Martha Robles

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Escribir sobre el padre: nueva tendencia

Abraham, el patriarca. Imagen de Wikipedia

Es visible la fuerte presencia paterna en publicaciones publicitadas. Un par de libros con este tema llegó a mis manos… Y se me cayeron de las manos. En realidad, es más sugestivo pensar hasta dónde el hijo encumbra al padre en medios pequeños: apenas un pobre diablo con ínfulas. Dicho de otro modo: alguien que ni él mismo ni los demás saben quién es allí donde la mentira y la simulación se dan por sentados. De preferencia remontados al México más enredado del siglo XX, se nota la “naturalidad” con que el machismo se expresaba mediante defecciones asimiladas en complicidad.  La grosería era lugar común  y la probidad masculina rareza. Aun así, el Fulanito de tal era “alguien” reconocido públicamente. Para los hombres todo estaba permitido y hasta celebrado.  En tales dominios patriarcales los hijos crecían supeditados a esta idea falseada de autoridad. En suma, tales lecturas tienen menos de literatura que de sociología o antropología.

Reflejo de nuestro mundo convulso, da la impresión de que el yo del autor (a) inquiere y desvela al mal padre quizá para, muerto, afianzar la propia identidad al atreverse a mirarlo desde la raíz. La rareza es hallar un gran hombre entre las páginas o al menos al que si no es amado, siquiera pueda ser reconocido o respetado.  De preferencia ingratos, temidos, odiados o despreciados por su mediocridad, por sus aspiraciones incumplidas o sus bajezas, quienes trasmutan en personaje exhiben las miserias de nuestra especie: nada distinto del compendio de mezquindades y banalidades de la vida cotidiana que se suelen reservar al secreto; es decir, a lo que por vergüenza se calla y por conveniencia se oculta.

Hay que leer por asociación la enfermiza dependencia filial de la infortunada Anna Freud para descreer de la concepción psicoanalítica de la sexualidad y en concreto de lo femenino. Ausente o presente, no dudo de que el padre es identidad y norma, timón que aclara o confunde el rumbo. Diría inclusive algo tan tremendo como que el padre es destino. De los mitos y la Biblia en adelante se aglomeran ejemplos de su supremacía, con frecuencia feroz.  No somos las madres la columna existencial que sostiene y dota de rostro y carácter a la prole… No al menos como se ha pregonado.

Es el padre en primera instancia. Es el padre sea quién sea o no sea.  Siempre los padres y su símbolo del Poder se llevan de por vida como señal en la frente. Es Urano combatido por Kronos a su vez vencido y mutilado por el Zeus portador del rayo: devoradores que determinan el carácter de su estirpe. Engendradores monumentales. Gigantes a los ojos de la prole, de apariencia invencibles y al final, meros sujetos reducidos en el mejor de los casos por hijos intrépidos que se atrevieron con ellos. Las letras son el mejor testimonio de la naturaleza de la paternidad. Pienso en la complejidad de Thomas Mann, en la peculiaridad del padre de Marguerite Yourcenar, en Lawrence Durrell o en Joaquín Nín,  en Hemingway, en tantos más que le pondrían a Freud los pelos de punta. Incluidas desde luego la Biblia y las Mil y una noches, me pregunto por qué no vio el trasfondo titánico del patriarcado al crear el psicoanálisis. Me basta evocar a Zeus zarandeando en el cosmos de las greñas a su hija Atenea cuando ella quiso tomar una decisión por su cuenta.

Dios todopoderoso, el Padre… Creador absoluto de todas las cosas… Pienso en Abraham, dispuesto a sacrificar a su hijo para obedecer al Señor. Es Agamenón inmolando a su pequeña Ifigenia en honor de la diosa Artemisa para obtener buenos vientos…  Es Yalo ordenando matar a Edipo recién nacido por temor a la profecía. Es Heracles fuera de sí aniquilando a sus niños. Es Saturno devorando a sus hijos igual que a puños y en prosa, en verso o en las noticias del diario, millones de padres aplastan, venden, intercambian, regalan, mutilan y utilizan a las hijas a excusa de la codicia, la tradición, la Ley, las creencias o la invencible estupidez consagrada.

Otras maneras de ver y relacionarse se cultivaron en las letras del siglo pasado. Entre el poder, la amistad, las pasiones, las guerras, el orden social, la exploración histórica y crueldades de toda índole, los temas mejor logrados no pululaban con tanta obviedad alrededor del padre, sino en cambios dramáticos y reinos perdidos, como el austro-húngaro, que arrojarían una buena cantidad de autores y obras mayores. El padre  remonta ahora su ancestral significación. Reaparece quizá a partir de que, agitados por el individualismo y las grandes reivindicaciones, el yo femenino o masculino tambalea y siente la necesidad de establecer “nuevos lugares” o referentes en el desorden imperante.  En tal aspecto, de pronto el mercado de libros se constituyó en espejo de intereses individuales y/o colectivos en boga. Por consiguiente, entre impulsos autobiográficos, feminismos, desmesuras, frustraciones, anhelos, agrupaciones e intereses LGBT y cuanto novedoso género o no-género discurren los nacidos del vientre materno, la conducta paternal revalora su olímpica  supremacía de todas las maneras imaginables: mediante sus nimiedades o tiranías, desde el memorial domiciliario de crueldades, por el abandono temprano o las ausencias ocasionales, a causa de la indiferencia o los abusos, por las infidelidades o insatisfacciones no tan secretas… En fin, que a diferencia de tantos personajes femeninos por descubrir, está vivísima la tentación de ocuparse de los padres, aun en tratándose de sujetos anodinos que ni trepados en bancos alcanzan altura literaria.

imagino observando nuestra turbación a las grandes mentes que examinaron con brillo la turbulencia del pasado siglo. ¿Dónde están las voces racionales? ¿Dónde las vanguardias y la gran literatura? Empeñadas en priorizar la medianía en detrimento de la calidad y grandes contenidos, las editoriales y su insaciable apetencia de lucro nos están atiborrando de basura o baratijas a excusa de atender “el gusto de los consumidores”. En esta selva mercantil es una hazaña dar con el gran libro que se agradece y nos hace sonreír al recordar éste o aquél pasaje, una palabra, la idea o el párrafo deslumbrante.