De esperpentos y tiranos, 1
Abultado y peculiar como el de pueblos africanos, hubo un tiempo en que gorilatos y tiranuelos crearon el mapa de la infamia latinoamericana y del Caribe. Su mezcla de perversidad, ignorancia y desmesura atrajo apasionadamente a los escritores de la “nueva novela”, así calificada por Carlos Fuentes. El estallido de biografías fabuladas ocurrió mucho antes de que el polaco Ryszard Kapuscinski publicara sus ficciones verdaderas. No que la mancuerna contrapunteada de Martín Luis Guzmán y el muy castizo don Ramón de Valle Inclán hubieran malogrado la esperpéntica realidad del poder absoluto, es que desde que Alejo Carpentier vislumbró, desde Haití, este insondable potencial literario, comenzó a germinar un semillero de personajes, historias y obras extraordinarias.
El reino de este mundo, novela publicada en 1964, fue hito entre el realismo social y el hallazgo de lo “real maravilloso”. Su trama ya daba cuenta del hombre trasmutado en ave que, décadas y locuras después, encarnaría el espíritu de Chávez en la percepción de Nicolás Maduro: última expresión, lograda a plenitud, del desfile de espantajos que desde las postrimerías de las independencias, ha sido prolijo en nuestras tierras.
Con un anecdotario sembrado de oropel y palacetes, cónyuges extraídas de la farándula, poderes heredados y sucesos que del Cono Sur a las Islas del mar Caribe han hecho de la prensa el más envidiable ficcionario, mal podríamos decir que el memorial del pasado supera en extravagancia a los coetáneos: Antonio López de Santa Anna organizó un funeral de Estado para enterrar su pierna perdida en “la Guerra de los pasteles”. Papa Doc, en el Haití que tanto inspirara a Alejo, hizo exterminar a todos los perros negros porque uno de sus enemigos se había convertido o trasmutado en uno de ellos. En El Salvador, Maximiliano Hernández Martínez ordenó matar a 30 mil campesinos. Hizo forrar con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. También inventó un péndulo para saber si los alimentos estaban envenenados. El famoso doctor Francia, del Paraguay –otro arquetipo de dictador extravagante-, ordenó que todo hombre mayor de 21 años debía casarse. El afrancesado Porfirio Díaz preguntaba cada mañana cuál era el clima en París para vestirse a tono en Ciudad de México…
Gabriel García Márquez estaba de trabajo en Caracas con Plinio Apuleyo, cuando observó que al abordar por una escalera de cuerda el avión en que se fugaba con su familia y ministros el dictador venezolano Pérez Jiménez, tenía la cara inflamada por una neuralgia. El apuro por irse de prisa lo hizo olvidar, al pie del avión, un maletín con once millones de dólares. Por creer que las bajezas de hoy se deben a la invención espontánea y no a una tradición casi sin rupturas, la ignorancia popular entorpece el entendimiento de lo que es y ha sido la historia del poder entre nosotros: un muladar entretejido de sangre, cursilería y una insondable estupidez personal y colectiva.
Baste decir que los episodios esperpénticos serían incontables, incluidos los no consignados de nuestros días, si realizáramos una antología del oprobio desde los días de las independencias. Veríamos el pasado con la divertida piedad con la que Malraux describió como un espectáculo carnavalesco su visita oficial a la Martinica. Aunque de todo ha habido en tan generosa viña, sería la imponente personalidad de Juan Vicente Gómez la que fascinó a Gabo al escribir El otoño del Patriarca: uno de los abundantes casos en que la realidad superaría con creces inclusive la fábula garcíamarquiana.
En los veintisiete años que mantuvo el poder en Venezuela, la personalidad opresora y autárquica de Juan Vicente Gómez quizá no fue indiferente al mexicano Plutarco Elías Calles, a quien se le atribuyó una genialidad política “ejemplar” por discurrir un sistema de poder personal, determinado por el control del Ejecutivo en la elección de su sucesor y correligionario. “Institucionalizó” la revolución y creó las bases pragmáticas, populistas y doctrinarias del que sería el Partido Revolucionario Institucional, mismo que, bajo nombres distintos, se mantendría en el poder durante siete décadas. Sin desdoro del legado de su antecesor y aliado, “el Caudillo” Álvaro Obregón eliminó detractores y cabecillas armados para asegurar “su buen gobierno”. A la par de Juan Vicente Gómez, Calles se valió de fachadas democráticas e institucionales para imponer gobernantes “títeres” durante los diez años en que actuó como “Jefe Máximo de la Revolución”.
El caudillismo de Gómez duró desde 1908 hasta su muerte, en 1935: nada de desdeñar en el recuento de atrocidades. Como el patriarca de García Márquez, gobernó a su antojo, sin la sombra de opositores. De origen rural, participó en expediciones militares y fue aclamado “Pacificador de Venezuela”. Adueñado del poder, tras muchas vicisitudes mantuvo el perfil de hacendado, guerrero y garante de la paz. Transformó a capricho la Constitución y se afamó por su nepotismo. Vivió solo, como el Patriarca; y, como él, atesoró una fortuna legendaria. Con dos parejas oficiales procreó quince hijos “legítimos”; pero a su reputación de cogedor infatigable le atribuyeron hasta 85 vástagos “ilegítimos”, muchos de los cuales fueron colocados en la administración pública. El venezolano, como sería de esperar en un mandatario de su talla y propio de la región, fue un macho entre los machos.
