El huevo de la serpiente
A los quijotes y molinos de viento han seguido la derrota de los sueños, la agonía de los ideales, la frustración colectiva y el retorno a la necia tentación del fanatismo. Lejos de subsanarse con empujes de razón, estrategias y hazañas dignas de recordar, el tenaz apasionamiento por algo o alguien renace cíclicamente, con reforzada energía, donde menos se lo espera. El delirio colectivo se origina en susurro, avanza con entusiasmo exacerbado y estalla entre aullidos imparables. Modalidades o parientes cercanos del fanatismo son el totalitarismo, los autoritarismos, la xenofobia, el populismo, la cerrazón religiosa, los extremismos políticos, la defensa o persecución férrea de una idea o de una persona y el brote de idolatría que subyace en los espíritus influenciables. Basta dejar que la cizaña se expanda para que, como cualquier plaga, sus efectos tóxicos hagan el resto.
Empecinamiento, fe ciega, obcecación, reacciones desmesuradas, intransigencia, creencias y opiniones sin fisuras, irracionalidad y conductas ciegas que rebotan en decisiones erráticas son características de uno de los fenómenos más capaces de sacar lo peor de los seres humanos: el fanatismo. En su nombre se han encendido hogueras, engendrado monstruos, encumbrado imbéciles, tiranos, dictadores, populistas y criminales, así como consagrado orates tan feroces como Nerón, Calígula, Hitler, Mussolini, Stalin y tantos aún vivos, a cual más de espantables y peligrosos.
Hay que repasar el memorial de crueldades para confirmar que nunca, en caso alguno, ha surgido algo digno del fanatismo. Por él se ha perseguido, torturado, matado y despojado a un incontable número de personas, aniquilado culturas, refundido países, realizado injusticias, mancillado a gente de bien, enderezado infundios y cometido tantas infamias que, ante el cúmulo de agresiones, retrocesos y testimonios abrumadores, apenas queda ánimo para confiar en el sentido de lo humano.
Entiendo que la sociedad mexicana se degradara. Me indigna como el que más –y con argumentos fundados- la crisis del Estado. Me disgusta corroborar la ruindad de las instituciones; sin embargo, nunca he asimilado el hecho de que no podamos construir un gran país ni de que no seamos capaces –como otros pueblos de reconocida voluntad y decisión para superarse- de enojarnos igualándonos hacia arriba en vez de regodearnos descendiendo. Hay que insistir en que, en vez de situarse entre los mejores el pueblo/pueblo elige el insulto, se siente a sus anchas en el papel de víctima, atribuye a los demás la causa de su desgracia, miente por rutina y en la procacidad encuentra el estado natural de las cosas.
¿Dónde se oculta el compromiso de cada generación de superar obstáculos y ascender como sociedad mediante la educación, la ciencia, las artes, la honorabilidad, la belleza, la dignidad y el fomento de la decencia nacional? Por qué insistir en el malhadado paternalismo? ¿Por qué esperar que el Tlatuani, el Presidente, el Mesías, el padre/padre, el justiciero, el señor de los milagros, el ungido, el esperado y/o la virgencita de Guadalupe nos libere de nosotros mismos, del atolladero, de “los otros”, los malos, los corruptos, “el extraño enemigo” y/o, de la enigmática “mafia del poder”?
Pueblo de huérfanos y desvalidos, incapaces de asumirse demócratas y dueños del propio destino, lo que más me estremece de esta terca realidad es la obviedad que anuncia la desgracia, y nadie la atiende. Así es la actitud fanatizada de una parte importante de la población que dirige sus frustraciones y su rabia a la consagración del redentor, el genio de la botella, el ángel exterminador, el merolico probado representante de la intransigencia: un sujeto tan arbitrario y ostensiblemente ignorante que ya es innegable que estamos ante una desgracia anunciada, aunque sus fanáticos, deslumbrados, sólo vean el revés.
Por una de las casualidades que nos permiten “ver de golpe” lo que pedía ser nombrado, recordé aquel personaje de El huevo de la serpiente, el Dr. Vergerus, cuyo genial creador, Ingmar Bergman, le hace decir algo parecido a que “cualquiera está en condiciones de ver el futuro, porque lo que vendrá es como un huevo de serpiente: a través de una fina membrana se puede distinguir un reptil ya formado”. Situada en una Alemania colmada de señales sobre la inminencia del totalitarismo, en los años 20, la metáfora del genial director sueco me dejó sin aliento. El cine, como la literatura, es un semillero de signos, pero hay que aprender a leerlos e interpretarlos de acuerdo a la circunstancia. Hoy mismo recomendaría ver cómo los alemanes intuían que “algo” se estaba gestando tras la membrana traslúcida, sólo que les parecía graciosa y hasta conmovedora la culebrita en gestación que a poco saldría del huevo y crecería en libertad, como un monstruo incontrolable, y con un poder de destrucción inimaginable.
Al tiempo comprendí que muy pocas culturas prevén la gestación de la serpiente y aún son menos las que destruyen el huevo antes de que eclosione. La mayoría aguarda a que crezca y comience a reptar la culebra que habrá de morderlos. Inmersos en tan tremendo desafío, los fanáticos que en su hora entronizan a sus ídolos se convierten en víctimas o discurren –como los griegos y sus mitos- hazañas y seres extraordinarios para vencer a los monstruos en el imaginario colectivo. Símbolos de inmortalidad, sin embargo, en el mundo real su poder de destrucción se multiplica como la Cabeza de la Hidra o la cabellera de serpientes de la letal Medusa; es decir, si no se corta de tajo y con estrategia, el mal se reproduce con imparable efectividad. Y allí están, a la vista y para demostrarlo, Haití, Nicaragua, Venezuela, Siria, Afganistán, Irak, montones de pueblos africanos…
Una característica del fanatismo es la facilidad con la que crea batallones de ciegos, sordos y ofuscados. Dueños absolutos de la verdad, son incapaces de comprender el valor de la discrepancia. Combaten la pluralidad, las estrategias electivas, las conveniencias y el potencial de lo distinto. Los fanáticos jamás transigen, golpean: de ahí que, por la cólera que los habita, se constituyan en la masa anónima que se entrega de manera suicida a un poder, una idea fija, una religión, un líder, una secta, una postura, facción o agrupación clandestina.
México ha tenido malos y peores gobernantes que son productos fieles de la sociedad que los engendra. Ese es el drama. Si algo debe cambiar es la población que terca y sistemáticamente elige repetir sus defectos en vez de activar responsablemente sus virtudes. Aquí estamos, otra vez, al filo del abismo. Otra vez con las malas decisiones en la punta de los dedos y el hígado hinchado a fuerza de frustraciones y corajes. Ya es hora de darnos una oportunidad de ser racionales. Una oportunidad para acertar o siquiera probar que es posible enderezar el destino.
Nunca he comprendido por qué, desde las propuestas de Gómez Farías hasta las recientes de nuestros días, todas la tentativas por educar a los mexicanos han fracasado de manera irremisible: dos siglos, si. Más de dos siglos –desde la Independencia- de mantener tristemente un país en construcción, con todos sus agravantes. Ya es hora de que nos demos cuenta de que la raíz del mal está abajo y que lo de arriba es su fruto podrido.