De mi ficción verdadera
Cuando era niña creía que el Quijote era una historia de verdad. Cercada por hábitos, tocas, cofias y un lenguaje que caía como plomo, no había más lecturas que las biografías de santos. Estaban escogidas por sabe dios qué cura o monja para no despertar mi sexualidad ni “llenar mi cabeza de ideas”: el mayor de los peligros. Dar con Andersen, con Las mil y una noches y sobre todo con Cervantes fue una maravillosa casualidad, como casi todo lo importante en nuestras vidas. Jamás supe de alguien que hablara de él, salvo que “Cervantes” era un colegio de niños regentado quizá por jesuitas en mi Guadalajara natal. Ni por asomo las mujeres, tuteladas por monjas que enseñaban todo lo que había que saber sobre el pecado, accedíamos a los códigos cifrados de la literatura. Curiosa de las diferencias entre los privilegiados alumnos del Cervantes y nosotras, muchos años después me di cuenta de que a ellos tampoco les hicieron probar la pasión por las letras. Hasta donde tuve noticia ninguno de esos coetáneos se aventuró con los clásicos ni llevaron en el gesto la señal de las dudas. La evidencia del “día después” me confirmó que la huella escolar, como el destino, es básicamente individual. Cada uno tomó su rumbo y sus contenidos, a pesar de que los empeñosos siervos del Señor se hubieran aplicado a moldear cristianos a imagen y semejanza de seres imprecisos, aunque revestidos de san Francisco, santa Clara, san Vicente de Paul, Ignacio de Loyola o de cualquier otro bienaventurado de tierras, temores y tiempos lejanos.
En realidad, durante mi infancia nadie habló de autores ni de libros. Conocido en fragmentos, el Quijote fue el aire fresco que me impidió desistir de leer, pues los santos me parecían anodinos y en mayoría enojosos y evitables sus sufrimientos. Que a unos los arrojaran a los leones por defender su fe, a otros a calderos, a mazmorras o a cuartos de tortura bendecidos por la Inquisición no me hizo más creyente ni mejoró mi escepticismo. Tampoco tantas inmolaciones, renuncias, misiones, injusticias, ojos entornados y muestras de violencia, histeria y masoquismo sirvieron para hallarle sentido a la religión. Más bien pensé, de manera temprana, que vivir era difícil para todos. Las vidas de santos coincidían en el triunfo de los perversos, en tanto y los buenos, doblegados por las mortificaciones del cuerpo, confiaban en la recompensa del cielo.
Aún inconsciente, mi idea de lo sagrado -que me acompañaría de por vida-, comenzó a distanciarse de tan estrecha manera de ver, disfrutar y entender el mundo, a uno mismo, las virtudes y a los demás. La intuición de que debía de haber algo más, algo distinto al cerco brumoso que me asfixiaba, me hizo rebelde. La curiosidad me llevó a conocer los problemas que provoca la desobediencia y, desencaminada de lo correcto y/o insustancial, no obstante mi corta edad, sor Juana vino a meterse a mis espacios privados para mostrarme, de una vez para siempre y no obstante las pocas páginas que de ella y entonces pude leer, no solo la dificultad de ser mujer, sino la saña con que la Iglesia trataba a los pensantes que encarecían la razón desde el revés de la santidad. En adelante, la monja jerónima sería uno de mis referentes.
Antes del supiritaco de mi primera menstruación habría jurado que el de la letra impresa era un mundo donde no solo lo imposible era posible sino que el delirio y las vivencias extrañas de los que poblaban los libros eran requisitos para ser tomados en cuenta. Aunque haría su aparición hasta la adolescencia, Hermann Hesse, aupado por Kafka, me curó del lacrimoso legado de Corazón, diario de un niño, con que Amicis trató de dirigir, desde su realidad decimonónica, la educación sentimental de varias generaciones del siglo XX.
