De la hispanidad y la red de agujeros
La perspectiva del conquistador no es la del conquistado. La palabra del colonizado tampoco se equipara a la del colonizador. Entre sendos extremos se asienta una fuente inagotable de interpretaciones. Para los vencidos, el virreinato emprendió una historia de despojos empezando por la libertad, el rostro, la memoria, los dioses, la riqueza, la cultura y, lo más importante: las lenguas de los subyugados. Sí, La Palabra y su vínculo con lo sagrado fue lo más vulnerado. El colonizado fue forzado a renunciar a su manera de entender y situarse en el mundo. Respecto de la Península, en cambio, y presidido por su espíritu imperial, la experiencia colonial contribuyó a forjar y asentar su significativo y muy definido sentimiento de hispanidad.
No hay que olvidar que con la derrota y expulsión de árabes y judíos, en 1492, España comenzó a ser España en lo geopolítico, religioso y cultural. No fue casual que en ese año decisivo se publicara la Gramática de Nebrija: invaluable soporte para el entonces joven idioma castellano. Si algo faltara a la profusión de signos fechados, en agosto Cristóbal Colón emprendió, desde el Puerto de Palos, la expedición compuesta por tres carabelas y ciento cincuenta hombres con quienes, precisamente el 12 de octubre, seis días después de haber zarpado desde La Gomera (en las Islas Canarias), desembarcó en la isla Guanahaní (Bahamas) para sellar lo que en adelante se etiquetó “el descubrimiento de América”.
En tanto y para los españoles los indicios del destino fueron favorables, para el emperador Moctezuma Xocoyotzin los dioses reservaron señales, sueños y vaticinios nefastos. Hasta parece que su suerte estaba sellada pues, supuestamente confundido con el retorno mítico del Demiurgo, los aborígenes (lampiños como eran) creyeron que el barbado Hernán Cortés no era un hombre ni un dios, sino el mismísimo Quetzalcóatl. Tan fuerte era el poder del mito allí, donde se desconocían las bestias de carga y a falta de rueda los esclavos hacían las más duras tareas, que además de la caída de la Gran Tenochtitlan el emperador azteca soportó la derrota, torturas terribles y una muerte humillante al corroborar que se habían cumplido las señales manifiestas en el cielo e interpretadas de tiempo atrás por los sabios ancianos de la corte.
Lo que siguió en ambos lados del Atlántico a partir del tremendo siglo XVI, determinó el futuro del inmenso subcontinente americano y no pocas islas del mar Caribe. Desde entonces y hasta el XIX, cuando la ola de independencias desenmascaró los enormes yerros y abusos de la Corona, los hispanistas conservadores, apurados por mitigar un saldo de dolor y de codicia, calificaron de “aventura civilizadora” su actuación en las colonias. Nadie los desmintió entonces ni después, a pesar de las ostensibles razones que demuestran que precisamente el aspecto civilizado o civilizador de Hispanoamérica es lo que mejor ilustra sus contrastes. Baste nuestra realidad y las insuperadas desigualdades socioculturales y económicas, para confirmar que por contrario al desarrollo civilizador, la herencia colonial aún se resiente en la accidentada dificultad de formar gobiernos, instituciones, sociedad y gobernantes.
Concentrada en la educación de criollos y algunos mestizos, la poderosísima Iglesia dejó a su aire la injusticia con ignorancia entre la gran población. Así lo demuestra –con excepción de sor Juana y apenas destellos de Carlos de Sigüenza y Góngora y del menospreciado en España Ruiz de Alarcón- la paupérrima, por no decir inexistente, literatura local y la nula aportación del “Nuevo Mundo” al conocimiento, lo cual significa que la palabra impuesta no fue liberadora ni reflexiva y mucho menos creativa.
Los virreinatos dejaron millones de marginados, cuyo vasallaje doliente derivó en nuevas formas de servidumbre, vigentes y sin solución inclusive dos siglos después de consumadas las independencias. Lo supieron los encomenderos y lo continúan fomentando sus sucesores históricos: no hay sujeción más efectiva que la ejercida en pueblos sin letra, sin palabra, sin capacidad electiva y sin posibilidad de superarse. De ahí que, quinientos años después del choque del jarro contra el caldero, del encuentro de dos culturas, de la confrontación entre la hispanidad y las culturas indígenas o como quiera calificarse esta invasión, perdure un mestizaje que no consigue, todavía, arrojar los frutos correlativos a la singularidad contrastante de sus orígenes.
Me pregunto por qué inteligencias tan interesadas en la cultura y el mestizaje como Reyes, Vasconcelos, Fuentes o el propio Paz no repararon en los entresijos de las deficiencias idiomáticas de los colonizados. El clero ejerció su dominio en lo principal: la palabra. Despojados de la suya, los naturales no hicieron suya, a cabalidad y con sus atributos, la del dominador, por una causa: el siervo no razona, obedece; no es libre ni participa de ideas, abstracciones o referentes culturales para expresarse.
El mestizaje, en tales condiciones, no asimiló ni hizo suya un habla que habla; un habla que le facilitara comunicarse y participar de la presumible aventura civilizadora. El pueblo-pueblo tartajea, ignora los sustantivos. De ahí su ancestral incapacidad de expresarse. Bastaría esta sola evidencia para hacer de la educación -y de ella la enseñanza del idioma dominante-, un derecho humano inaplazable. Sin sustantivos ni vocabulario suficiente para nombrar su circunstancia, conocer su pasado y prefigurar el porvenir el hablante o más bien balbuceante no puede ser libre ni está en condiciones de adueñarse de su destino.
Que no nos ataranten con el cuento de la democracia o de la “gran aventura civilizadora” del proceso colonial. La verdad es lo que es. Y lo que es está y ha perdurado durante siglos pues, como observara el sagaz anónimo de Tlatelolco, nuestra palabra –y no sólo nuestra herencia- “es una red de agujeros”.