Martha Robles

View Original

El Mal en tiempos del desprecio

De la Web. Lucha contra el Bien y el Mal

Ser una buena persona no es fácil. Lograrlo exige un esfuerzo pedagógico acumulativo y mucho trabajo interior y de la razón, por lo que es inseparable del proceso cultural. No confundir al bueno de verdad con el anodino, el escapista, el bobalicón, el cobarde, el conformista, el parásito, el menso o el ingenuo, como sucede por ignorancia o tontería. A diferencia del batallón superpoblado de perversos, cuya ausencia de límites, ambición de dominio y autocomplacencia ante el sufrimiento rige su conducta agreste, las buenas personas tienen escrúpulos, son compasivas y se contienen. Saben lo difícil que es procurar, aceptar y defender el Bien a contracorriente,  porque es  uno de los triunfos humano/culturales que, aunque tambaleando y con dificultad, desafía al infierno que nos aplasta y nos hace sentir prescindibles, insignificantes, desechables e innecesarios.

En la orilla opuesta del Bien la popularidad del Mal es tremendamente fecunda y tan visible, que no hay manera de eludir sus tentáculos. Su imparable capacidad de acción se multiplica de manera geométrica ya que exige poca o nula inteligencia educada para expandirse.  El poderío en complicidad del Mal integrado con sujetos provenientes de las más bajas escalas de lo humano, demuestra lo fácil que es pertenecer y ensanchar el nicho más abultado y temible de la historia.

 Si se entendiera que no hay nada más ajeno a la generación espontánea que el Bien y lo bueno, las personas, las familas y los pueblos vigilarían los procesos formativos como condición de salud física y mental: únicas inversiones rentables y dignas al corto y largo plazo. Al nacer recibimos en bruto la lucha, el llanto primordial y  el impulso de exigir y tomar, con todos sus agravantes. De las manos que acunan y las voces que nos vinculan con la palabra surgen las primeras tendencias, fastas o nefastas, que marcarán al niño de por vida: empezando por la sentencia  no pasa nada ante el indicio de dolor, desamparo o sufrimiento y a pesar de que por supuesto algo está ocurriendo aunque pretendan negarlo los demás, se fomenta la costumbre de distorsionar las palabras y mentir. De forma progresiva se va infiltrando la torcedura del lenguaje a los modos de asimilar, nombrar, entender y relacionarnos con lo que nos rodea. Y lo que nos rodea es el predominio del Mal, cuyo furor no se había visto ni padecido  en muchísimo tiempo. Por eso hay que insistir en que la vida responsable depende del despertar de la conciencia crítica y de la defensa del Bien como garante de la democracia que, incipiente, apenas podemos notarla.

De tan desfigurado por su culto a las máscaras, al engaño, al abuso, a la extorsión, al resentimiento y al desprecio, los portadores del Mal lograron apropiarse del lenguaje, hasta convertirlo en máscara/matriz de las máscaras mexicanas: ¡vaya desgracia obvia y cargada de dolor, la nuestra! Accedimos por fin a “los tiempos de la infamia”, cuyo azote hacía decir a los remotos abuelos que “nos han abandonado los dioses”.

Lo que es, es como es: imposible negarlo o disfrazarlo. el Mal se está adueñando de los  escasos espacios formativos, mientras el Bien se mantiene a cuentagotas. Encaramado a la delincuencia sobreprotegida y sanginaria, su red crece a la vera del poder con Poder. Nos impide mirarnos, reconocernos y respetarnos los unos a los otros. Divide, confronta, inventa enemigos y hace del desprecio herramienta de sujeción para vilipendiar al distinto, al que se resiste, al que no se inclina ante “el bastón de mando” en posesión de un tirano que se regodea difamando, humillando, ultrajando y vanagloriándose de su cinismo pendenciero. De pies ligeros, así camina el Mal con la mentira cuando usurpa el lugar de la justicia, el derecho y las libertades. Estamos, en suma, inmersos en el tiempo mexicano de la infamia.

Es como un plomo que llevamos en los hombros: nos aplasta, nos reduce y aun el medio ambiente absorbe el odio dominante. El manto que cubre decenas de miles de cadáveres está lleno de agujeros, como la red en los días del anónimo de Tlalteloco. Para colmo, entronizado y simulador, el lenguaje del Mal se hace pasar por el Bien y lo bueno, por lo que ofrece recompensas y hace creer a los necios que, sin esfuerzo, rige los días y las voces que nos oprimen.

Hasta sufrirlo en las propias carnes, creímos que el Mal era cosa de otros: inquisidores, invasores, verdugos, dictadores, torturadores… Pasábamos páginas de la historia  con la comodidad de los que ven el mundo lejos, donde no nos alcanzan las mazmorras medievales, ni las hogueras, ni cámaras de gas. El Mal existe y no como algo opuesto al Bien, como enseñan los reduccionistas. Los budistas creen que el mal es un estado de la mente que se manifiesta con la incapacidad de reaccionar ante el dolor ajeno, con el afán de zaherir y causar sufrimiento, con la envidia, el desprecio, los celos y demás manifestaciones de “la ignorancia” o fuerza poderosa que  lastima profundamente.

 Pues será eso o la certeza de Hannah Arendt de que el propósito del Mal es  eliminar todo rasgo humano de los individuos. Lo innegable es que iguala hacia abajo, combate las virtudes intelectuales, inmoviliza, hiere y antes que el cuerpo, empeña toda su energía en aniquilar el espíritu.