De mujeres y violencia, otra vez
Insignificante, confinada o utilizada a discreción en asuntos territoriales, políticos, monárquicos, religiosos o económicos, desde la Antigüedad y hasta los estallidos feministas, la mujer careció de derechos y presencia social, de patria, de voz, justicia e inteligencia actuante. Tampoco tuvo reconocimientos ni autodeterminación, como aún ocurre en buena parte del mundo, donde el tiempo, la barbarie y la estupidez moral avanzan hacia atrás. Reflejo de la estratificación social, a campesinas y pobres ha tocado lo peor, pero ni las privilegiadas han evitado ser vendidas, intercambiadas, esclavizadas o repudiadas a capricho, lo mismo entre antiguos mexicanos que entre remotos persas, chinos, egipcios, celtas, germanos o íberos; y, más acá, en la India de hoy y en grandes regiones de África y Asia y también en Oaxaca y Chiapas.
Tan remota como el primer vestigio de humanidad, la sujeción femenina ha probado de todo: carne de sacrificio a los dioses, vestal, espectáculo, vientre reproductor, vigilante de la masculinidad y encarnación del demonio; para la Iglesia, brujas e instrumento de fuerzas oscuras, condenadas a la hoguera… Para los sádicos inquisidores, cuya perversidad discurrió las peores crueldades de que se tenga noticia, también un pasaporte a los infiernos para los pobres hombres engañados.
Conscientes de que en el Imperio Romano sólo las herederas eran tomadas en cuenta, consortes, amantes, prostitutas, madres y cuanta joven o anciana accedía al disipado universo del poder marcaba sus fueros con lo que mejor dominaba: la maternidad, los venenos y sus artes amatorias. Cuando disminuía el interés sexual de su dueño, siempre quedaba la conspiración palaciega. Aún así, la presencia femenina integra el capítulo más delgado de la historia: si las antepasadas fueron nadie, las hijas de las hijas prefiguraron a cuenta gotas un rostro y un carácter hasta que, en la actualidad, el capitalismo salvaje nos colocó entre la caricatura sexual y el motor del consumismo; entre la medida inequívoca del desarrollo social y jurídico y el producto mejor o peor logrado de los poderes y las religiones imperantes.
En realidad y a la par de indios y niños en el caso de México, las mujeres permanecemos en el último peldaño de la modernidad religiosa y social; algo como una especie de Nepantla institucional donde medio vivimos con los pies anclados en el pasado, la cabeza inclinada hacia adelante y el cuerpo, de preferencia adolorido, en la antesala de la justicia, la dignidad y la democracia. Lo que persiste sin descifrar ni resolver es la causa o raíz de tanta y tan emponzoñada violencia. En realidad, no sabemos por qué la mayoría de hombres tienden a agredir, vejar, zaherir. Hay kilómetros de literatura sobre el tema, pero no una explicación completa e inteligente de este fenómeno que a casi todas, con más o con menos, nos ha convertido en víctimas. No hay psiquiatra, sociólogo, prelado, feminista, sexólogo ni antropólogo que explique lo que iguala al bruto de hace 5 mil años con el abusador de hoy. Tampoco sabemos por qué no vivimos en equidad. La lógica del absurdo, por tanto, es inequívoca e intemporal: uno golpea, amenaza, intimida, espía, esculca e insulta y la otra, aterrorizada y reducida a su máxima indefensión teñida de desamparo, se inmoviliza, acata el mandato y se disminuye hasta doblegarse a la sombra del pobre diablo que pretende sentirse alguien a costa de violentarla.
Nada importa si es académica, artista, filósofa o campesina, trabajadora, ama de casa, empleada o monja; tampoco es cierto que, aunque idealmente limite el exabrupto, temple el espíritu y modere la grosería, la educación sea remedio contra la agresividad, el abuso y el sadismo de los golpeadores: ahí está la “culta” Alemania nazi para probarlo. Los intelectuales pueden ser tanto o más brutales que los sujetos agrestes, porque golpean con imaginación, conocen el valor de las palabras, tienen y aman el poder y pegan donde, cuando y como más daño causan. En todos los casos y con lecturas a cuestas o sin ellas, la incauta hija de una cultura machista acaba en la lona a causa de la violencia ejercida por su autoritario y “comprensivo protector”. Con el alma desgarrada e incapaz de volverse una Antígona dispuesta a desafiar al tirano, se queda meses e inclusive años abatida, sin descubrir por dónde le llegan los trancazos, hasta que un día y quizá demasiado tarde renace como el Ave Fénix de sus cenizas, concentra en un grito de libertad toda su energía y se atreve a echar a la calle, casi a empujones, al desconcertado agresor que, según él: “sería incapaz de hacerle daño a nadie”. Lo que sigue, como saben las mujeres maltratadas, es la incomprensión de su medio, la crítica y otra forma de marginación.
Políticos, empresarios e intelectuales, además, son hombres de poder en posesión de un ego monumental, aunque cobardes al desplegar su machismo. Esta es cifra de la ONU: 7 de cada 10 mujeres han sido víctimas de violencia en alguna época de su vida. No se si en España sean más bárbaros o más civilizados que, por ejemplo, en este México donde ni siquiera hay datos suficientes. Lo cierto es que allá no hay día sin que las noticias detallen pavorosos asesinatos de mujeres: octagenarios celosos que matan a cuchilladas a la esposa anciana. Cincuentones que la ahorcan o balacean porque la mujer se niega a seguir conviviendo con él; veinteañeros y treintañeros con hijos pequeños que, ciegos de ira, dejan irreconocibles a las infelices tras una tanda de patadas, bofetones y golpes, inclusive con martillos… España tiene una gran organización judicial y de seguridad y apoyo para mujeres agredidas y en desamparo; sin embargo, es impresionante y de reflexionar este género de agresiones.
Desde los relatos bíblicos que encumbran la supremacía machista hasta Aristóteles o San Pablo, lo mismo se valora la honra y el pudor que la supeditación y la castidad porque la mujer, por su ausencia de pene según griegos y romanos, está indotada para la valentía, el arrojo y la batalla. Que su físico la imposibilita para enfrentarse “cuerpo a cuerpo” y su natural “debilidad” debe plegarse a la autoridad masculina. Esto y más necedades abultan la historia de las creencias hasta prefigurar, en nuestros días, una feminidad moldeada por el consumismo, la banalidad y la imbecilidad moral.
No es accidental que el pecado tipificara la primera culpa femenina que dividiría a la humanidad. Los tres credos monoteístas -judíos, cristianos e islamistas- repudian a la mujer y comparten el sagrado, primitivo y remoto culto a la “Ley del Padre”: un imperativo tan excluyente como irracional e inmoral. Tales prejuicios siguen clavados en el inconsciente colectivo, por lo que, sin transformar el fondo retrógrado de la ortodoxia, será imposible cambiar la culturas porque creencias y doctrinas religiosas son más poderosas y asimilables que las normas civiles.
Sin negar la feroz superioridad masculina, las culturas politeístas han sido ligeramente más abiertas que las vinculadas a Jesús, Mahoma y Jehová. Aún así, hay que insistir en cuán tremendos son el régimen de castas y la compra/venta de niñas y mujeres mediante la monstruosa costumbre de la dote: infamia equiparable a la ablación. En fin: no hay más que rozar el tema para que, como cascada, se deje venir el desfile de crueldades que nos avergüenzan y obligan moralmente a denunciar cada vez que podamos en favor de una vida justa, digna y civilizada.