El laberinto de la crisis
“En tiempo de crisis, no mudanza”, pregonaba Ignacio de Loyola, quizá a los atribulados que se apegaban al principio esperanza para encontrar sosiego, al menos por virtud de la fe. No que los gobernantes atiendan la recomendación jesuítica, sino que de suyo, por costumbre viciada y porque así lo hemos tolerado, dejan a su aire las situaciones críticas para volverlas papa caliente que no saben a quién arrojar. En política y respecto de la ilegalidad, no hacer equivale a hacer la vista gorda o hacerlo mal, mientras otros hacen lo que les viene en gana. Esto se llama complicidad en connivencia y repercute tanto en la degradación social como en la del Estado.
La crisis se manifiesta cuando se rompe la estabilidad entre subordinados y la autoridad gobernante. El imperio de la criminalidad no es un hecho aislado, tampoco la pésima actuación de las instituciones. Ambos son síntomas de una cultura enferma –muy enferma- de tiempo atrás. Sin embargo, la tragedia guerrerense nos ha situado en un punto sin retorno: continuar tolerando la corrupción, infiltrada hasta el hueso, anticipa la africanización del Estado; abatirla en bien del país, exige un saneamiento radical que daría al traste el modo “estructurado” de gobernar. Anudado a lo anterior, no pueden quedarse atrás los actos vandálicos abanderados por alguna facción ni los usos anárquicos de protestar, causantes de daños colaterales. Tampoco los poderes de la República ni los partidos políticos pueden seguir así, porque de arriba abajo y de lado a lado el cáncer está en todas partes.
Sobre el deber de resguardar derechos, los gobiernos optaron, discrecional y progresivamente, por extremar desigualdades e institucionalizar la injusticia. La gran población fue despojada de garantías hasta condenar a la ignominia a millones de marginados. Entre la precariedad educativa, el hambre, el fracaso agrícola, el crecimiento demográfico, la ausencia de oportunidades y los rigores del capitalismo salvaje, la prole depauperada exploró cauces de la emigración, la criminalidad y los “trabajos” aleatorios, que, con lujo de mañas y malos oficios, engrosaron el “capital político” de la partidocracia: un fenómeno que paradójicamente y en vista de la corrupción que los dota de presencia, presupuesto y sentido, más y peor nos aleja de la democracia. Es decir, en vez de contribuir desde los peldaños del municipio al cultivo de una participación responsable, los partidos se apoyan en el atraso social para avalar sus aspiraciones de poder.
El caos superó los recursos ordenadores del Estado. La realidad, por consiguiente, impuso el dilema de ceder al mando a la delincuencia o restaurar las instituciones. Si lo primero es un hecho, lo segundo depende de abatir la corrupción y recobrar la credibilidad judicial: logro titánico porque, según principios del orden y el caos, el equilibro indispensable al desarrollo con progreso requiere una energía tremenda y sostenida; es decir, mayor a la del sentido contrario. A cambio de un crecimiento socioeconómico regulado, la podredumbre pública y privada se aparejó a la criminalidad hasta anular el impulso restaurador de la ingeniería social. Dicho de otro modo: surgió un abismo imprudencial entre problemas graves –ya descontrolados- y la posibilidad efectiva de remediarlos con las instancias existentes. Cuando la inconformidad se desborda, la mal llamada autoridad, partícipe del conflicto, no puede ni sabe cómo subsanar el desbarajuste, agravado por la paupérrima cultura cívica de la sociedad. Ése, de tal magnitud, es nuestro drama; un drama que tambalea entre el estallido social y el narcopoder, mientras el gobierno y los partidos se queman las manos con las papas al rojo.
Las crisis entrañan una inestabilidad radical, acompañada de abatimiento. Si en lo individual el desesperado tiende a tomar malas decisiones, en lo político la incertidumbre crea escenarios de alta peligrosidad, proclives al terrorismo, la subversión y abusos de poder, tanto por parte de los gobernantes como de gobernados. Somos rehenes por partida doble: del mal gobierno y de quienes, con impunidad, se atribuyen el derecho de violentar a los demás. Sea por temor a los excesos del PRD y facciones colaterales, por ineptitud y complicidad del sector público o porque la ingobernabilidad ha alcanzado dimensiones alarmantes, lo cierto es que la ilegalidad y el miedo se han instaurado en complicidad con los poderes públicos y, para colmo, también en espacios que trascienden los cotos del crimen organizado.
¿Por qué permitir que las escuelas normales actúen como semilleros de violencia? Más barato, productivo y benéfico sería sanear sus establecimientos y dotarlos de condiciones educativas, cívicas y morales que dignifiquen, desde las aulas, la realidad del magisterio. Hacer la vista gorda en los desmanes es inaceptable. Todo se enreda en una sucesión de anomalías: la actuación del gobierno y la de los transgresores, la de los criminales y partidos políticos involucrados… Tal es el laberinto manifiesto desde Iguala y el que desenmascara cómo están entrampadas todas las partes. Ningún funcionario es ajeno al conflicto. Tampoco vale la tolerancia ciudadana ante marchas cada vez más violentas que secuestran a la sociedad y desencadenan nuevos conflictos. “Botear”, extorsionar, secuestrar y quemar camiones, tomar calles y carreteras, romper vidrieras, saquear comercios y destruir propiedades públicas o privadas son delitos enmascarados de ideología. Inseparables de intereses facciosos, los cada vez más frecuentes actos de anarquía dejan al descubierto la impotencia de una sociedad que solo atina a repudiar a los gobernantes para mal satisfacer su enojo acumulado.
El prolongado abandono de lo fundamental a favor de lo secundario ha quebrantado al Estado. Si de un día para otro no se puede resolver la desigualdad extrema, al menos debemos exigir protocolos ordenadores, empezando por el pandillerismo comandado por las mal llamadas izquierdas. La población afectada ya no tolera demagogias ni paliativos. Entre criminales organizados para matar, imponer el terror y multiplicar el sufrimiento en un población castigada de antemano y una tremenda torpeza gubernativa y el laberinto del caos, el pobre México se está desintegrando.
Nos irrita la partidocracia, repudiamos su irracional subsidio, abominamos de su irresponsabilidad y ya nadie cree que sus torceduras ayuden a democratizar al país. Agréguese un sistema político inoperante para calar el pozo de la desesperanza: estamos en las peores manos y supeditados a la perversión facciosa. ¿Qué hacer en situación tan aciaga? Si no es posible ni deseable “barrerlo todo y barrerlo bien”, la sensatez indica comenzar por lo elemental, sin abandonar lo principal: crear protocolos de orden y civilidad, tanto para el ejército, las policías, los partidos y el Poder Judicial. Hay que regular a los funcionarios y sancionarlos legalmente. Ni que decir respecto de los grupos que, con la complacencia oficial, causan desmanes, imponen el terror y contribuyen al caos.
Ante el abuso o la anarquía de inconformes y marchistas, siempre hay víctimas ignoradas y desprotegidas por el Estado. El Código Civil debe aplicarse a todos los que delinquen, tengan el puesto que tengan. Pero no a balazos ni trancazos ni con trampas, sino bajo el imperativo de que a la incivilidad se responde con mayor civilidad. Y a la sinrazón con más inteligencia. Que no se hable de amar o de no amar al país: más valiosa y fructífera es la decencia conducida por la razón. ¿Seremos las actuales generaciones capaces de incorporar algo de dignidad a este México tan mancillado? Esperemos que la disolución social no nos alcance antes.