Martha Robles

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El día después

San Gregorio, Xochimilco. elgráfico.mx

Imagino el último minuto de la II Guerra Mundial;  el último de Auschwitz. Imagino la  inmensidad de tantos “días después” que, de la Antigüedad remota a nuestros días, han atormentado a millones de personas y animales. Imagino incontables cautivos al ser liberados, congoleses famélicos, ciudades devastadas, bombardeadas, inundadas, quemadas, sembradas de cascotes, de supervivientes y de muertos.  Imagino palabras, generaciones, culturas extintas y sueños quebrantados.  Recuerdo rostros llorosos y manos tendidas, penas insondables, heridos, muertos y bombardeos en el Medio Oriente. Los niños abandonados, la destrucción de Katmandú, de Amatrice, de L’Aquila y otros poblados  del centro de Italia. Recuerdo vestigios de templos sin fecha en regiones que han cambiado de nombre y agregado memoria a la memoria encenizada de hace miles de años. Recuerdo cómo me llenaba de tristeza durante el paso a paso por  Treblinka. Recuerdo la carcajada de un turco desdentado, la mirada pícara de una muchacha en Kerala, la piras en las plataformas de Benarés, buitres sobrevolando a la espera de carroña en los linderos de Bombay. Recuerdo cómo me seguían los ciervos en Kioto y los patos al llegar a mi casa, en Den Haag. Recuerdo cada terremoto padecido en mi país y la necia repetición de las desgracias. Recuerdo al Hombre y me pregunto qué es el Hombre.

Mi mente se llena de voces nunca escuchadas, de plegarias desatendidas, susurros y rogativas en tantas lenguas que me pregunto si acaso a los dioses en verdad interesa el infortunio de los mortales. De tanto abultarla con imágenes, sensaciones, trazos, sonidos, ensoñaciones,  palabras, sentimientos, fábulas, fantasías, números e historias de la más diversa índole, llegué a creer que la memoria, como los pueblos, sus prejuicios y sus credos, tenía fronteras, límites preestablecidos. Pero misteriosa como es, igual que lo demás que nos define, en la memoria cabe más y más: cabe lo nuevo y lo viejo; lo tangible y lo intangible. Lo que pillamos al paso, el aroma del jazmín y el gesto ciego del Borges silente apoyado en su bastón. Cabe el llanto nocturno del anciano, la soledad del adolescente, el prodigio de parir, el desamparo del damnificado, una impotencia tremenda, otra forma inexplorada de indignación y modalidades del asombro, de la empatía y del amor que no pueden menos que dejarnos maravillados. Así el movimiento trágico cuando memoria, destino y descubrimiento se funden para sellar a fuego y hierro la traza de la solidaridad en un rostro que hasta entonces se daba por sentado. Volteo a mi alrededor y sin quererlo ni proponérmelo se me vienen encima la historia y lo sagrado; los poderes oscuros y la ocasión de deslumbrarme.

Propio o apropiado, de golpe el ayer me espeta la suma de incontables lamentos, esperanzas frustradas, quebrantos, duelos, ausencias que me arrancan la piel, pérdidas que nos hacen gritar piedad, nombres que quedan inscritos en muros funerarios y páginas o frases cargados con tal intensidad que por si misma la compasión me cubre toda, como neblina en los inviernos nórdicos. Hay dramas, miserias y temblores que nos obligan a tocar la ineludible fugacidad. Estamos hechos  de vida y muerte, de destellos de luz y pozos negros. Vida efímera, a ratos intensa, contradictoria siempre y fatalmente ensombrecida por el sufrimiento próximo o lejano.

Pienso en el dolor de víctimas de desastres naturales teñidos de corruptelas o de tal cantidad de ataques, abusos y crueldades que, ante las evidencias de nuestro reciente temblor, ya dudo de si es peor el azote de lo imponderable, la humana capacidad de hacer el mal y aprovecharse de la desgracia ajena o  perseguir el beneficio propio a costa de los caídos y de la congoja que dejan los recogidos por la Moira.

El día después inaugura el terror a lo ignorado, la noche oscura. Es lo no previsto, el día de las manos vacías: instante umbroso, frío, de incertidumbre, con los sentimientos orientados al cielo y de espalda al misticismo. Es la hora en que se resienten los dolores, los ojos se abren y el pasmo desafía al carácter. Un instante, el de la nada. El insomnio es largo y la conciencia se mueve desde honduras inexploradas. No hay rumbo, sólo temple.  La voluntad impone el  deslinde entre la inmovilidad y la acción: punto preciso en que la gente y unos pueblos se distinguen de los otros. Unos corren a ninguna parte; entre gritos ceden a la tentación del vencido y en medio de conflictos internos, desaparecen de la historia. Los menos o quizá más fuertes se rehacen, se levantan con heroicidad, empeños sostenidos y tan férrea disciplina que a poco fundan edades, sistemas renovadores y culturas tan abiertas que florecen los poetas y los músicos. Los débiles se rinden a la inercia, a la fatalidad y a la costumbre de sufrir y lamentarse. A los vencidos se los ve  cual sombras de sus miedos, eco de sus ecos ya enquistados y condenados a seguir como rehenes de fracasos seculares.

El porvenir es ya pasado. Mentira que el olvido condena a repetirse. Mentira que recordar evita los retornos cíclicos del mal, de los genocidios y de tantos episodios que nos ponen como sello el gesto de dolor o la cara roja de vergüenza. Hay casos en los que olvidar es una forma de sanar y otros en los que recordar afila el estilete que mantiene vivas las heridas. Recordar no impide la inclemencia.  Olvidar tampoco conduce a la crueldad. Motivos para llorar siempre tenemos, pero hay un Poder por encima del  poder que nos hace inhalar, exhalar, sonreír y ser felices aun durante  silencios profundos y noches oscuras.

Inundaciones, plagas, terremotos, incendios, enfrentamientos armados y muchas calamidades dejan tras de sí abultados anecdotarios de desgracias. Pienso en eso y en todo lo demás. Siento el llanto y me estremezco, pero la fuerza sanadora de las letras me trae de nuevo la poesía de Eliot que suena y me retumba con un ritmo pegajoso.  Sin querer queriendo, la poesía  pasa de una lengua a otra cual flujo interminable y prodigioso de las voces. Y entonces digo sí, la palabra es redentora, la palabra me nutre y vivifica:

April is the cruellest month, breeding

Lilacs out of the dead land, mixing

Memory and desire, stirring

Dull roots with spring rain.

 Winter kept us warm, covering

Earth in forgetful snow, feeding

A little life with dried tubers.

Summer surprised us, coming over the Starnbergersee

With a shower of rain; we stopped in the colonnade,

And went on in sunlight, into the Hofgarten,

And drank coffee and talked for an hour.

En traducción más o menos libre, esta primera parte (El entierro de los muertos) de The Waste Land de T. S. Eliot:

Abril es el mes más cruel, engendra

Lilas de la tierra muerta, mezcla

Recuerdos y anhelos, despierta

raíces inertes con lluvias primaverales.

 El invierno nos mantuvo cálidos, cubriendo

La tierra con nieve olvidadiza, nutriendo

Una pequeña vida con tubérculos resecos.

Nos sorprendió el verano, se precipitó sobre el Starnbergersee

Con un chubasco, nos detuvimos en los pórticos,

Y luego, bajo el sol, seguimos en el Hofgarten,

Y tomamos café y charlamos durante una hora…