Djuna Barnes, 1
Fue precoz, talentosa y arrojadiza hasta los cuarenta de edad, cuando la abandona en definitiva su gran y conflictivo amor Thelma Woods, con quien se enganchó apasionadamente en los cenáculos femeninos diez años antes, cuando una muy experimentada Thelma tenía 19 y Djuna 30. En contrapunto de su legendaria disipación en el París de entre guerras, se volvió casi monástica, amargada y tan ciega como astuta, agarrada al dolor, al desengaño, a la soledad y al alcohol durante los cincuenta que siguieron hasta morir, a los 90, refundida en su pequeño y sucio departamento de Nueva York, donde no aceptaba a prácticamente nadie. Inaccesible, hostil y con la lengua tan afilada como su pluma, no dudaba en agredir a periodistas, investigadores o curiosos, a pesar de que autoras como Carson McCullers hicieran lo que fuera para ser atendidas, como llamar incesantemente a su puerta, a pesar de saber de que, salvo excepciones como Isak Dinesen o Susan Sontag, cuya inteligencia reconoció, Djuna Barnes menospreciaba a las escritoras.
Gracias a la intervención de mecenas como la más generosa Peggy Guggenheim o Samuel Beckett, quien no dudó en cederle parte de sus regalías por Esperando a Godot, su economía y su mala salud de hierro no descendieron a la indigencia, como sería de esperar en una naturaleza extrema como la suya. Aseguraba que era mejor permanecer creativa, podre y sola en su apartamento deteriorado que refundirse en un asilo de ancianos donde, por encima de la anhelada muerte, estaría condenada a la desesperación infecunda y al fatal espectáculo de la senectud.
La furia que conservó apretada entre los dientes contribuyó a nutrir su leyenda. La describen alta, elegante, digna y emblemática cuando se dejaba ver en el entonces extravagante Greenwich Village, aunque procuraba pasar inadvertida durante sus escasas y cortas salidas por el barrio. Hermosa a su pesar, Djuna se resecó tanto al envejecer que la autodestrucción la habitó al grado de que “su departamento apestaba a anciana” y “las cucarachas corrían en fila desde la cocina para ocultarse en las noches bajo su cama”. Ninguno de sus personajes la superó en acritud, lo que ya es decir sobre quien dominó el arte de la oscuridad. Hija del vago, bígamo y mantenido Wald Barnes y Elizabeth Chappell, también con inclinaciones artísticas, Djuna compartió la cama y las noches con su excéntrica abuela Zadel hasta rozar la adolescencia y absorber sus inclinaciones intelectuales que, con mucho, superaron lo que pudo aprender de haber asistido a alguna escuela.
Lo que ya se sabía del atroz anecdotario de su experiencia infantil se infiltró al contenido de The Antiphon (1958): que Zadel era una feminista inglesa que fomentó la libre enseñanza de los nietos mientras mantenía a la tribu bajo su caótica tutela en la granja Huntington, en Long Island. La disipación de los adultos indica que la abuela no conoció límites, pues no sólo inició a Djuna en el lesbianismo sino que, acaso apegada a su filosofía del amor libre, pasó por alto la brutal violación cometida contra la joven por su propio padre o por el hermano de su amante, con quien Wald procreaba bajo el mismo techo. Algo parecido a la posterior experiencia hippie, aquello parecía una comuna sin ley ni control hasta que cierta mañana la abuela decidió que ya era suficiente y obligó al pobre diablo pero fecundo Wald a elegir a una entre ambas madres de sus hijos. Allí, en cosa de horas, nadie se ocupó de los arrojados y, adolescente aún, la diestra Djuna puso a prueba sus habilidades para contribuir al sustento de la madre y sus hermanos.
No obstante su reticente costumbre de evitar el tema de su infancia, la propia Djuna escribió que perdió su virginidad a los dieciséis, cuando su padre trajo a casa a un vecino de edad madura “para introducirla formalmente a los placeres del boudoir”. Imprecisa, dejó caer la duda de haber sido él mismo el violador o de haber participado con su “invitado” en una escena tremendamente grotesca. Lo cierto es que tan atroz agresión la amargó de por vida y no sólo no consiguió sobreponerse, sino que, desde que decidió abandonar los Estados Unidos, rompió para siempre con su familia nuclear y extensa y ni siquiera dejó de ellos algún un testimonio amable.
