De la ansiedad al sectarismo
El poeta inglés W.H. Auden puso nombre a una época en su célebre poema “La Edad de la ansiedad”, publicado y premiado con el Pulitzer en 1948. Abatidos por la turbulenta posguerra, sobre los supervivientes comenzaba a perfilarse el yugo de la Guerra Fría, comandada por dos potencias mundiales, tan antagónicas como amenazantes: la URSS y EUA. Durante algo más de cuatro décadas, esta doble supremacía invasora e ideologizada, supeditó a buena parte de la población mundial a sus respectivos intereses intervencionistas. Durante tan prolongada y violenta polarización, la Cortina de Hierro resguardó al comunismo y sus padecimientos internos como tesoro, en tanto y en el capitalismo crecieron protestas y movimientos masivos que reflejaban la inconformodidad de millones de subyugados por el armamentismo, la opresión, la pobreza y/o la falta de libertades.
Contrario al control del totalitarismo de uno y los intereses capitalistas del otro, bajo el sello compartido de la ansiedad se transformaron radicalmente las creencias y los modos públicos y privados de creer y relacionarse no sólo con el entorno, con los semejantes o con el medio ambiente, también la Autoridad que los abuelos tuvieron por intocable y sagrada, se tambaleó desde la cima de lo divino hasta la sima de lo profano. De pronto, sobre las ruinas del Muro de Berlín y después de las de la URSS “alguien” se atrevió a reconocer que Dios y el mundo habían cambiado… Desconcertados, se habló de “una tercera vía”: algo tan artificial que sólo concentró el dominio en unos cuantos y afianzó la inseguridad en los más, por una causa: se arrojó a la mayoría a un mundo sin estilo propio; un mundo dividido que usa y se amaña con todos los estilos, aunque de preferencia los más antidemocráticos.
De las tensiones provocadas durante más de cuatro décadas no surgió un planeta mejor ni las quimeras del comunismo o del capitalismo atinaron con el hilo negro del bienestar. Cada una a su manera, las potencias antagónicas agravaron los niveles de angustia e inseguridad de los oprimidos. La URSS controlaba hasta en pormenores la vida y la información, y los capitalistas presumían democracia sin enmascarar la insatisfacción popular. Baste citar la correlación entre la molestia colectiva y las reivindicaciones para medir la intensidad de las exigencias de cambio; por ejemplo, el feminismo, por los derechos civiles o la justicia social.
Las religiones no se libraron de las sacudidas sociopolíticas y los monoteísmos se pararon ante el dilema de fundamentalismo o sectarismo. A partir de la década de los sesenta se desveló el lado más oscuro de los clasemedieros y la fantasía del american way of life se empañó tanto como la “fe ciega” de los creyentes. Respecto del catolicismo, después del Concilio Vaticano II de 1962, se anunció que, gracias al ecumenismo, se acababa el dominio excluyente del Dios Único y de una sola verdad, porque la Santa Sede se reconciliaba con las demás iglesias y aceptaba la validez de sus doctrinas. Tanto el clero como la feligresía tradicionalista no tardaron en rebelarse. Marcel Lefebvre casi provoca un cisma al denigrar las “nuevas ideas” y calificarlas de “heréticas”, “satánicas” y “anti-cristianas”. Se impusieron a cuenta gotas algunos cambios (especialmente litúrgicos) y con Iglesia o sin ella todos tuvimos que darnos cuenta de que se avanzaba hacia el siglo XXI con una gran verdad compartida en todas las lenguas: la verdad de la incertidumbre.
En suma y desde los credos y las ideologías de adentro afuera, hacia al final del siglo XX se hicieron imparables los síntomas del sectarismo civil y religioso. Estamos inmersos en la “edad de la confrontación y el sectarismo”, con sus respectivos niveles de altísima agresividad y preocupación sociopolítica. Antes de que los López Obrador, Milei, Ortega, Putin, Netanyahu o Trump dieran al traste con leyes, logros e instituciones y se constituyeran en representantes inequívocos del sectarismo furibundo, fueron los defensores de la visión cristiana y medieval del mundo los que anticiparon las tremendas confrontaciones que amenazan al mundo.
Con más o menos claridad, André Malraux previó los riesgos políticos y culturales que traería consigo el sectarismo aupado a la “muerte de los dioses”. En alerta sobre los indicios de rupturas radicales y de la espantada masiva de creyentes y “vocaciones”, visibles a partir de los años setenta del pasado siglo, sentenció que el siglo XXI será espiritual o no será. Se referirió a que sin dioses, sin vínculos espirituales ni respeto por lo sagrado, las sociedades se fraccionan, se autodestruyen, se enfrentan entre sí y ceden a la violencia abyecta. Cuando el “temor a Dios” desaparece y ni siqueira las leyes humanas son suficientemente vigilantes para contener los impulsos devastadores de quienes se adueñan del vacío de poder que dejan las divinidades, se aplica in extremis lo que Dostoievski puso en boca de Aliosha Karamasov: Si Dios no existe, todo está permitido.
En eso estamos: la era de la ansiedad se ha montado al sectarismo y no exclusivamente religioso. Si la multiplicación de esa nefasta especie de políticos nos está dejando sin aliento y en la orilla de abismo, no hay más que abrir los ojos y el entendimiento a las rebatiñas que están por estallar desde el lado más oscuro de los intereses del Vaticano, ante la inminente muerte del Papa Francisco.
Pues si, como decía mi abuelo: “Que Dios nos agarre confesados”.