Diarios. Otra vez los espejos
Mal podríamos referirnos al eje o mapa del carácter de un autor sin explorar sus espejos caprichosos o monólogos en tinta. Pasan los años y continúan fascinándome las inimitables Antimemorias de Malraux por su extraordinaria mitomanía/megalomanía que, a su pesar, muestran al hombre detrás de la figura pública. Al reinventarse se ganó un lugar en la gran literatura por su originalidad y buena pluma, además de que con cada relectura se mejora su relato. Una de las memorias más embusteras, exageradas e inseparables del ejercicio del diario que haya leído, ideó al yo de papel que realizaba hazañas heroicas en Indochina o en la guerra civil española o que se aventuraba a lo grande con los maquís durante la Resistencia y -eso sí- que, amante del arte y la cultura, dictaba conferencias y fundaba museos que todavía asombran. Con los sentidos y la mente en alerta, tiempo le quedaba al supermán de las letras para escribir grandes obras y sufrir dramas personales. Desde la cuna construyó al personaje imaginado y logrado, sin dejar de ser el admirador vitalico de Lawrence, el de Arabia.
Algunos como Anaïs Nin desvelan al yo recóndito que, desde el fondo de sus existencia tremenda, burla el control del escritor experimentado. Otros repasan, como Sandor Marai, la biografía fusionada a la patria que lo repudió y al final pretendió acogerlo. Salvo ejemplos de los que llevan el diario como recado para el porvenir, agenda o constancia del insoportable pavor a la confesión, aun páginas asépticas como las de Alfonso Reyes, tienen algo de armario que se antoja abrir. Miedos, deseos, frustraciones, fábulas, sueños, juicios, algún chisme, dudas y reflexiones: el diario supera al confesionario religioso al capturar las oscilaciones del ánimo, lecturas, sensaciones y los anhelos y los días. Este singular espejo seguramente comenzó a frecuentarse cuando, en prosa o poesía, casi todo se había probado, salvo el yo íntimo y cotidiano, que por cierto también tentaría a Montaigne.
Suelo releer a Virginia Woolf porque a diferencia de sus ensayos y novelas, en sus diarios veo, de cuerpo entero, a la inglesa perturbada que llenaría de piedras sus bolsillos para suicidarse en el Río Ouse. Mantengo una gran curiosidad por el lado oculto, por lo que se calla o se enmascara. En el diario se rompe el silencio. Allí fluye la palabra interior, inclusive de manera incoherente. Es el espacio de los libre/pensamientos. Al escribir el ruido recóndito golpea, de preferencia cuando aprieta la noche, y sorprende con una imagen, una sensación o con la taquicardia que retumba hasta hacer saltar los ojos. Voz perturbadora, la del diario es la más pujante por su libre asociación.
Único reducto donde todo es posible, su verdad es ficticia y la ficción verdadera: somos el otro y el que somos; el real y el imaginario que cede a un ir y venir, avanzar y retroceder. El diario, en suma, es vaivén, pausa y silencio. Es tensión, duelo entre la necesidad ineludible de escribir y la imposibilidad de hacerlo. Diría Kafka que es el miedo de “no hacerlo a la altura…”; una altura quizá fabulada en la vacilación del deseo… A diferencia del control amañado de las autobiografías -ahora renombradas “autoficción”-, esto y más se desborda en los diarios hasta que la voz interior trasmuta en texto. Confesionario y santuario, la irracionalidad se entremezcla a la sabiduría. Las partes más negras del ser nos remiten, compasivas, al sentimiento de humanidad. No extraña que Virginia Woolf frecuentara estos espacios tan suyos, tan cercanos al recordatorio del “secreto”, su tormento. Su diario era lo reservado por excelencia, el nutriente del misterio teñido de locura que ni en su mejor cordura pudo soportar. Así la magia de los diarios: dejar que todo se nombre, ceder al absurdo y no intimidarse ante el vacío ni la sin razón.
Las Meditaciones de Marco Aurelio son hasta donde se y a pesar de algunas reconstrucciones medievales, el primer registro de un diario o “conversación consigo mismo” de que tenemos noticia. Consciente de que tenía que conciliar la doble misión que desempeñaba como filósofo y emperador, escribió sus máximas sin intención de publicarlas, aunque por su dignidad imperial se conservaran todos sus papeles. Siglos después leemos al hombre no al regente, cuyas contradicciones hacen pensar en el poder, en el sentido del deber y en la dificultad de actuar en contra de las convicciones.
Salvo rarezas, en el pasado remoto no se cultivaban los diarios. Conocí en Japón manuscritos conmovedores que me tentaron a estudiar este mundo casi inescrutable en el que el autor carece de importancia. La supremacía del yo es cosa de los tiempos modernos. De ahí que los diarios sean espejo del individuo y de su hora. Los hay de todos los modos: “taller” de escritura, registro de viajes, apuntes sobre libros y temas o borradores de obras maestras y ficcionarios. En esencia, este no-género no persigue la aprobación de nadie, pero ni Leonardo ni Kafka se atrevieron a destruir sus cuadernos. Tal privacía nos confronta desde un yo que es “el otro”. He leído diarios tan tremendamente dolorosos que me han dejado en carne viva, como el desollado. Es lo que atrae del mundo secreto, casi literario, del camino recorrido o fantaseado. Espinoso en ocasiones, confuso o enmascarado, extasiado con la luz o la oscuridad, con lo sagrado, las lecturas, la música, los sueños, el silencio o el lenguaje… Nada como los secretos: desentrañar, nombrar lo que se observa y no se dice, lo olvidado o velado, lo leído. Las historias íntimas, el saber y las voces llaman por lo que ocultan, no por lo evidente. Así este universo del revés del libro donde se plasma el verdadero carácter.