Del diario y la memoria
Como las tapas de un libro observo las cifras del calendario. La vida sucede entre portada y contraportada. Llega otro principio. Otra vez comienzo el relato que pide dosis de ficción para tolerarse y ser verosímil. Escritas con la irregularidad de la voz interior, las páginas resguardan el aparente sentido de los días mediante el saber que damos por sentado. Párrafo a párrafo se van infiltrando claves del yo secreto que subyace donde Freud y Lacan identificaron al “soy de verdad” y a “la verdad es movimiento”. Curioso pensar en esto al inaugurar otro año con lo desconocido por delante y asida, todavía, al relato del año ya concluido.
Tiene la culpa de lo recorrido desde el atrás oculto hasta lo desconocido por venir el psicoanalista que -administrador de silencios y narcisista irredento-, hace tiempo primero me atrapó en un diván/tortura; luego me hizo aceptar que estoy hecha de palabras más que de sucesos y, durante el estira y afloja de aceptación, repudio y resistencias, confrontaciones, vueltas, revueltas y sacudidas de la memoria, del sueño, de la vigila y del sentir de preferencia doloroso, algo muy hondo se abrió en algún confín del alma al grado de, sin más ni más y porque sí, haberme lanzado a recorrer diario en mano, sola y a pie, el camino de Santiago, desde el Pirineo hasta Finisterre.
¿Por qué decidí atreverme con la hazaña siniestra del psicoanálisis? No lo se, sería porque andaba como perdida y con miedo o tal vez para descifrar el deseo inconsciente y/o los vericuetos de la rebeldía, la ignorancia esencial y el sufrimiento. Quizás también me movió la pregunta sin resolver de ¿qué es el Hombre? Pregunta que invariablemente (y para su satisfacción) me llevaba a repetir con Malraux que “el Hombre es un mísero montón de secretos”. Puede ser también que reconocía su inmensa cultura y que, a diferencia de la mayor parte de los conocidos, este argentino autor de numerosas obras tenía mucho que decir y sabía como hacerlo. Obviamente yo lo leía, pues el mayor conflicto que surgió entre nosotros -y así lo reclamé al “final por fin y esta vez no vuelvo”- es que, salvo una pregunta furtiva o un monosílabo, él jamás habló durante las sesiones. Si llegar al diván es difícil, salir no lo es menos, aunque dos o tres veces hui de él, de sus carísimas sesiones durante dos etapas y de esta peculiar relación que, en mi caso y empezando por el costo, llegó a ser tan pesada como los episodios de la historia revelada.
Coincidíamos en la idea del libro, en el libro en sí, en la significación del lenguaje, del arte, de los sueños y la creatividad, aunque nos separaban las respectivas interpretaciones sobre la palabra como representación de lo sagrado, el destino, la memoria, el poder de la claridad y las oscilaciones entre saber y no saber, entre inducir y descubrir, etc. A la fecha sigo creyendo que su método, al menos en mi caso, fue más nefasto que benéfico. En realidad, no lo se. Un día me concentré en hablar de mi certeza de que allí no hacía más que perder el tiempo. ¿El tiempo? ¿Perderlo? -repuso. Proximidad y distancia, pues, se tendía entre los dos: como el infaltable tema de la vida y de la muerte, del sentido y del sin sentido. Era indudable que compartíamos la fascinación por el conocimiento y las letras al grado de que más de una vez lo tomó en cuenta en cuando menos dos de sus libros. Se ufanaba de haber estado al lado de los mejores y consideraba que sin poseer una gran cultura no se realizaba a cabalidad la práctica psicoanalítica. Cuando le leí lo siguiente, no dudé: solo con él me atrevería en el diván infernal:
(…) el analista deberá incluirse, informarse y sumergirse en la cultura de su tiempo, no dejar de lado la política, la filosofía, la literatura, las artes plásticas, el cine, la economía política, la lingüística y entender que el psicoanálisis es el punto en donde confluyen todos los saberes relacionados con el sujeto y con la subjetividad. Por lo tanto deberá saber también de la medicina y de lo que se avanza en el conocimiento de la biología; del derecho y de la forma en que se organizan las sociedades políticas, de la tecnología que va cambiando la forma de vivir, de las artes y de todo lo humano (…)
Anoche leí su carta de despedida. Suelo hacerlo de vez en vez desde que se suicidó en su amada Barcelona, en septiembre de 2022. Tenía 81 años. Estaba enfermo. El diagnóstico era desolador. Vivía solo y no le temía a la muerte. Razonó su decisión al despedirse de algunos cercanos: muestra final de su estilo. Viajero, al iniciar mi experiencia me indicó que -sustituto de sesiones en directo- le enviara diario un e-mail de un solo lado (el mío, claro). La escritura fue lo fundamental entre nosotros. Siempre le agradeceré el valor que asignó a mi carácter de escritora. Me hizo ver y verme en el aquí y ahora. En ese sentido, aún me conmueve ese gesto de inmensa generosidad. Durante una etapa importante para mí, la práctica del e-mail se convirtió en costumbre que ambos celebrábamos. En vez de los monosílabos que a veces emitía “en vivo”, cuando no recibía una de mis cartas me mandaba un signo de interrogación. De ello quedan cientos de cuartillas encuadernadas, cuya copia guardo en el anaquel de los secretos o “lo nunca frecuentado”.
Cada año él mandaba cartas a sus afectos y colegas. Yo estaba en su lista y lo agradezco. Su suicidio me estremeció de punta a punta. Lo encontré en un concierto poco antes y en el saludo sentí la descarga del libro resguardado entre portada y contraportada. Muerto, comencé a pensarlo de otro modo. Lo leo con regularidad, ya sin el disgusto de la paciente-analizada. Hoy, otra vez y otra vez busco sus páginas. Lo descubro, lo pienso y me estremezco. Ya sin él, cada palabra suya es estilete. Otro signo de interrogación.