El otoño del patriarca, el más barroco de sus libros, es una voluta verbal imparable, que data de 1975. Delirante, como el modelo que lo inspiró, el personaje es un fiel producto de abusos y conflictos latinoamericanos. Es la exageración de una realidad hecha de excesos, inclusive en el imaginario popular. Hay que leerlo como un discurso sin respiro, una locura sin pausa y síntesis de todos los dictadores, “especialmente caribeños”. Aunque pertenece a una corriente que tentó especialmente a sus coetáneos, por sí misma la obra escapa a comparaciones y definiciones ociosas. Décadas después de su publicación, el monumental Chivo de Vargas Llosa sería, para la literatura y la historia, el asesino campeón de los violadores. Corona tardía de la tentación biográfica de los miembros del Boom, La fiesta del Chivo es un notable retrato del patético asesino dominicano Rafael Leónidas Trujillo, cuya ferocidad correspondería a otra generación de tiranos. Las novelas que precedieron a El otoño del patriarca anticiparon la traza del dominador absoluto que se entroniza en un paisaje de miseria, pero hay que reconocer que La fiesta del Chivo apareció en librerías en el año 2000, como una muestra inaugural de las letras del siglo XXI.
Consumado a plenitud por García Márquez, el primitivamente ridículo Patriarca no podría sustraerse del sello social, político y regional del siglo XX: un caudillo prácticamente analfabeto formado entre asonadas y luchas armadas. Salvo la singularidad del “culto” e histórico Doctor Francia, el Patriarca es el hombre común, profundamente ignorante y supersticioso, cuya fuerza procede de la debilidad agreste de los demás, sus gobernados. Prácticamente con nada consigue nutrir el vasallaje y el culto a su personalidad. Convertido en “ogro filantrópico”, prodiga castigos y recompensas como recurso infalible para asegurar su dominio. No obstante superado, el modelo siempre remitirá al esperpéntico y tropical Baltasar Banderas, creado por Valle Inclán en su memorable Tirano Banderas.
Por su parte, en El recurso del Método (1974), Carpentier haría gala de erudición al dar vida al déspota ilustrado que pudo haber leído a Rousseau y estudiado sendas revoluciones francesa y norteamericana, pero que no deja de ser un dictador de opereta a la hora de gobernar. Sobre sus aciertos literarios, el personaje quedaría ensombrecido por el reyezuelo negro y esencialmente bárbaro de El reino de este mundo (1964), cuya originalidad no tardó en cautivar a las jóvenes generaciones. Tampoco Yo, el Supremo (1974) de Augusto Roa Bastos, inspirado en Gaspar Rodríguez de Francia, “Padre de la nación paraguaya”, Bachiller Licenciado y maestro en filosofía, así como Bachiller Licenciado y Doctor en Sagrada Teología y “adicto a los vicios banales”, consiguió imponerse con los altos representantes de la “nueva novela”, no obstante sus aciertos y a pesar de que el Doctor Francia, aquí logrado con enorme eficacia, inspirara un semillero de ficciones.
Ante la profusión de tiranos y episodios esperpénticos que brotan empecinadamente de estas tierras templadas en iguales dosis por la fábula, la violencia y el dolor, cabe preguntarse si acaso la historia real sigue superando a la literatura. Y es que el Poder, en América Latina y el Caribe, trasciende la ferocidad de la tragedia griega: de ahí su patetismo magnético y la interrogante que suele quedar entre episodios que dan la impresión de permanecer inconclusos.
La desmesura distintiva de sucesos y protagonistas explica por qué del precursor Facundo (1845), del argentino Domingo Faustino Sarmiento, al Tirano Banderas (1926) del gallego creador de esperpentos Ramón del Valle Inclán; o de La sombra del Caudillo (1929) del mexicano Martín Luis Guzmán a un aburrido El señor Presidente (1946) del guatemalteco Miguel Ángel Asturias; y, más allá, del creador del Método de Alejo al Patriarca de García Márquez y del Supremo de Roa Bastos al Chivo de Vargas Llosa serían dictadores reales la simiente de la gran revolución literaria de Hispanoamérica. Sin duda son las novelas y no las obras de historia las que han desvelado al poder absoluto y la complicidad que lo legitima. Como los militares de El otoño... que “llegaban cargados de regalos magníficos para el único de nosotros que ha sabido comprendernos a todos”, el pueblo también se humillaba como ahora ante el tirano, el clero babeaba y los valientes se opacaban, hasta que se lo llevara la Muerte o el arma de algún fatigado. La gran aportación de novelistas como Valle Inclán, García Márquez, Alejo Carpentier, Roa Bastos o Vargas Llosa, ha sido tratar al Poder como lo que es: una desmesura tétrica.
(Continuará)