Del polvo y la memoria. Juan Rulfo, 2
Hay niños que llevan en el gesto la historia siniestra de sus pueblos. Mejor que en la piel reseca, la amplitud de una sombra larga se ve en la mirada de criaturas que van en bulto en el dorso de la madre. Su cabecita ladeada y brazos y piernas colgando desnudos por fuera del rebozo ha sido imagen infaltable en mi memoria mexicana. Puedo ir a Chiapas y al corazón de Oaxaca, donde percibo aires prehispánicos y efluvios de antiguos dioses, y un sentido terrenal del tiempo agita la certidumbre de otredad que se resiste a integrarse a nuestras letras. También ajeno, aunque distinto a la peculiar expresión de los indígenas, algo reconozco del Norte agreste descrito en el Ulises criollo. Ahora presente en novelas teñidas de narcos y sicarios, la violencia que intimidó al pequeño Vasconcelos y en su hora vinculó al talante de su enemigo Calles/Huichilobos, no es del todo ajena al indócil territorio que don José –en su experiencia y en su saga autobiográfica- identificó con los apaches, por decir lo menos.
Caso único en este México aún inescrutable, en cambio, Jalisco es de las pocas tierras que inscriben el paisaje en las venas de su gente y, por razones misteriosas, con suerte engendra alguna obra de arte en la pintura, en la arquitectura o en las letras. Algo hay, no cabe duda, donde Rulfo, Arreola, Orozco, Azuela, Barragán, el Dr. Atl… parecen sacados de la nada, del silencio o del paisaje de polvo y desamparo, porque de pronto arrojan sus gemas prodigiosas, aunque tarden en ser reconocidas. Ni medias tintas ni colores tibios ni palabras quietas: es recia nuestra tierra jalisciense, dura si las hay, difícil y proclive a ahijar no uno, sino a muchos pedros páramos y Juan preciados de carne y hueso.
Ni Juan Rulfo, su intérprete y creador, fue capaz de explicar lo que hay más allá de lo aparente. Lo mostró y lo dotó de sentido, y con eso tuvo bastante: llano con la brújula perdida; alma prófuga en el agave de su elixir corpulento y profusión de adobes y muros inconclusos, maltrechos o derruidos. Así, con burros tristes e integrados a la rutina de los días, atenazados por el calor del mediodía, rodeados de hombres y mujeres taciturnos que, de natural murmuradores, nunca muestran sus verdaderas intenciones. Así de engañoso es el paisaje: de ahí la ambigüedad de Rulfo entre los vivos y los muertos.
El espíritu del monte allí también se lee –en el festivo Arreola, por ejemplo-, y de Enrique González Martínez a Mariano Azuela o de José María Vigil a don Antonio Gómez Robledo podemos decir que en la riqueza literaria del Estado hay cabida para la imaginación deslumbrante y el realismo social, para el locuaz y el taciturno o para la cuna del modernismo, el rigor intelectual de Gómez Robledo, también excepcional, y una que otra mujer que consigue colarse a lo que Yourcenar calificara de "club de caballeros". No me extraña, pues, que Comala, entidad imaginaria, sea reconocida aquí y en todas partes cual referente unívoco de lo mexicano: lo mexicano que es y no es esencia ni espejo, vida vida ni muerte entera. Comala es enredo de desaliento, locura, machismo, dolor, búsqueda, cortedad, desengaño y violencia. Comala es el revés de una verdad que intriga, a veces avergüenza y siempre causa sufrimiento. Comala se entreteje al síndrome de los vencidos y todavía alimenta una extraña y fatalista inclinación a la derrota.
La orfandad doliente fue guía de su destino; y los muertos, batallón de nombres que ensanchaba la costumbre del murmullo y de las pérdidas. El tercero de cinco hermanos, en Sayula entró de parvulito a una escuela. Lo imagino con el listón negro de luto que se les cosía a los niños en la manga. Los años veinte eran de tumbas y de restas. Quizá por eso aprendió a perderle el miedo al camposanto. Con la abuela, en San Gabriel, fue a parar la biblioteca del cura Irineo Monroy que buena, mala o regular, a toda costa quiso protegerla de las huestes durante lo peor de la Cristiada. Quién iba a creer que el pequeñito nieto de la casa la iba a aprovechar. No que los fanatizados en los templos superaran en respeto o calidad humana a las fuerzas del gobierno; después de todo, todos provenían del mismo infierno y serían contados los que al menos conocían el silabario. Sin embargo y resguardados por mujeres, los libros parecían en buenas manos. Las mejores, las del niño Juan, que leía y leía sabe Dios que títulos y autores pues, hacia sus diez años de edad y desde luego ya sin madre, fue a parar al riguroso orfanato Luis Silva, en Guadalajara, donde –de 1927 a 1932- estudió de cuarto a sexto año, más “el sexto doble”, dedicado a la instrucción de oficios comerciales.
