Del Padre/padre
La figura del padre campea desde la Antigüedad en las letras, no como el hombre maravillado ante el prodigio de la creación, sino quien, al probar su autoridad, se vuelve intimidante. Como la historia de mujeres buenas que iluminan a quienes la rodean, la bondad amorosa del padre no frecuenta los grandes temas, como no sea para ponderar el prodigio de Gepetto, cuya conmovedora benevolencia pudo crear “un niño de verdad”. Lo contrario salta con regularidad de lo real a la memoria reinventada.
De pobre diablo escudado en la cólera -como hay legiones- al sacerdote que los “fieles” llaman padre por administrar la culpa en su alma, la gama de paternidades no es tan diversa ni ajena a los cercos limitantes de la cultura. En el contraste entre el espectral san José, un anodino que desaparece sin dejar palabra ni huella cuando el niño comienza a crecer, y el violentísimo súper macho que tan bien representan Hemingway, Fiódor Karamázov o Artemio Cruz, destacan el emblemático cacique Pedro Páramo y el desfile de fantasmas que, al modo del rey Hamlet, torturan hasta el delirio a sus desdichados huérfanos, porque la única verdad verdadera y universal es que “nadie sale ileso de un padre vivo, pero mucho menos del padre muerto”.
Todo empezó por Kronos, que devoraba a sus vástagos para no ser destronado. De tan tremenda y omnipresente, pervive su Ley. Ley del egocentrismo que hizo suya Zeus, insaciable violador, al cortarle los genitales al padre y abatirlo no para romper la cadena perversa, sino para presidir él mismo otra edad y multiplicar los enfrentamientos entre creador y criaturas. Para desgracia de las generaciones, ninguno de los hijos del Padre del Cielo se atrevió a mutilarlo. Cuando Atenea pretendió actuar por su cuenta, él la cogió de las trenzas desgreñadas y, sin soltar carro ni arreos, la sacudió de manera brutal y, llena de heridas, la lanzó por los aires. Zeus no murió, nunca bajó la guardia ni cayó en el olvido. En honor a su inmortalidad se fusionó a la historia de Occidente y continúa sentado a sus anchas en el trono del patriarcado.
Con apenas ajustes en la compleja historia del poder, en la que se juegan la sucesión, la rebeldía, la identidad y los anhelos liberadores, el Padre/padre encarna la palabra esencial. Del Verbo del origen provienen los nombres, lo mencionado y lo innominado, lo disfrutado, pensado y sentido; también lo padecido, la fortuna, lo imaginado y el infortunio: tal el significado del Padre/Verbo/patria/palabra esencial. Es el misterio y cifra de autoridad e identidad (o de su falta de). Su larga sombra todo cubre, todo permite o prohíbe, propicia o detiene y, por insignificante o grande que sea él mismo, su simiente simbólica puede abarcar las más disímiles expresiones, sin descontar la gravedad de su ausencia.
En contrapunto de la madre, cuya palabra está lejos de convertirse en Ley, en el progenitor caben modelos tan radicales y prolíficos como el del dicho Zeus, Padre del Cielo y primer violador amparado por la memoria del mundo; y el del Dios de Moisés y de Abraham: terribles y omnipresentes si los hay. Ambos representan extremos de un patriarcado tan totalizador y egoísta que no cesa de actuar en libertad desde los días del mito y la tragedia hasta la invención del teatro, la novela, el cine y los relatos realistas y modernos. Para probarlo, Dios/padre ordenó a Abraham sacrificar a su hijo Isaac. A punto de clavar el puñal en la víctima, en el ara ya con leña un ángel detuvo su mano: “Ahora se que tú respetas y obedeces a Dios”. Otro padre tremendo, Agamenón, sí que consumó la inmolación de su hija Ifigenia en honor de Artemisa, “para obtener vientos propicios”. Heredero de Kronos, Herodes ordenó matar a los pequeños por el temor a ser destronado por uno de ellos… Así Layo, el padre de Edipo, aunque el Hado dispuso otra cosa…. Y sigue la historia del poder del padre hasta ocupar las páginas rojas de nuestros días.
Ejemplo monumental y estremecedor, el Rey Lear solo consigue mirarse en el abandono y en su extrema debilidad cuando es rescatado por Cordelia, la hija que desheredó y despreció por no haberlo adulado. Ejemplo de amor filial, Cordelia comparte el símbolo de la eterna Antígona y, como ella, al tiempo y en la vida también acaba suicidándose.
Balzac, Kafka, Philip Roth, Vargas Llosa, Octavio Paz, Paul Auster… Los que se han atrevido con el retrato del padre horrendo han dejado palpitante su inmensa huella. No es hazaña menor levantar una punta a la infamia del patriarcado. Casi intacto, el resto del velo aún cubre una historia de vergüenzas y mucho dolor, así como de violencia e injusticias apenas recogida por firmas femeninas. A diferencia de las rivalidades masculinas entre padres e hijos, las hijas padecemos el patriarcado y su egocentrismo implícito desde perspectivas y limitantes distintas; tanto, que el Padre/patria se extiende desde la mirada primera al trato a la madre. Luego lo servimos, lo honramos, lo protegemos, lo cuidamos y siempre, siempre, siempre lo aborrecemos: raíz de la mentira sin resolver que nos marca desde antes de la concepción. De la palabra inicial a las calles, a las aulas, a las demás relaciones, al adentro y al afuera; es decir, el titán nos lanza al equilibrismo, al miedo y a la rebeldía en pos de identidad. Nada que ver con la masculinidad fiel a un principio de humanidad que, por serlo, es esencialmente ético y amoroso: una rareza, digo, que nada tiene que ver con prejuicios ni con cuentos.
Raro, si, el rebumbio mexicano por el “día del padre” (también la madre tiene su fondo cenagoso, pero es otra cosa). Reveladora celebración en los dominios de Francisco Villa, Pedro Páramo, Artemio Cruz y la cáfila de padres ausentes, alcoholizados, abandonadores, golpeadores, majaderos, mentirosos, abusadores, egoístas y exigentes de raíz: fundadores de familias como “criaderos de alacranes” (genial acierto de O. Paz). Si de veras se quiere entender el carácter y la historia de México, comenzar por los modelos dominantes de ser padre. Las guías están en la generalidad, no en las excepciones.