De Gutenberg al blog: Pasión por la palabra
El culto a la prensa, a las formas y a la impresión con tipos móviles ha perdurado, desde la genial invención de Gutenberg, en el siglo XV, como sagrario del espíritu renacentista. Representantes de la tipografía pura como el legendario Alberto Tallone, creador, en 1949, del Carattere Tallone, así como su maestro parisino en Châtenay-Malabry, Maurice Darantière, y su discípulo Jack W. Stauffacher, fundador, en 1969, de The Greenwood Press en San Francisco, destacan entre los altos ejemplos de amantes del libro, de la letra y la palabra, que elevaron a obras de arte la tipografía, el diseño, la imprenta y la publicación de libros notables, en pequeñas o medianas ediciones hechas a mano.
Desde hojas sueltas, cartas, plaquetas y diseños gráficos hasta libros de singular belleza, como Phaedrus a dialogue by Plato, en el que se ve tanto el silencio como la voz de Sócrates en las páginas de la derecha y de Phaedrus, en la izquierda, algunas composiciones experimentales con madera y metal del californiano Stauffacher, no solo están en las colecciones permanentes del Museo de Arte Moderno de San Francisco y de la Biblioteca de la Universidad de Stanford, sino que han sido acreedoras de varias distinciones internacionales.
Hay días en que, abrumada por la falta de sensibilidad que se ha incrementado de manera lastimosa en torno de la palabra y del libro, acudo a joyas tipográficas para recobrarme con muestras bellas del trabajo escritural. Desde la fabricación artesanal del papel hasta la selección de tipos, textos y cuanto se relaciona con la transparencia artística de la letra, incluidas fundas y camisas, la simplicidad refinada de algunos tipógrafos e impresores se equipara al contenido poético de obras que, como las de Dante, empezó a realizar Tallone, durante cinco años de aprendiz en el taller parisino de Darantière, en el Hôtel de Sagonne, un hermoso edificio del siglo XVII, diseñado por Mansart, el arquitecto de Versalles.
A su regreso a Italia, en 1957, Tallone abrió su atelier en la propiedad materna de Alpignano, cerca de Torino, donde publicó tres inéditos de su amigo y admirador, Pablo Neruda. Sus descendientes conservan el sitio, el oficio y principios clásicos de la tipografía que, sin renunciar a sus raíces culturales, encumbran las formas geométricas del alfabeto romano, su densidad y colorido, que espejean “los signos invisibles de la memoria”, que harían decir a Franco Maria Ricci que “sintetizan su comprensión mágica del pensamiento”, como señalara el también genial Stauffacher en su Homage to Alberto Tallone, 1898-1968: un testimonio publicado en Visible Language: V I Winter 1972, que releo como lección de calidad moral al reconocer un legado que, de menos, contribuyó a que el propio Jack encontrara en su oficio la fuente cotidiana de verdadera felicidad. Sus observaciones, por contraste, me recuerdan que no importa cuán mezquino nos parezca el medio ni hasta dónde se extienda el desprecio por la obra del espíritu, porque siempre ha habido y habrá espíritus superiores que se cruzan por nuestras vidas para llenarnos de beneficios.
A mi amigo Jack Stauffacher debo, precisamente, el amor que profeso por este oficio que congrega visión gráfica, proporción clásica en la formación y la elegancia indispensable para atraer a los lectores y bibliófilos más exigentes. Desde que lo conocí en su legendario taller de Broadway 300, en San Francisco, supe que estaba ante un hombre de atributos excepcionales. Concentrado en la elaboración para coleccionistas del Homage to Quevedo de José Luis Cuevas, observaba cada pliego recién sacado de la prensa y extendido por su orden en una larga mesa de trabajo. Lupa en mano, cubierto con delantal de impresor y las gafas en la punta de la nariz, al punto me introdujo con generosidad a su espacio consagrado. Me mostró tipos, cajas de impresión, planchas, tintas y papeles, cuya finura aterciopelada le hizo evocar los fabricados a mano en el Cartiere Enrico Magnani, en la toscana Pescia, que su maestro Tallone consideraba “aristocráticos”.
Al tiempo y por fotografías me daría cuenta de que su taller era muy parecido al de Tallone en Alpignano. Gradualmente descubriría numerosas afinidades entre ellos hasta confirmar, en su Homage to Tallone, que entre discípulo y maestro fluía el mismo aliento poético de las antiguas escuelas europeas de esta artesanía. Amigo de artistas, arquitectos, cineastas y poetas como Sam Francis o Kenneth Rexroth, a quienes conocí por él, Jack convirtió su Greenwood Press en catedral de la amistad y punto de reunión de inteligencias notables que, entre jóvenes y mayores, hacían creer que el conocimiento era un aire fresco traído desde la remota Grecia para iluminar el área de la Bahía. Si sus conversaciones eran excitantes mientras trabajaba con pasión contagiosa, al compartir el café o el vino con pequeños grupos, no ocultaba su alegría al enterarse de logros de los demás.
Con frecuencia extendía la cordialidad hasta su casa donde, con su familia y dos o tres invitados, entre los que me contaba, él mismo cocinaba pasta mientras presidía, al calor de la estufa, reuniones que todavía añoro como ejemplo de felicidad perfecta. A la fecha, con 94 años de edad, mantiene vivo el raro don de apreciar la naturaleza y al Hombre desde su raíz ética y estética. Quizá ya no se transporta en bicicleta ni recoge en el camino ramilletes de romero o lavanda, como me dicen que solía hacerlo hasta hace poco, sin que lo arredraran cuestas ni distancias, pero no dudo de que Jack seguirá encarnando el carácter renacentista que tanta falta hace en nuestra sociedad enferma.
La tecnología no ha eliminado el trabajo del impresor, solo modificó su expresión. Ni la mejor pantalla, sin embargo, trasmite el olor, la textura y la belleza del trabajo artesanal. Podemos escribir un blog con el mismo amor con que el lenguaje comunica significados en el papel. Sabemos que las palabras perviven en la espaciosa y no menos enigmática “nube”. Las reencontramos en la memoria de un USB e inclusive letra e imagen, con suerte y expuestas a sucesivas correcciones, van a sumarse a los depósitos de “servidores”, como Google o Yahoo. De ningún modo se pierde el placer del texto ni los lenguajes gráfico y escritural tienen por qué caer en el limbo de lo arcaico. La creación artística siempre tendrá su lugar, su sagrario irrenunciable, como esos hombres privilegiados que han vivido para hacer un poco mejores nuestras vidas. Lo confirmamos al percibir el efecto de la belleza cuando, por ejemplo, un libro/objeto abre nuestros sentidos a los logros más nobles de una humanidad empeñada en degradarse. Entonces decimos que sí, la palabra es sagrada y la impresión su sagrario.