Por documentos y entrevistas que recobraron la memoria de su infortunio infantil, se sabe que de por sí taciturno y confinado en terrible indefensión, en el orfanato comenzó a deprimirse y ya nunca se le quitó la tristeza que marcaría su carácter. Lloraba sentado en los rincones. Cultivaba el silencio en vez de jugar, si es que era posible jugar en ese régimen carcelario que, durante los años del Maximato, mal y peor se respetaba el legado educativo de Vasconcelos: “Lo único que aprendí fue a deprimirme. Fue una de las épocas en las que me encontré más solo y conseguí un estado depresivo que todavía no se me puede quitar.”
Pobre y alejado de la familia que le quedaba, con el recuerdo trágico del padre y del abuelo asesinados, su desamparo se acentuaba al comprobar que, por contarse entre los que menos pagaban, era de los que se quedaban con hambre. A base de frijoles, atole blanco con piloncillo, tortillas contadas y carne echada a perder, el alimento se convirtió en privilegio especialmente los sábados, cuando el Hotel Fénix mandaba las sobras que los internos esperaban con ansias. La poca o ninguna formación literaria que recibió en una escuela procede de aquellos días. No obstante, la nostalgia era tan suya e intransferible como su temprana pasión por las letras, de la que daría cuenta desde que, no obstante su corta edad, tal vez fuera el único interesado en aprovechar las lecturas que resguardaba su abuela.
Muchas veces, estando frente a frente en el café de la librería El Juglar, imaginé que la luz hiriente del San Gabriel ya remoto era similar a la que lastimaba a sor Juana en su Nepantla infantil, también enigmática. Nepantla y Comala: dos verdades ficticias, dos nombres/baúl a cual más secretivos, dos entidades distintivas del no-lugar mexicano que sabe burlar al tiempo e invariablemente lastima, como el calor de sus horas más bravas, como sus máscaras, su sigilo y su impulso de muerte.
Sin padre, como él, la biblioteca del abuelo fue para la Juana Inés adueñada de las palabras lo que la del cura Monroy para el pequeño Juan, entregado al silencio. Dos extremos, dos orillas, dos maneras de ser engendradas por una misma crueldad. Dos voces que no pueden ser más que de aquí, donde hasta la lengua nos es ajena, aunque se antoje apropiada. Si ella inventó una cultura, él nuestra gran literatura. Sin la monja, nuestra palabra no tendría fundamento. Sin Rulfo, México no habría accedido a las letras monumentales. Uno y la otra, cada quien en lo suyo, crearon los sedimentos de un universo que tenemos por propio, que nos recrea y nos refleja, que nos muestra y, a la vez, nos indica que hay más faltantes que saldos.
Sor Juana no sería ella sin el contexto de Nueva España. Así Rulfo respecto de Sayula y del llano desolador que determinó su destino. Me gustaría imaginar al niño que fue mirando al burro cargado con los libros verdes de Vasconcelos. En su breve función, el fundador de la SEP deseaba llevar los clásicos a los rincones más apartados de un México con más de 90% de analfabetos. Quiero pensar, además, que entre los chispazos cristeros Juanito encontró su verdadero recurso de salvación al descubrir su voz y su mundo gracias a la lectura de Virgilio y de la Ilíada y la Odisea, las Mil y una noches, Dante, Romain Rolland, Goethe… Pues, ¿de que otra cosa podría estar compuesta la biblioteca del cura como no fueran fundamentalmente los libros verdes en esas comarcas míseras, tramadas de carencias y olvidos de Dios?
Lo pienso, repaso el Virreinato que fue; luego el México de un siglo XX que empezó con sangre, estalló con más sangre, siguió con hambre, tribalismo y desolación y concluyó con su herencia de ceniza, miseria, crímenes, descomposición social e ignorancia al filo de la globalización. Entonces valoro el prodigio de sor Juana, el milagro de Alfonso Reyes, el genio de Rulfo, la maravilla de Octavio Paz y repito que si, en la palabra y en el arte ha estado y está todavía nuestra verdadera salvación.