbes y paisajes impecables. Para la civilización enarbolada por la modernidad resulta peligrosa la invasión descontrolada de los desheredados de su tierra y del derecho. Estupefactos por no decir horrorizados, gringos y europeos contemplan el avance de un milenarismo cifrado por la sobrepoblación de los “sobrantes de humanidad”, en tanto y se agravan las muestras de intolerancia y fanatismo.
Mientras que la ONU emite llamados urgentes y propuestas desatendidas en lo esencial, se pierden las voces discrepantes en el alarido desesperado y desesperanzado de quienes, contra toda tentativa democrática, han quedado a la deriva, especialmente las mujeres por su condición vulnerable. Enajenados, supeditados al capricho de facciones y negocios lucrativos, los electores reciben dizque representantes políticos a cambio de su fe electorera. Antes hablaban los escritores –digamos que hasta las postrimerías del siglo XX-, y con limitaciones al menos eran escuchados o temidos por quienes gobernaban. En vez de divulgar ideas nos aturrullan los opinantes. Si unos cuantos se expresan, sus palabras se pierden entre la vorágine y el vocerío. Si por impotencia, frustración o desaliento callan no faltan reproches por haberse sumado al vacío que dejaron los intelectuales que alguna vez se decían o fueran comprometidos. No hay, pues, para dónde arrimarse. El ruido es lo que impera mientras el sentimiento de humanidad se deteriora bajo los efectos de un vértigo publicitario asfixiante.
En medio de tal barullo, el escritor que aún sostiene la fe en la racionalidad y en el poder vivificante del arte y el conocimiento no puede ni debe renunciar a la reflexión crítica, pues no hay otra vía para restituir el imperativo de la justicia. Ante este recurso necesario para realizar un deslinde entre lo fundamental y lo secundario las generaciones actuales están llamadas a examinar el desorden que no deja a nadie libre de padecer sus consecuencias, inclusive a los responsables de haberlo extremado hasta poner el dilema de cambiar y rectificar o resignarse al declive en picada.
Al margen de mis autores, acostumbro repasar dos libros que considero fundamentales para entender en primer término este milenarismo que estamos padeciendo y, como de paso, ver cómo sobrevive la cultura “entre el plomo y la espada”, a pesar de estar inmersos en la locura y bajo el ángel de la muerte. Si me tienta el pesimismo, si la daga del desaliento me amenaza, acudo a estas páginas para comprobar cómo retoña un sugestivo impulso de creatividad y supervivencia para reconciliarnos con los poderes sanadores de la belleza y el pensamiento. Esas obras, que con la Historia de Roma de Theodor Mommsen –un sabio que me enseñó que hay historiadores que merecen perdurar entre la gran literatura-, no solo me deslumbraron a mis veinte años de edad, sino que mantengo al alcance desde entonces en el amplio anaquel de mis imprescindibles al lado de Los creadores, una de las joyas de Daniel J. Boorstin que me hubiera fascinado escribir. En pos del Milenio de Norman Cohn y La decadencia de Occidente de Oswald Spengler me llevan aún de la mano en la ruta de las migraciones, durante las luchas por el poder, los ires y venires del absurdo y la humana estupidez y el asalto a los pueblos más indefensos.
Al escribir estas líneas pensé en Norman Cohn al figurarme las movilizaciones de los que emigran en pos de un sueño, mientras florecen profetas, sectas y nuevos templos que nada envidian al imponderable Joaquín de Fiore ni al montón de místicos, apóstatas, figuras mesiánicas, emisarios del Apocalipsis y cuanto representante de la escatología del fin de los tiempos floreció durante el riquísimo milenarismo medieval. Invasiones de tierras, desplazamientos masivos, coitos multitudinarios bajo la luz de la luna, hambre, saqueos, destrucción de obras de arte, construcciones invaluables, violaciones… Anarquistas y revolucionarios “iluminados” no faltaron, tampoco representantes del Libre Espíritu, admirablemente estudiado por Marguerite Porete, ni tampoco neoplatónicos, extremistas ni reformistas. En realidad, Europa y la idea de Europa brotó en medio de herejías, protestas, disidencias, seres privilegiados, Cruzadas, misterios, mitos, santos griales y locura y media que, a ojos de la sociología pura –incluida la indispensable de la religión-, compendian uno de los capítulos del descontento popular más próximo a la situación que estamos viviendo.
Una vez más, en conclusión, la lectura oportuna me saca del explicable estado de desaliento que surge al mantener los cinco sentidos en estado de alerta sobre la fealdad, la injusticia, la pobreza y la violencia que nos van poniendo contra la pared al grado de hacernos sentir impotentes, expuestos a los caprichos de los abusivos y vulnerables hasta creernos incapaces de luchar contra la inmoralidad agravada por la imbecilidad. Al caso también recuerdo la valiente revuelta de los comuneros de Segovia, durante el agitado siglo XVI español, que desafiaron al emperador Carlos I de España y V de Alemania al recordarle algo que deberíamos tomar en cuenta:
Todos somos más que uno, aunque uno pretenda ser más que todos.
Adenda: Agradezco sus generosos comentarios enviados por la vía del contacto. Ante tantas limitaciones editoriales estas son las respuestas que me hacen creer que vale la pena persistir, aunque en ocasiones me tiente el deseo de cerrar las páginas.