Desdeñada por el marido y por la suegra, Elizabeth fue arrojada de la granja con su prole. A partir de entonces Djuna y sus hermanos conocieron la pobreza, la necesidad de medio estudiar en alguna escuela y la urgencia de trabajar para sobrevivir. Autodidacta, Djuna no tardó en destacarse como ilustradora. Ejerció el periodismo en Nueva York hasta 1930, cuando se embarcó para Europa. Supo entonces que la vida podía ser un verdadero infierno y que la muerte era la tentación que más la atraía.
Apasionada, genial, desquiciada: Djuna Barnes rompió todos los moldes. Ni en el feminismo ni en las letras se daría tal ejemplo de transgresión aunada al fastidio frente a la estupidez. Quiso probarlo todo aun a sabiendas de que cada paso abría más y peor las puertas de su infierno. Sola o acompañada, sobria o ebria, no la arredraba la vida ni la muerte. Apostó por el riesgo y entregada a relaciones inestables no obstante apasionadas, eligió el espinoso camino que comienza en lo efímero y conduce al deslumbramiento, a lo bello y/o lo triste, lo placentero y al desasosiego aunado a la locura distintiva de los atribulados habitantes de la noche. Cualquier frontera le era pequeña y absurda cualquier aventura, pero se entregaba al dolor sin cortapisas y sólo por abolir convencionalismos. Arrastró a nuestro siglo el espíritu decadente del fin de siècle y, ante su total indiferencia sobre lo que opinaran de ella, fascinó a las lesbianas que frecuentaban los Salones en boga. Destacó por sus baterías de genialidad y desparpajo que descargaba a favor de lo proscrito en una de las expresiones más logradas de las letras estadunidenses.
Fue novelista, periodista, dramaturga, dibujante, ilustradora, pero especialmente un personaje que podía trasladarse de la autoría al protagonismo, a condición de no renunciar a la perversidad: única aceptación, según lo hiciera decir al protagonista de El bosque de la noche, el doctor Matthew O‘Connor, por la que se aprehende el sentido del pasado: “¿Qué es una ruina sino el Tiempo liberándose de la resistencia? La corrupción es la edad del Tiempo… El crimen mismo es la puerta hacia una acumulación, una forma de sentir el temblor de un pasado que aún vibra.” Dueña de un estilo inimitable, creó un género en sí mismo, algo entre el realismo, la recreación y la realidad ficticia que trasciende la novela. Se trata de una expresión original que no acepta calificarse de prosa poética ni cabe situarla en la ficción ni en la narrativa convencional. El bosque de la noche es una obra “opresivamente real”, como observara T.S. Eliot. Allí Nora/Djuna desnuda su dolor, rasga su espíritu y le pregunta al amigo qué sabe de la noche “para hacer más soportable su vergüenza y menos vil su miseria.”
La más célebre de las desconocidas, admirada por Joyce, Eliot, Ezra Pound, Faulkner, Hemigway e inclusive por Susan Sontag, Djuna Barnes destacó entre las estadunidenses más controvertidas, independientes y sensibles de la generación de nacidos a fines del XIX. Encarnó un arquetipo de mujer bella, liberada, culta, irónica, sufrida, mordaz, insolente y creativa que décadas después se consideró modelo de inconformismo social y agresividad feminista. Coetánea de Anaïs Nin, Jane Bowles, Alma Mahler y Gertrude Stein, eligió París por su vorágine transgresora, aunque El templo de la amistad, en la Rue Jacob la absorbería por sus atrevimientos licenciosos y destellos de genialidad: un modelo femenino al rojo que dotaría de sentido una época identificada con el furor que declinó con el ascenso del fascismo.
Peinaba cabellos cortos, muy cortos, y sus ideas eran largas: contraposición al prejuicio de Schopenhauer, a propósito de su tonta, aunque célebre sentencia “Cabellos largos, ideas cortas”. Antes de abandonar Nueva York, donde nació en 1892, publicó en 1911 una mezcla de dibujos y poemas: A Book of Repulsive Women. Luego, en 1923, A Book, reeditado en 1929, con tres relatos agregados, poemas, y escenas teatrales bajo el título A Night Among the Horses, donde ya eran visibles la excepcional calidad de su prosa, su extraordinaria penetración psicológica y una habilidad nada común para asociar conductas humanas y animales.
