De la memoria. Bibliotecas
Lo más parecido a una biblioteca que conocí en mi infancia fue en Chapala. Era un cuartito quizá con un par de docenas de obras infantiles que regentaba Paulita, cuidadora vitalicia de la casa de mi abuelo. La felicidad era llegar a la laguna el fin de semana y, de su mano, recoger en la huerta huevos de ganso, jugar a la sombra del guayabo y por la tarde “ir a la vuelta” al modestísimo espacio cerrado, cuya aspiración descascarada apenas se notaba en la fachada: “Biblioteca Pública”. Más vivo quedaría el recuerdo de la lectura prometida que la pobreza del mobiliario de palo que constaba de dos o tres sillitas, una mesa vieja y coja, como de cocina de pueblo y algo parecido a anaquel donde Paulita reacomodaba amorosamente su acervo. Era inevitable inclinarme contra la pared porque la silla tambaleaba rechinando como si coreara los cuentos que, sin nada que ver con autores clásicos o siquiera conocidos, aun asocio a mi deslumbramiento por las palabras.
Desde parvulita hasta la preparatoria asistí a escuelas de monjas que carecían de biblioteca, fuera en mi Guadalajara natal o en la ciudad de México, donde llamaban biblioteca al salón de los castigos (junto a los baños) que por tener dos largas mesas rectangulares servía para otros menesteres. Con aparadores bajos y prácticamente vacíos, apenas había un puñado de títulos que recuerdo: Cazadores de Microbios, Médico de cuerpos y almas, Santa Teresita del Niño Jesús, el Catecismo de Ripalda y poco más. Las clases de gimnasia también eran una vacilada, pero nos divertíamos. Concluía la secundaria cuando por primera vez nos llevaron a las alumnas a un teatro: Fuenteovejuna, en Bellas Artes. Magia pura, no dormí durante días. Tan impresionada estuve que a poco me atreví a ir sola al entonces Teatro del Bosque para ver Luces de Bohemia con actores españoles. Entre resplandores valleinclanescos y el manejo del idioma supe que había vida más allá de lo conocido y que valía la pena atreverse con ella.
En adelante todo sería buscar, leer y más leer en solitario, incluido el hallazgo de la música. Mi fascinación por el arte fue tan absoluta que me apliqué a estudiar por mi cuenta, sin guía y de manera tan aleatoria como posible. Ningún profesor (a) trasmitía pasión por el saber. Una escritora -viva aún- dizque nos enseñaba literatura en el colegio. Era tan sosa que, acreedora de premios años después, me hizo preguntarme el por qué y para qué de los intríngulis de la cultura y sus arbitrarios criterios de selección en el país: se ningunea al que vale y se elogia con desmesura al menos amenazante. Gracias sin embargo al batiburrillo de sensaciones apretadas durante los años de aprendizaje fui asimilando el surrealismo con que nos identificaba el extranjero. Así, de manera natural me fui deslizando hacia a escritura. Gracias a que lo más insólito era parte de los días accedí al mundo de Kafka como quien camina por su barrio.
La etapa universitaria fue un viaje no siempre grato, salvo por los conciertos, el teatro y la Biblioteca Central. Entre acoso de maestros, fervores pro Mao, devociones castristas, promesas de fe estalinistas e invitaciones a las guerrillas y a los levantamientos armados, la experiencia y los lenguajes en corredores y aulas no podían ser más ajenos a las vicisitudes de la vida cotidiana. Encerrada en sí misma, en la UNAM no se diferenciaba entre realidad y ficción; tampoco entre fanatismo y “compromiso social”. Todo allá era cosa de vida o muerte, de revolución o reacción e intolerancia pura. En ámbito tan ideologizado y discriminador, la literatura no solo fue la verdadera liberación, sino maestra insustituible.
Si no creyera en el destino no entendería mi pasado ni el de quienes parecen fruto de la casualidad. Es un misterio que un niño y en especial una niña sin influencias familiares ni escolares pueda romper el cerco del casi analfabetismo que la mayoría exhibe como estigma desde los días coloniales. Pese a los empujones de los “gobiernos de la Revolución”, no sorprenden los resultados del Informe Pisa: la verdad habla por sí misma en todas las clases sociales, en la burocracia y en la mayoría de las profesiones tal vez porque, en los hechos, la medida a alcanzar respecto de la educación ha sido y sigue siendo “lo básico”, a tono con el atraso. El prodigio es que un niño o una niña, aun en el villorrio más apartado, un día abre los ojos y ve; observa y busca, anda solo y, sin importarle las limitaciones de su escuela, atiende a su maestro interior.
Ignoro si México es más kafquiano que surrealista. Es asombroso que la sociedad se mueva y hasta funcione “a su manera”. La lógica en estas tierras no tiene sentido. Por doquier brinca lo absurdo o lo insólito. Imposible negar que, desde sor Juana, los milagros nos salvan. Hay país por los pequeños y grandes milagros que suceden cuando más aprieta la tormenta. Si no lo creen, piense en el caos del siglo XIX y luego en nuestro peculiar Levantamiento armado. ¿Cómo no iban a ser milagros la Generación del Ateneo, el puñado de instruidos en medio de casi 95% de analfabetismo y después lo demás: un Rulfo, Octavio Paz… Tantas inteligencias que como prodigio consiguen vencer el cerco y surgen de vez en vez. Pienso en esto a propósito del 90 aniversario de Gabriel Zaid y de lo que representan las individualidades. Indudablemente, lo mejor de nuestra cultura se debe a las individualidades. ¿Quién y cómo se atrevería a negarlo?