El mal, ese misterio
Habría que encontrar una palabra, una sola palabra como dijera Antígona, para nombrar la noticia que siempre es antigua, aunque aplicable a la última atrocidad de nuestra especie. Como le ocurriera a la remota hija/hermana de Edipo, yo tampoco encuentro términos exactos para abarcar lo tremendo y siniestro, la tortura y la degradación, el terrorismo, la crueldad, el daño deliberado, el ensañamiento y la perversión. Llanto, espasmos, gemidos, lamentos, gestos e interjecciones definen mejor que el diccionario la herida de alma causada por el Mal. El Mal u ofensa extrema de preferencia se sirve frío, pero hierve la sangre y desgarra hasta la impotencia. Aunque nunca pierde complejidad, consta de dos partes –ejecutor y víctima-, que suelen activarse hacia rumbos imprevisibles mediantemóviles tales como odio, cólera, codicia, envidia, pasión, ira, ambición, orgullo, miedo… De ahí la dificultad de sintetizar este enredo en una palabra equivalente al golpe físico, espiritual y moral que destruye cuanto toca.
Sea cual fuere el sentimiento de orfandad distintivo de una época, el hombre ha buscado, discurrido y encontrado deidades o fuerzas supremas que lo guíen e intimiden, lo amparen y le otorguen vías de salvación. Si algo está tan visto como la preeminencia del Mal, es que somos la única especie que así como se aferra a sus perversiones, no puede ni quiere prescindir de entidades protectoras. No por nada Malraux afirmó que los pueblos y las culturas se conocen por sus dioses y que, dada la complejidad autodestructiva alcanzada, el siglo XXI “será espiritual o no será”.
Las noticias nos han forzado a convivir con el Mal con progresiva condescendencia y justificaciones. Sus ramas se multiplican a una velocidad mayor a los recursos para nombrarlas, soportarlas y frenarlas. De ahí que hayan florecido actitudes de extrema intolerancia y discriminación para disfrazar las perversiones engendradas por el miedo, la sensación de vacío y la soledad agravadas por el neoliberalismo y la subsecuente radicalización de “sus enemigos”; es decir, los agentes del terrorismo.
Sin apatía u otra armadura anti-dolor y anti-miedo, manifiesta en un yoísmo cerrado, infecundo y cada vez más aislante, paradójicamente sería más insoportable no solamente el otro, el distinto, el inmigrante, el “intruso”…, sino que sin ese disfraz individualista y pseudo protector, inclusive la existencia se haría insoportable.
Según indicios, este tiempo parece más desquiciado que otros porque, además de estar enfermos y hartos de nosotros mismos, descreemos de los dioses, del destino y del principio esperanza. Quizá la antipolítica, el individualismo y la disolución social son manifestaciones del agotamiento o del “cansancio de ser hombre”, que dijera Neruda. Podría ser, también, que la reacción popular ante la violencia sea otra manera de resistir lo que no entendemos, nos sobrepasa y no podemos nombrar. Así les ocurrió a su escala a los antepasados respecto de lo que ignoraban y no podían controlar, sólo que ellos invocaban a las fuerzas sobrenaturales para que los protegieran. Quizá así pretendemos hacer nosotros con nuestros recursos efímeros para soportar nuestras acciones, especialmente si son espantosas, crueles y amenazantes: guerras, martirios, violaciones, despojos, crímenes, fanatismos, actos terroristas…
Pasadas o presentes, las víctimas lloran y claman piedad y misericordia a los dioses; luego, el dolor se integra al dictado de los sentidos, se rehace cierto orden vital y el calendario avanza con fidelidad hacia la terca repetición de bajezas que ensombrecen los logros de nuestra especie. A diferencia de los abuelos, a nosotros, beneficiarios del progreso y la tecnología, lo bueno, lo malo y las perversiones nos llegan pormenorizadas por medios escritos, visuales y orales. Sus mensajes modificany guían de manera abrupta la reacción de los sentidos. El individualismo se exacerba entonces, casi de manera lógica, como defensa contra el sufrimiento indeseado. Así, en vez de procurar consuelo, las noticias dejan una irremisible sensación de vacío.
Pensar en términos sociológicos aclara el enredo en el que estamos atrapados. Considere usted, lector, que en el pasado llegaba tarde y alterada la descripción de un suceso, lo que daba tiempo a la gente de asimilar impresiones. El golpe informativo y audiovisual que nos azota puede estar cargado de ventajas asociadas a la inmediatez, pero actúa contra nuestra necesidad de procesar la naturaleza perversa para dosificarla y hacerla tolerable. Horrores cada vez más espantosos como los vinculados al terrorismo y a movimientos migratorios se divulgan como respuestas culturales a una no tan secreta fascinación de la muerte y del espectáculo de la tortura y el sacrificio. Asociamos de este modo la crueldad, la insensibilidad, el fanatismoy la perversión a la Naturaleza del mal; sin embargo, la inhumanidad trasciende el compendio de crímenes atroces que se cometen cada minuto sin que dioses ni hombres destraben la continuidad de brutalidades, matanzas, castigos e injusticias que nos hacen dudar del poder de lo bueno, lo bello y la razón.
Como de tanto en tanto, hoy acudo a Antígona no sólo para confirmar la inutilidad del mal, también para pensar el valor de enfrentarlo y decir no a ciertos poderes. Más obviaahora que en la edad ateniense, la rebeldía es un semillero de pobres seres heroicos que nos hacen pensar si acaso su desafío suicida es demasiado ingenuo e infecundo. Pienso si elegir la muerte antes que acatar el mandato del tirano fue una decisión redentora o siquiera útil aunque, al decidirlo, Antígona ni siquiera lo pensó: de ahí el misterio y la grandeza de un acto que no pudo nombrar y que, sin embargo, se convirtió en sello de su destino. Sea cual fuera la trascendencia de esta fascinante figura trágica, es cierto que nada ha cambiado el conflicto entre el Estado y el individuo, entre las leyes, los dioses, la justicia, el imperio del mal y el individuo.
Antígona ilustra cómo el destino trágico entraña múltiples emociones que no sabemos interpretar. Ni siquiera el estremecimiento que me producen relatos sobre la maldad de Atila, Aníbal, Ciro, Xerxes, inquisidores, Hitler, Mussolini o de tantos tiranos, matarifes y dictadores africanos, haitianos, latinoamericanos, etc. me permite entender la naturaleza perversa ni la “banalidad del mal” examinada por Hannah Arendt. Una palabra no se equipara a la tremenda complejidad de un acto y una mente dominada por el Mal. Me dejan sin aliento las descripciones sobre el terrorismo, sus supuestas causas y consecuencias o lo relacionado al maltrato a las mujeres, a los niños, a los débiles...
Cierro los ojos para ver más allá del dolor, para buscar respuestas más allá de lo aparente y descubrir razones para creer que nuestra especie es la corona de la creación… No hay respuestas, salvo que el Mal es lo que es, lo cual –a pesar de san Agustín- me parece tremendo. Entonces, para no ceder al impacto perverso, me rindo al maravilloso misterio de la música, vuelvo a la poesía, a mis clásicos, al regalo de los sentidos, y me consuelo creyendo queque, pese a todo, los humanos también hacemos hazañas magníficas.