El último libro
Cuenta una antigua leyenda Oriental que, al ascender al trono, el legendario príncipe Zemire, quien sería recordado por sus enormes dudas, prometió evitar errores que causan la desesperación de los pueblos. “Fíjate en los que se acercan a ti; y luego…” Sin terminar la frase, su padre expiró. El joven monarca, que poco sabía de la vida y menos aún de las flaquezas humanas, deseaba fundar un gobierno próspero y justo. Preguntó a los profetas si podría reinar sin ser despreciado; y ellos sonrieron. Preguntó después si haría feliz a su gente. Con los brazos cruzados entre las mangas, los hombres miraron al cielo. Que si lograría moderar a banqueros y comerciantes; “será más fácil amansar a los tigres”, respondieron a coro. Y la paz, ¿será posible? “Véalo por sí mismo”, le dijeron apuntando en dirección de grupos armados. Más allá, caballos, carros, pertrechos amontonados…; y, en el patio, soldados jugando a las cartas, a los dados o a las pruebas de fuerza. Finalmente Zemire se refirió a la justicia. Miró a uno y a otro y a otro, pero ninguno emitió palabra. Ante el silencio cortante, el bufón intervino: “Ni los dioses son justos Señor. ¿Por qué habrían de serlo los jueces?”
“Si buscas el secreto del buen gobierno mira atrás, camina adelante y escucha tu corazón, resonó una voz temblorosa. “Haz lo que puedas con lo que eres, pero no desdeñes a los que saben ni a los que no saben…”, clamó un anciano con voz apenas audible, mientras el bufón bailaba entre carcajadas a sabiendas de que nadie podría resolver las dudas de su monarca.
Desconcertado, Zemire convocó entonces a los sabios del reino para que le indicaran aciertos y errores de sus antecesores. No fuera a ser que por ignorar de qué estaba hecho el poder y cómo ejercerlo con justa prudencia él mismo se convirtiera en uno de tantos tiranos que solo dejan dolor y, en el mejor de los casos, un puñado de hazañas dignas de recordarse.
-Escríbanme una historia completa del mundo, ordenó. Quiero conocer lo mejor y lo peor de los hombres. Y ellos, con el estupor en el gesto, salieron del palacio sin saber por dónde empezar: si por la necia repetición de debilidades o por las muestras de bondad de los menos; por el cúmulo de pasiones que desencadenan desastres o por actos heroicos que consagran la vida y las libertades. Enlistaron entre ellos tantos sucesos, sueños y guerras que concluyeron que todo recae en el proceder de los gobernantes. ¿Emprender la aventura con ejemplos de estupidez que multiplican el sufrimiento evitable? ¡No!, indicó un experimentado estudioso. Iniciaremos esta obra monumental con lo más obvio y abultado de todo: los errores que se repiten sin jerarquía y consiguen la única democracia posible: la infelicidad compartida. Desde ahí nos detendremos a examinar los caprichos de quienes, sin aceptar sus limitaciones, se hacen del poder para extender el infierno en la tierra.
Así transcurrieron veinte años. Ellos, viajando entre lo conocido y lo desconocido en busca de datos que más y peor se multiplicaban. El rey, sorteando los días con el cetro en la mano y observando a los otros, como le había aconsejado su padre. Concentrado en resolver problemas que sucedían a tormentas, malas cosechas, intrigas internas, invasiones y cuanto se enredaba a la codicia de ministros, prelados, prestamistas y mercaderes, Zemire formó carácter, se ajustó la corona y como pudo ejerció el poder. Cuando los sabios se presentaron ante él a la cabeza de una caravana de 100 camellos, cada uno con 100 enormes atados de manuscritos colgando pesadamente a los lados de sus jorobas, el monarca les dijo que no había nacido el hombre capaz de reinar y estudiar al mismo tiempo tantos millares de documentos.
-Ya no soy joven –les dijo-. Aun si me fuera dada una larga vida, no tendré tiempo para leer toda la historia. Ni siquiera podré saber qué es lo mejor o lo peor de los hombres. Vuelvan al trabajo. Realicen un resumen de lo que hay que saber, al menos sobre el arte del gobernar.
Quince años más tarde reapareció un número menor de estudiosos con versiones disminuidas de sus hallazgos. Unos envejecidos y otros con la respiración trabajosa, informaron a Zemire con lágrimas en los ojos que varios sabios habían fallecido y, aunque jóvenes elegidos se habían convertido en discípulos, lo que más consiguieron fue reducir sus logros a trescientos volúmenes que venían a lomo de tres camellos:
-He aquí, mi Señor, el resultado de nuestro empeño –le dijo el más anciano con cierta humildad-. Creemos que nada esencial ha sido omitido…
También envejecido, cansado y enfermo, el rey protestó una vez más por el exceso de testimonios que le sería imposible estudiar. “Reduzcan, reduzcan… No puede ser que el destino me esté negando el conocimiento para ser recordado como un verdadero monarca...”
Pasados diez años la escena se repitió, salvo que ya eran menos los manuscritos, más ancianos los sabios y, aunque rodeados de los que fueran sus aprendices, ya no llevaban ningún camello. En esta ocasión, los eruditos traían consigo cien mamotretos sobre un elefante guiado por un muchacho desnudo. La leyenda cuenta que con estos libros se fundaría la Biblioteca de Persépolis, pero de eso nada se podría asegurar; si, en cambio, se tuvo por seguro que el rey, cuya edad ya se le notaba en el cuerpo, exigió esforzarse a los sobrevivientes para que condensaran aún más, de preferencia en un solo libro, lo que todo buen gobernante y hombre digno de serlo debe saber antes de que lo sorprenda la muerte.
Cinco años después, apareció en palacio un viejo tan viejo, tan viejo, cegatón y maltrecho que, además de apoyarse en dos bastones, requería del cuidado de sus sirvientes para leer, pasar las páginas o siquiera para sentarse o mantenerse en pie. Con las manos temblorosas y entre frases apenas audibles extendió a los ministros un fajo de manuscritos que cosidos con hilos finos y engastados en cuero formaban lo más parecido al libro esperado.
-Háganlo pasar a las cámaras reales, ordenó uno de los principales. El rey está agonizando…
La escena no podía ser más triste: postrado en su lecho de moribundo, Zemire aguardaba con ansia la llegada del sabio quien, a su vez, en cualquier momento también podía despedirse del mundo.
-Estoy muriendo como rey –susurró apenas Zemire-, sin haber conocido qué es el hombre.
-Excelencia, el hombre no es gran cosa: apenas un montón de secretos y fantasías que se desvanecen como sal en el agua. Se lo puedo resumir en tres palabras: el hombre nace, sufre y muere…
-Y acumula olvidos y muchos errores, alcanzó a decir el monarca antes de exhalar su último aliento.
En ese instante, el anciano comprendió que lo único que había deseado Zemire era no dañar a sus gobernados y, de preferencia, procurar su felicidad hasta lo posible. Requería un compendio de advertencias para no repetir bajezas. Pero eso no se consigna en los libros, pensó el viejo, porque tanto la desdicha como la desesperanza caminan con los errores propios y ajenos. Tampoco se enteró Zemire de que lo último que aprenden a su pesar los hombres es a ver de frente a la muerte, tras haber tropezado una y mil veces con la misma piedra.
Durante los funerales reales, la historia del mundo se repitió con precisión asombrosa: el empujón de los ambiciosos, la intriga en los corredores, jaleos en pos del poder y la eterna duda sobre la esclavitud compartida por gobernantes y gobernados. A fin de cuentas, el hombre es el hombre, es el hombre que no cesa de preguntarse qué es el hombre…