De la memoria, esa incansable
A la mente le disgustan los nubarrones. Son peores las ráfagas de sensaciones siniestras que después de estremecernos con una “muerte chiquita” (como decíamos de niños al salir de la piscina), nos ponen los ojos pelones frente a la memoria que se activa de golpe. El desfile de olvidos que creíamos refundidos nos para los pelos de punta: algún déjà vu en tercera dimensión, una que otra figura ingrata, el gesto iracundo del que gritaba, imágenes fugaces, un acoso sexual que nos dejó temblando, días comprimidos en instantes, versos alejados de su origen, prosas que se pegan, afectos en cenizas, el tracataca industrial que me atormentaba día y noche cuando vivía en Berkeley…
Los recuerdos gratos nos hacen sonreír, como el alborear y la aurora. Pero, a diferencia de lo mal que funciona para los pueblos y en la historia, la memoria personal puede ser tremenda. Lo confirmó Freud al comprobar que su intervención merodeaba en muchos padecimientos. ¡Y vaya que se deleita arrojando recuerdos durante el confinamiento! A solas, nada la perturba y se expresa en libertad. No me extraña que en lugares públicos aturrullen a la gente con ruido sobre ruido disfrazado con melopeas y canciones horrorosas. No vaya a ser que a Mnemosine se le ocurra distraernos con una libre asociación. Por el hervor del crecimiento y a diferencia de los jóvenes de la Antigüedad que memorizaban como esponjas para espabilarse y aguzar sus atributos, ahora los adolescentes se atarantan con altos decibeles.
El otro extremo también es sugestivo porque cuando el silencio está en su nivel más recio se desatan los demonios. A ratos se deja venir la tristeza tal vez porque tenemos recuerdos como humos negros: hay que liberarlos para evitar una explosión. Y a la par de su tarea recóndita, hay un terco impulso por recobrar reminiscencias. Se siente mucha ansiedad al explorar lo extinto o feo, en especial cuando, atizada por el furor del insomnio, la noche se gasta removiendo la cabeza poblada con fantasmas. La recompensa al practicar la arqueología mental es el asombro. Al atinar siquiera con un rasgo de tantos mundos desaparecidos lo revisamos como tesoro, lo repasamos y, sin dejar de examinarlo, le inventamos una historia. Con razón decía Paz que desvelar el pasado es la profecía del revés. Si adivinar el atrás indica quiénes somos, de dónde venimos y por qué estamos donde estamos, hurgar hacia delante, como ha pretendido el hombre de todos los tiempos, equivale a anticiparse a la memoria por venir. Es como si “al recordar” lo que vendrá remodeláramos la guía de lo que ha sido. Sea de ida, de regreso o en el cruce de ambas direcciones, lo cierto es que la identidad se finca en la memoria y que sin ella la vida se va, se adelgaza, se pierde y al final se vacía de sí misma.
Se habla de prodigios y de hazañas. Y claro que los hay; pero el gran portento para mi está en la memoria con sus chapuzas, con sus trampas selectivas y su población de sombras, subterfugios y revelaciones. La memoria nos mantiene vivos. Es el motor que bien aceitado enriquece el lenguaje, ajusta el cerebro y pone todo en circulación, como si fuera un milagro. Cuando falla y se degrada, en cambio, deja a las personas en un estado que nadie, todavía, atina a comprender: sin habla ni palabras, sumidos en sabe cuáles honduras, donde ya no se percibe a los demás, donde las emociones se desvanecen, los relojes dan lo mismo, los deseos y la identidad desaparecen. La desmemoria es lo más temido. Enfermar de ausencias es el anticipo de la muerte. Alzheimer le pusieron al cerebro en off; sin embargo, los pueblos no temen la ignorancia ni el olvido,
Durante estos meses aciagos he comprobado que en vez de recordar y prevenir, hace tiempo elegimos la violencia ciega y la muerte subsecuente. Muy pocos advertimos que no había nada peor en un país que descender a niveles infrahumanos por no atender el llamado de Mnemosine y aprender del pasado. Sabíamos que los criminales mataban y las autoridades volteaban para otro lado. Se publicaba que por miles se sumaban cadáveres de torturados y humillados; sin embargo, la rutina continuaba como si la normalidad fuera de matar y dejar que Dios, el diablo, nuevos violadores u otro cártel se encargara de impartir justicia “a su manera”. Hay algo espeso en estos depósitos unidos a capricho y que sin ser oídos, inscritos o evocados escriben el relato decisivo. La memoria es la autora de la historia, de cada historia y la de todos.