EL CENTRO HISTÓRICO Y LA VERDAD DE MÉXICO
Todo está ahí, en el Centro de la Ciudad de México, sin congruencia ni hilo conductor: vestigios de nuestro pasado mexica, huellas de la colonización, edificios y sueños truncados desde la Independencia hasta el porfiriato, los gobiernos de la Revolución y la pesadilla de nuestros días, incluidos defecaderos y orinales a cielo abierto, ratas, comederos insalubres, teporochos tumbados a discreción, estatuas de la Santa Muerte engalanadas en el mejor estilo kitsch, efigies de la Guadalupana en banquetas y comercios atiborrados de luces y baratijas, San Judas de cualquier tamaño, tendajones, prostitutas y padrotes, vecindades y jonucos, niños que juegan con basura, pordioseros y ladrones, iglesias, mercados, fritangas y conventos que despiden olores putrefactos… Lo insólito se aprieta en esa zona, inclusive nuestro amor/odio por una Capital en la que vida, supervivencia y muerte se entremezclan a la repugnancia, al placer y al asombro.
Tan cabal imagen de nuestra sociedad desestructurada ilustra la historia el poder. Una república maltrecha engendra esperpentos, falsos redentores, ángeles exterminadores y protestas cada vez más anárquicas y consecuentes con la ilegalidad de la costumbre amañada de gobernar: justo lo que, con desnudez impúdica, hace del Centro un laboratorio invaluable para desenmascarar la verdad de México. Sin descontar nombres de las calles ni recintos que atesoran memoria y olvidos de quienes nos precedieron, lo mejor y peor logrado de la complejidad política de nuestro pueblo se congrega en este paisaje urbano. Abrumador y excesivo: así es el saldo de una larga jornada dedicada a recorrer desde el área de La Merced hasta la iglesia de la Concepción, aledaña al Teatro Blanquita.
En realidad, nada falta para conocer las bajezas ni las aspiraciones de que son capaces los hombres. Lo demuestra el extraordinario Museo Memoria y Tolerancia: el más alto ejemplo de lo que se puede lograr cuando talento, cultura, compasión, dinero y conciencia se activan con el sentido de fraternidad indiviso de la esperanza. Lo escribió André Malraux, y no se equivocó: “Como los unidos por el amor, los hombres unidos por la esperanza y la acción alcanzan dominios que no alcanzarían por sí solos”. Y lo contrario, también. No es casualidad que, sobre las ruinas del temblor de 1985 y embellecido por la plaza y los diseños de Legorreta, Arditti+RDT Arquitectos construyeran una obra de arte para testimoniar, encabezados por el exterminio nazi, tanto el alcance del mal y la locura como del dolor y la irracionalidad.
Los contrastes, pues, son inagotables. Si el ímpetu devastador de generaciones insensibles al legado de nuestros abuelos no es ajeno a la degradación de la Justicia que se respira en cada metro, tampoco la incivilidad que campea en las calles puede sustraerse de la corrupción cultivada en la vida pública como si fuera inseparable del talante mexicano.
La revoltura de edificaciones ruinosas, plazas y edificios espléndidos está poblada por una muchedumbre que subsiste entre la rapiña, el ingenio, la improvisación y una vasta gama de actitudes que oscila entre las tentativas de orden al caos intimidante. En aproximadamente 57 mil metros cuadrados se concentra el rostro de un país que a cuentas gotas –y no siempre con éxito- desafía el estigma de la derrota que los mexicanos llevamos en la frente. La profusión de máscaras que pretende ocultar la verdad de un pueblo que se niega a aceptar su dualidad, exhibe aún la necesidad de sostener una mentira viva, no obstante vieja y artificiosa, con la que se cree aliviar la cruda realidad.
Es el ocurrente recurso de los disfraces, precisamente, el que mejor revela la enquistada costumbre del poder que acude a la promesa, al alarde, al timo, a la simulación y al engaño para golpear una verdad que, a su pesar, se impone con más dramatismo cuanto mayor la pretensión de ocultarla. Al modo del machismo pródigo en inventos para continuar aplicando la máxima que dicta “te quiero, te golpeo”, el Poder castiga al incauto y al desvalido tras la fórmula de leyes reformadas y dictados irrefutables que, lejos de subsanar la miseria con ignorancia que incrementa la tragedia mexicana, acelera el proceso de depauperación que envilece a los indignados en la proporción en que enriquece a los privilegiados. Sin embargo, el “desvalido” sabe cómo vengarse al enrostrar su condición lumpenizada.
Inocultable en el “corazón de la Capital”, el arco en tensión entre la pobreza y la riqueza, entre la tolerancia y el abuso, entre el horror y lo bello que consiguen burlar el efecto “mano de hacha” que tanto la furia lumpen como la codicia burguesa esgrimen con lenguajes diferentes, deja en claro lo innegable: de la globalización del despojo no habrán de surgir ni el equilibrio social y mucho menos los medios para amparar la dignidad de las personas.