Del machismo y sus miserias
El mexicano marrullero y prepotente, arquetipo del macho que ha sabido burlarse del tiempo, de la justicia, del lenguaje, de la razón y las letras sigue tan campante, sin toparse con la pluma que lo exhiba como al rey desnudo. De tanto en tanto sus víctimas le arrancan la máscara, pero por más que se bosqueje y se denuncie no acaba de descubrirse su verdadera naturaleza. Pasa el tiempo, la población envejece y la tecnología se refina, pero el machismo sigue evolucionando, agarrado a sus propias leyes y en un si no atreverse con el mundo de las letras.
De vez en cuando lo tiñe la tinta. Lo reconocemos mediante un poderoso lenguaje de gestos, bravuconerías y violencia, como en Par de reyes o en La casa que arde de noche. Y aunque arroja al lector a los rechimales del México bronco, donde el escarnio está permitido, el macho/macho que tan bien conociera Ricardo Garibay, no da con la voz recóndita, cifra de su carácter. Tampoco se halla lo que aglutina a los golpeadores con mando en una inmensa unidad intransferible. El macho mexicano tiene todo para sentarse con los grandes personajes siniestros, pero huidizo a pesar de su condición pedestre, algo sustancial le falta para que no parezca caricatura ni roce lo esperpéntico, como le ocurriera al Carlos Fuentes más fascinado con la difícil mancuerna Juan Orol y Valle Inclán.
Poderoso, inaccesible y fantasmagórico, Pedro Páramo reina aún en solitario en la Comala de los muertos, que es tanto como decir el oscuro universo del machismo rural. Se esperaría que después de Rulfo surgiera el dominador vivo capaz de sintetizar la avidez de poder, la falta de escrúpulos y el drama del anonimato que habita a quien se cree y se ostenta como “un verdadero hombre”. Al parecer, sin embargo, estamos atrapados en el puente donde lo real supera con creces a la capacidad de reinventarnos para entendernos. La manera machista de ser y estar en el mundo está de tal modo enquistada en el inconsciente colectivo que su lenguaje provocador y agresivo no consigue deslindarse de lo cotidiano para acceder a los libros. Y no se trata de abundar hasta el hartazgo, como parecer estar de moda, en el submundo de los narcotraficantes y del crimen: esto es otra cosa, la propia de un talante inmerso en la cultura de la máscara.
Es tan bajo el nivel cultural y educativo de la mayoría que no hay con qué sustituir esta infame manera de ser o de no-ser y creerse algo distinto y superior a la insignificancia lograda. Así de fuerte es la identificación del poder patriarcal con el señorío remanente en la intrincada psicología del vencido. Por eso no se ha podido convertir en relato, porque el miedo a mirarse y reconocerse en la verdad verdadera paraliza la mano, seca la tinta y hace voltear para otro lado cuando, a punto de hincar el diente en el arquetipo del macho, hasta el mismísimo Rulfo lo presenta muerto, bien muerto y sin palabra ninguna. Es interesante observar que del puñado de machos que ha asomado la cabeza en las letras ninguno tiene un perfil definido ni un discurso articulado: pueden hablar, vociferar, insultar, agredir, zaherir, pero carecen de ideas, de juicio, de sustantivos. No dicen nada ni abandonan su lenguaje de gestos. ¿Será, después de todo, que en eso consiste el machismo? ¿En la nostalgia del ser? ¿En la imposibilidad de acceder al estado de palabra?
Es innegable que hombres y mujeres, en México, llevan el machismo como segunda piel. De ahí que generación tras generación se renueve a sí mismo, con dominios agregados y sin renunciar a su prepotencia primigenia. Majadero, desafiante, sin escrúpulos, echador, procaz y simplonamente ingenioso y seductor, el macho es colérico, embustero y malvado, aunque poco original: es y actúa como adolescente caprichoso, moldeado por mamá. Se vale de la socarronería y del sarcasmo para disfrazar sus limitaciones. Le “echa bronca” a los que no “piensan” como él o se salen de su esfera de dominio. Odia lo que no comprende y lo que no logra someter. Se ignora la causa de la ancestral fascinación popular por esta conducta encumbrada por caciques, dictadores y matones que con igual fortuna han transitado de la delincuencia a la política o al revés, de la cantina al braguetazo, del sindicalismo al poder y de la vida privada hasta el último rincón de la vida social. Lejos de horrorizarse, el pueblo/pueblo celebra a los machos desafiantes “porque es gente como uno”, y consagra sus defecciones en el altar de “lo mexicano”, donde la piñata, la pistola, el desafío, la calavera, el tequila, el sombrero, “El grito” y el 12 de diciembre enarbolan el orgullo nacionalista.