Autodestructiva, no obstante refinada por sus lecturas, nunca aspiró al modelo de escritora disciplinada, inofensiva o doméstica que se gestaba en su patria en un siglo XX en el que las estadunidenses parecían determinadas a no dejarse opacar por la opresora presencia de sus colegas masculinos. Cuenta su biógrafo Philipp Herring que, angustiada al enterarse del tremendo final de Sylvia Plath, no dudó en decir que Ted Hughes y no ella debió meter su propia cabeza en el horno. Contrapunto existencial de la Woolf, abominaba de quienes cuidan las apariencias y se convierten en rehenes del “qué dirán”. Como otras coetáneas quizá talentosas, aunque menos deslumbrantes, Djuna absorbió para sí todos los extremos del melting pot: intrepidez, temeridad, voluntarismo y cuanto cifrara la dureza del inmigrante avecindado en una tierra de promisión con libertades, salvo que se mantuvo fiel a su cabal desinterés por el desarrollo de la inteligencia femenina.
Con otras estadunidenses, también picadas del afán de tragarse el mundo, agitó al París de los años treinta, de por sí proclive a la disipación y aún enfermo de melancolía enmascarada de obnubilación: peculiaridad con la que los europeos conjuraban el saldo de sangre de la primera Guerra Mundial. No dejó experiencia sin probar ni anomalía sin tipificar en ese universo sellado por la perversidad, el furor y el dolor. Se creería que persiguió situaciones límite entre mentalidades culpables. Cedió a la fascinación dramática de una época que, para los creadores y artistas más connotados, osciló entre el desbordamiento poético, el apetito de lucidez y la aventura de irrealidad. Como ella, sus compañeros de aventura rozaron profundidades del infierno. Quizá aspiraban a una forma de humanidad ennoblecida por cierto ímpetu, más novelesco que realista. De la imprescindible bohemia que arrastraría el prejuicio de que el escritor, para serlo en verdad, debía explorar los recovecos del autodesprecio, se engendraron estilos y corrientes del pensamiento, incluido el existencialismo ateo, al calor de la candente animosidad de los años treinta. El arte y la vida se encontraron, así, en la región del absurdo: frontera más allá del nihilismo, donde acechaba la muerte disfrazada de figura de la noche. Se vivía un absurdo activo, diferente al kafquiano, que se ensañó desde la propia existencia hasta dejar al desnudo los convencionalismos y la conformidad.
Después de casi tres años de residencia accidentada en Europa, se estableció indistintamente en París o Londres hasta fusionarse a la vorágine de los “atribulados”. Consiguió editar Spillway en Inglaterra, durante episodios de verdadera turbulencia. Allí, Joyce –quien la admiraba profundamente- le regaló el manuscrito del Ulises. Participó de la escena ultrafeminista y decadente que otras novelistas, artistas, vivants, burguesas en busca de experiencias y casadas fastididas extremaron hasta el delirio en salones de mujeres, bares de lesbianas y largas jornadas de adicción al alcohol, al sexo y las drogas. Insólita por su precocidad, por su formación clásica y su resistencia física, Djuna pudo ser el mejor de sus personajes, el más descarnado habitante de su existencialismo nocturno y un ser tan sutil en su refinamiento intelectual que, hija fidelísima de la “teología de la crisis”, resulta explicable el ostracismo que practicó durante buena parte de su vida.
Gracias la curiosidad de sus biógrafos, que en vez de disminuir amplía la evidencia de su genialidad con los años, poco sabríamos sobre su largo retiro en el Village neoyorquino donde, enferma pero sin bajar la guardia, célebre y olvidada logró consumar un absoluto desapego de los demás y de sí misma. Conservó el espíritu guerrero hasta su muerte, en abril de 1982, una semana después de cumplir los noventa de edad. Odió “la boca común y el veredicto de lo vulgar”. Le aburrió la estupidez y descreyó de las buenas conciencias. Al prologar Nightwood, T.S. Eliot aseguró que Djuna era “el genio más grande de nuestros días” y su Bosque de la noche de tal modo excepcional “que sólo las sensibilidades educadas en poesía pueden apreciarlo por entero”.
CONTINUARÁ