Cuando regalaron el libro a mi hermana mayor, descubrí la magia de Las mil y una noches: relatos que se abrían y continuaban como cajas prodigiosas, harems, eunucos, tretas, genios, caravanas, mercaderes, arena, bailes, baños, cimitarras, kabilas, alfanjes, alfombras, ladrones, pájaros parlantes, visires, califas… Consigo traían las Noches palabras, muchas, muy nuevas y bellas palabras que agitaban mis días como río vertiginoso. Descubrí emociones y vocablos insospechados. Y quise más y más. Por fin la geografía y lo diverso llegaban a mi vida cargados de voces, de gente y modos extraordinarios de describir lo ordinario. Y todo ese prodigio sin que lo que hacía verosímil lo inverosímil opacara las imágenes dignas de replicarse en el sueño. Con seguridad aquella que me deslumbró en la infancia era versión de la versión francesa de Mardus, a su vez pariente de la muy criticada traducción al inglés de Galland que, rebotada y expurgada varias veces, sirvió a Blasco Ibáñez para verter al español este tesoro literario que me conduciría a dos imprescindibles en mi curiosidad intelectual: Sir Francis Richard Burton y Rafael Cansinos Assens.
Marcadas por el mismo afán de impresionar con poco y persuadir con nada, las vidas híper exaltadas por la Iglesia parecían cajas chinas para esconder tesoros, pero a diferencia de las árabes, las de los santos se abrían o cerraban sin nada que revelara un misterio. Eran creyentes lejanos que tenían visiones, disfrutaban los sacrificios, se hablaban de tú con dios, algunos realizaban milagros y parecían dispuestos a todo con tal de defender su fe; empero, carecían de relato verdadero. En cierta forma ellos, como el Quijote, “sabían quiénes eran”, aunque de manera inversa a la declaración del Caballero andante, pues su fe los incitaba a despojarse de sí para estar en sí, a no ser para ser y a entregarse como Juan de la Cruz a las paradojas para vivir en mística comunión con su Señor. A saltos irregulares de misticismo y relatos pedestres, que eran en realidad panegíricos, el batallón en vías de santidad cifraba su identidad en la fe. El Quijote, en cambio, era uno y el otro: era el desvariado a lomo de Bucéfalo y Alonso Quijano; era Cervantes y un sueño causado… Era por consiguiente la primera ficción verdadera que iluminaba mi vida. Empezando por los molinos, cada episodio conseguía fascinarme. Atesoré el del clavileño con el que unos duques se divertían a su costa y recuerdo que no me cansaba de releer el de la cueva de Montesinos.
El talante de Teresa de Ávila, por otra parte, era lo que llamaba su amor a Dios. Me costaba entender por qué hacía lo que hacía y más difícil me parecía aceptar sus extravagancias. Me estremeció mucho más que María Goretti, san Agustín o los tres pastorcitos de Fátima. Debo mis primeros insomnios al repaso de sus desvanecimientos. La monja “perdía el sentido”, se enfermaba feo y con regularidad, se arrobaba y arrastraba su cuerpo doliente por los caminos de España escribiendo o dictando su Morada interior. Llegaba a ser tan visible en mi imaginación como el Quijote con los cabreros o al pernoctar con Sancho en sitios cerriles. Sin duda fue uno de los saldos más rescatables de la edad en que yo aún no era yo y ya me apremiaba la necesidad de dejar de ser la niña sin voz porque nada tenía que decir.
Nunca dudé de la veracidad del Quijote. No tenía por qué suponer falsas las ocurrencias del loco disfrazado de no se qué, pues los santos también frecuentaron la irracionalidad. Cervantes inventó hazañas que me hacían llorar más que reír, así que lo ficticio y lo real fueron una y la misma cosa cuando se manifestó mi destino.
Todo lo demás, hasta el asombro que todavía experimento al leer biografías de seres de excepción que ni traza tuvieron de santos, sería mi vitalicia fidelidad al Dictado. Dictado feliz aquel que me apartó del credo que cobijó mi cuna para mostrarme la verdadera luz al través de la palabra y del sagrado misterio del Verbo.