Diarios perdidos
Mis diarios han sido una ruta de vida, el paso a paso y guía del destino. Traza de subidas y bajadas, taller y en sus orígenes, suplente del amigo imaginario. Apareció sin saber que creceríamos y envejeceríamos juntos y sin sospechar que los cuadernos perdidos hablan: hablan de la suya y otras ausencias. Hablan de estaciones de ferrocarril, de inviernos, personas, libros y casas de paso; de una de tantas guerras en Medio Oriente, del equipaje robado el día que pasé en Treblinka, del hallazgo en China de una lapidoteca a campo abierto y de cómo las cosas caminan como si obedecieran consignas…
Hablan de lo real y de lo irreal; de lo invocado, lo reprimido y lo que pedía ser nombrado. Hablan de la continuidad imposible y de las preguntas que lanzaba a dioses extintos para que no se borraran de mi memoria. Hablan de mis palabras. Los muertos-vivos salían de mi vida como los olores que dejan huella: iban/venían según los oleajes a condición de que al presentirlos yo decidiera apartarme o salir corriendo. En cambio, la estrecha relación con las páginas no se parece a ninguna. No hay puente posible entre el blablabla de todos los días y el contenido de la escritura; mejor si privada. Su lenguaje es solo suyo: nada qué ver con gestos orales ni con diálogos entre personas; tampoco con tentativas fallidas porque a la página en blanco fascina el fluir de la tinta. La mano es el instrumento del “guión” que subyace en un fondo que pareciera que necesita ser despertado. Su lógica es espontánea y el texto renuente a acatar las normas. El tiempo pervive en los diarios de una manera que nada más corresponde a él, al llamado de cada frase, a su traza espontánea.
Los diarios que ya no están perviven en un memorial de olvidos tan decisivo que acaso por la Ley de la sinrazón se volvieron aguijón idéntico al de uno de mis sueños más horrorosos: ví el tema redondo. Lo escribí sin tachaduras y de corrido. Leí después una tras otra todas las páginas y me sentí agradecida por haber logrado la hazaña de que las palabras dijeran tan bellamente lo que mostraban o lo que insinuaran: cada una correspondía al significado en la historia que contaba; cada una era lo que no podía ser de otro modo. Cada una se asociaba a la claridad. Pudo haber sido un sueño vívido, idéntico a los referidos por meditadores budistas. Imposible afirmarlo. Solo supe, como si en verdad estuviera ocurriendo, que tenía en mis manos el libro anhelado y que casi adivinaba o se manifestaba su contenido. Lo titulé y empasté. Antes de entregarlo al editor, en cierto pasaje susurré: “debo recordar cada letra…” Al despertar, nada; ni una línea, ni un vocablo, ni un indicio: solo el vacío que deja lo que debió estar allí. Desolada, perduró la sensación de quedar bloqueada para toda la eternidad o al menos condenada a aceptar que todo carece de fundamento.
Desde la percepción de vacío cerré de nuevo los ojos y me dispuse a ver. ¿A ver, qué? Otro comienzo. Regresar a la imperiosa, inaudita pregunta de si lo visible es lo que se sabe, que si el sueño es la ilusión más perfecta o de verdad la mente, para confundirnos, escoge a capricho lo que quiere mostrar. Así pasaron semanas o meses, pero tanto el sueño como los diarios perdidos se negaban a no ser presencia. Su no estar en mi, conmigo, les otorgaba tal fuerza que me empeñé en renunciar a mi fantasía de lo que fueron para no esclavizarme al sentido imaginario que solo valía para mi.
Pensé en Buda, en su monumental fervor para alcanzar la liberación, en el triunfo sobre el deseo y la turbación causada por lo ilusorio. Un sueño y los diarios perdidos eran la fuente falsa de mis tormentos: representación de una permanencia pueril y lo que los budistas asocian a la ignorancia que nos impide abrirnos al vacío purificador, al vacío liberador. Añoraba algo que era nada. El vacío ni siquiera reflejaba el esfuerzo inútil de hallarle sentido a la irrealidad o al impulso de ceder al desapego como remedio contra la frustración. La ausencia, sin embargo, era una lesión intangible que dolía tanto como el sentimiento de orfandad que, por falta de fe, acomete a quienes claman piedad por pedir certidumbre y sosiego.
Un día se impuso la calma.
Ningún cumpleaños, como el más reciente, me había llevado al pasado o a esa idea de lo perdido que tan claramente transferí a sueños soñados y diarios desaparecidos. Al amanecer observé el alto y muy privado mueble con decenas de libretas a medida, engastadas en piel y escritas de punta a punta. Como ráfaga me habitó el sinsentido: algo completamente distinto al vacío porque su golpe era activo para evidenciar la inutilidad de lo que ilusoriamente supuse significativo. Me pregunté para qué o para quién he resguardado la palabra/baúl urdida desde la infancia. En penumbra y de pie frente a tantos testimonios de sinceridad que con celo vigilé alguna vez de la enfermiza curiosidad de un vampiro domiciliario me reconocí yo misma perdida en el Libro de las preguntas de Jabès y causa de la sonrisa burlona de Montaigne.
Me sentí tentada a tirarlo todo. Inhalé, exhalé, y cuando dudaba entre que sí o entre que no dar al traste con el registro de los ayeres llamó el teléfono y recibí una enorme alegría: con diarios o sin ellos, la vida es así: ondulante, imprevisible…