Los pocos ejemplares que han ascendido a la literatura arrojan rasgos, gestos y hasta la traza de un complejísimo modo de ser, de creerse y de ofender; sin embargo, ninguno sirve de estereotipo quizá porque, de suyo, el machismo no tiene nada qué decir ni sabría cómo decirlo. No nos cansamos de ver reproducido este carácter tan estrictamente mexicano que, con ser parte de un fenómeno que no reconoce fronteras, no se parece a ninguno. El multicelebrado Pedro Páramo es el siembra hijos cruel, inalcanzable y mujeriego; cacique matón y padre/padre que impone su ley en un llano polvoriento, carente de vida y de palabra, aunque sobrado de locura. Artemio Cruz es el trepador oportunista, braguetero, curtido en la revuelta armada y fiel retrato del “hombre del sistema”: corrupto, malhablado, desleal y sin escrúpulos. “Le hizo justicia la revolución” en plena contrarrevolución. Se sumó a las filas de los “nuevos ricos” que desposaban remanentes del abolengo en desgracia. Todo parece cuidadosamente reunido en la traza del modelo: el poderoso Artemio Cruz insulta, agrede, vocifera; sin embargo, su dibujo final es tan impreciso como el de la tribu procedente del levantamiento armado que se enchufa al poder. Y fue el alemanismo, precisamente, el fundador de la nueva edad y del sistema contrarrevolucionario: chabacanería con capacidad de dispendio en esta vertiente cosmopolita o capitalina del machismo.
Sin desdoro de la importante aportación de Martín Luis Guzmán con La sombra del Caudillo, cuya ficción verdadera dotó de una gran fuerza al realismo social de la Revolución, los grandes ejemplares del machismo proliferaron, con modalidades, tanto en el campo como en las ciudades, gracias a “los gobiernos de la Revolución”. El feroz asesino y castigador Francisco Rosas de Los recuerdos del porvenir, que con indudable acierto Elena Garro presentó uniformado como única muestra literaria del machismo militar, es el único prefigurado desde la perspectiva femenina. Lo cierto es que sigue vigente la certeza de Octavio Paz de que el mexicano de todos los tiempos es una perfecta incógnita, aunque su móvil permanezca intacto: penetrar con escarnio a la mujer. Ser penetrado por otro macho o al menos desearlo.
Al ondear hacia el medio siglo por todo lo alto su “nuevo lenguaje de la novela”, Carlos Fuentes se creyó en posesión del Mediterráneo americano. “La denuncia, el escarnio…” La gesticulación grotesca y burlesca del machismo daría la bienvenida a la mayoría de edad de las letras mexicanas, y latinoamericanas por añadidura. Pasaron el ruido, la auto celebración, el bombo y el sueño. El Caribe endulzó las ficciones con el novedoso realismo mágico al que Carpentier añadió un toque barroco que parecía sacado de surrealismo. Llegaron los narcos con sus atavíos singulares, sus corridos, “sus viejas”, sus camionetas y sus armas doradas o de oro. Se entronizó la corrupción y, durante los primeros capítulos del siglo XXI, la narrativa del machismo todavía brilla por su ausencia. En este galimatías, una cosa es innegable: los mexicanos no sabemos cómo somos, pero detestamos lo que somos. Evadir los espejos, he ahí la raíz del complejo ancestral: no mirarnos, no reinventarnos mediante el prodigio de las letras ni reconocernos sin las máscaras cambiantes que con tanto celo ostentamos como el trofeo de una gran mentira: la misma que nos define y jamás nos abandona.