Martha Robles

View Original

De mis diarios: Auschwitz y Trzebini

Auschwitz

Lo recuerdo hoy, al conmemorar el 75 aniversario de la liberación de Auschwitz. Me propuse hace años ir a lugares significativos en pos de respuestas. Hoy se que no todo se puede soportar ni mucho menos comprender.  Con la guía de algunas lecturas sobre el horror de que han sido capaces los hombres, imaginé que sería llevadero un recorrido por los emblemas del sufrimiento. No sospeché el shock que me causarían un pañuelo bordado preciosamente con cabellos humanos, algunos trastos de fierro, fotografías lastimosas, cientos de lápidas fechadas casi al fin de la guerra, trapos, patios sombríos, galeras, papelitos escritos, mensajes de amor y de duelo, listas de nombres, muchos nombres que parecían vagar cual fantasmas por un verdadero infierno.

Creí que la lectura de testimonios en libros, diarios, revistas, entrevistas y documentales, me habían preparado para asimilar la experiencia. Nada, sin embargo, evitó el golpe de la pura verdad. Ante la derrota y en fuga, los alemanes trataron de destruir la cámara de gas, pero en ese escenario de dolor y de muerte, las ruinas también hablaban... Acompañada de un queridísimo amigo suizo, recuerdo el sonido de nuestros pasos al caminar. Las palabras de Primo Levi cobraban vida en cada piedra y, como si me susurrara, reconocía o reconstruía las causas por las que nunca se recuperó de lo sufrido en su cautiverio. Por Si esto es un hombre y muchas páginas más supe cómo los nazis obligaban a prostituirse a las mujeres y los más fuertes, como él, cavaban las fosas a donde arrojaban cientos de cuerpos diarios. Sobrevivir, entonces, se cobraba una feroz dosis de culpa y de un sentimiento de ser algo menos que un ser indigno.

Caminaba absorbiendo cada detalle. Miraba sin parpadear. Tronaban gemidos ausentes. El sinsentido adquiría una presencia atroz: regaderas letales, fierros, corredores sombríos, zapatos, bolsas de cuero, cuartos encementados donde hacinaban a los prisioneros, literas…  Más allá, las casas de los verdugos, contrastes entre el amo y el esclavo, entre el adentro y el afuera, entre la rutina criminal y un encierro forzado, amenazado, golpeado, humillado… Auschwitz y Trzebinia me espetaron el dolor insondable y el mal por excelencia. Nombres como los de Edith Stein, Primo Levi, Danilo Kîs, Waldo Frank o Charlotte Delbo adquirían entre sombras una presencia insólita, entremezclada de evocaciones que me hacían recordar a la familia de Kafka, a Paul Celan y a su gente, a Max Jacob, a la inaudita cifra de millones de personas sustraídas de sus pueblos, obligadas a llevar la estrella amarilla en el pecho y transportadas hasta los campos de exterminio en vagones para el ganado…

No una, sino muchas veces me he preguntado qué es el hombre. Y no solamente por esta infamia; también por el terco silencio que aún envuelve a las purgas de Stalin y al inabarcable memorial de crueldades que no cesan desde los remotos relatos bíblicos. Son las brutalidades que, de todos los modos posibles, demuestran que nada supera a la imaginación más oscura; es decir, la aplicada a humillar, zaherir, lastimar y matar. En eterna desventaja, los logros del bien y la compasión no son suficientes para contrarrestar el daño causado por la perversidad.

Me lloraba la piel. Sentía el alma en carne viva. Me quedé sin palabras. Un temblor jamás repetido me recorría desde la nuca hasta la punta de los pies. Durante horas permanecimos en silencio: Trzebinia y Auschwitz podrían variar en tamaño y en su respectiva geografía, pero no en la memoria del infierno que alojaban.  Compartían el sufrimiento palpable, un grito que continuaba vibrando, el dolor/dolor que enmudece, borra distancias y nos sitúa no en la muerte en sí, sino en el espanto del cómo, en cuáles circunstancias y a manos de quién ser humillado y morir. Esta no es de las que puedan asimilarse como el resto de las demás, inclusive las de ataques armados como los que, tiempo después, me tocaría padecer en el Medio Oriente. Ni siquiera es de las situaciones que puedan entenderse por más que, por preguntar algo, lo que sea, caigamos en el lugar común del por qué: ¿Por qué no opusieron resistencia los judíos? ¿Por qué no tuvieron una fuerza armada y organizada? ¿Por qué no huyeron los advertidos a tiempo?  ¿Por qué ningún gobierno los defendió? ¿Por qué el hombre es el peor enemigo del hombre? ¿Por qué el Holocausto? ¿Y la actitud del Papa Pío XII y del Vaticano? ¿Y el poder de un demente como Hitler y sus huestes…?

Hay monstruos en poder del destino. Tiranos que determinan millones de vidas y  muertes. Gobernantes que administran la triste  situación de pueblos enteros, hasta hacer legendario el sufrimiento, por ejemplo, de ucranianos, kurdos y de tantísimos más. Desde la perspectiva de lo humano, no hay diferencia entre las hogueras de la Inquisición, el Holocausto, las purgas del terror de Stalin, los crímenes a cargo de los gorilatos, el asesinato masivo de armenios y más atrocidades incontables…

Si la crueldad intimida, la barbarie con poder es el arma más tremenda de destrucción masiva. Lo asombroso es corroborar que el mal encuentra mayores recursos para imponerse, justificarse y continuar impune, como si la justicia y el bien no existieran. La razón ha sido insuficiente o demasiado débil para frenar ocurrencias perversas. Éstas prosperan con entusiasmo, quizá porque la tentación de la bajeza es más propia de la condición del hombre que la inteligencia, el amor, la compasión o la bondad. El Mal atrae más a las masas que el arte, la belleza, la armonía o las conquistas del conocimiento. A la mente hay que educarla con disciplina sostenida. La grandeza solo es posible mediante un largo, acumulativo y laborioso proceso que suele sucumbir con facilidad. La cultura no es garantía de nada ni nos protege de nada, como lo demuestran la historia y cientos de evidencias sobre las terribles bajezas de que son capaces las mentes torcidas, a pesar de su formación. Y la Alemania nazi dejó constancia de eso.

A partir de aquella experiencia atroz, he leído montones de testimonios de cómo un nazi “sensible” podía llorar escuchando a Wagner y conmoverse con Goethe, antes o después de haber torturado, humillado hasta la ignominia y asesinado a cientos de personas no solo indefensas, sino a todas luces superiores a sus verdugos. He pensado en la dualidad de Heidegger, en su grosera indiferencia frente a los judíos expulsados de Friburgo y otras universidades alemanas; en su cobarde reacción ante Hannah Arendt, quien pese a todo vivió amándolo, admirándolo y vigilando la divulgación de su obra, lo que durante muchos años me pareció  una suerte de secreta sumisión femenina ante la que, quizá sin aceptarlo, creyó inteligencia superior. He sufrido con cada frase de Primo Levi. He estudiado la diáspora de la Escuela de Frankfurt, el infortunio de Walter Benjamin, la trayectoria accidentada de la familia Mann, de Paul Celan, de Stefan Zweig… Las décadas posteriores a la II Guerra Mundial han arrojado novelas, ensayos, reflexiones, películas, denuncias, diarios y documentales sobre “la banalidad del mal” tan bien examinada por Arendt, pero las atrocidades siguen sin servir de advertencia… Y yo sigo sin entender el Mal.

Piedad, compasión, el bien y la nobleza son atributos tan poco frecuentes como la ética, la razón y la moral. Su ausencia se vuelve pavorosa  en mundos donde “Dios desaparece”; es decir, donde imperan intransigencia, ideologías,  nacionalismos y la infaltable xenofobia. Entonces la depravación se desliza sobre actitudes devastadoras, egocéntricas y en general terroríficas. Jamás me atrevería a regresar a aquellos recintos del infierno. Conocer dos campos de exterminio me llevó a probar hasta cuáles honduras  soy capaz de conmoverme por el trágico destino del hombre. Y también, en lo inmediato, me lleva a repudiar las bajezas y a quienes se vanaglorian de su capacidad de lastimar a los demás.