Escritores y genialidades: Un deslinde
Los escritores somos una especie extravagante: nuestra morada es el verbo, disfrutamos de lo oculto, vivimos con el oído y los ojos bien abiertos y profesamos el arte de las letras. Tal es nuestro amor por la palabra que le consagramos nuestras vidas. “Nada de lo humano me es ajeno” -dijo Goethe- y por consiguiente nos incumbe todo lo relativo al lenguaje: lo que se dice, se calla o se enmascara, lo que se piensa, se imagina o intuye y muy especialmente lo que se escribe, se experimenta o se tacha. Esta no es una definición convencional; es lo que es sin rodeos, sin pretensiones aleatorias ni demagogias: una pasión nutrida con fe que, oscilante entre el abismo, la gloria y el infierno, por momentos se tiñe de religiosidad.
Por fecundo y luminoso que sea el mortal bendecido por la palabra; por acertados, estremecedores o inteligentes que sean sus textos, siempre estarán entre el Olimpo y el mundo terrenal los genios que por su superioridad intelectual y la facultad de incluir en ella todo lo demás, merecen considerarse clásicos. Si bien por las genialidades la humanidad se salva de si misma y los momentos más graves se hacen soportables, hay mucho que agradecer a los miembros de las subsiguientes jerarquías, donde grandes narradores, poetas y ensayistas no crean otro Hamlet, un Quijote, un Macbeth, un Adriano, un Orlando o un Gregorio Samsa, pero los frutos de su talento hacen más grata, diversa y comprensible la vida.
Cuando la terca y superpoblada mediocridad engendra en cambio medianías y las editoriales arrojan títulos como baratijas chinas, algo nefasto deja su mala simiente en consumidores igualmente mediocres antes, mucho antes de que el tiempo los vuelva basura. Solo la minoría formada sabe que leer es también una obra de arte y que la lectura no es pasión que pueda despertarse por repetir como loros que “hay que leer”. Todo libro es exigente. Desde el momento de imaginarlo desencadena diversos grados de dificultad que, al modo de las amistades electivas, comprometen comunicación y emociones entre el autor y sus lectores quienes, a su vez y a fuerza de interpretar, crean otro libro, otra lectura, otra historia delimitada por la propia experiencia. De ahí que, por necesidad, a ambos nos someta a un proceso de incesante transformación. Como la escritura en sí y los grandes autores, la lectura no suele entregarse sin condiciones: exige sensibilidad, curiosidad de saber y capacidad de dialogar con ese mundo y ese autor poblado de enigmas, ideas, revelaciones y cuestionamientos. De qué otra manera nos estremecerían Pessoa, George Steiner, María Zambrano, Jabès, Celine, Olga Orozco… y tantísimos otros que nos han dejado un surtidor de vocablos en el alma y enriquecido al ser que nos define si de antemano no nos aventuramos con la disposición de ser sorprendidos.
Así como nuestros contemporáneos Picasso o Lucien Freud plasmaron su genialidad en el lienzo, en las letras y desde que se inscribieron tablillas de cera, piedra o madera, existe un mosaico de contrastes iluminadores que de Homero y Herodoto a Virgilio y Dante, de Shakespeare y Cervantes a Goethe, Tolstoi e Ibsen o, más acá, de Whitman a Virginia Woolf o Yourcenar, de Kafka a Beckett, a Borges, a Paz, a Cernuda… confirma que no hay modo de confundirse cuando el que es es. No por nada y sin que le temblara la mano al establecer sus controvertidos cánones y listados excluyentes con los que tanto disfruta escandalizar, Harold Bloom agrupa a sus clásicos, cuyas obras no agonizan ni declinan, con el propósito de agregarnos al culto de lo extraordinario. Esto significa que el escritor/escritor, sin sustraerse de su circunstancia y cuando dotado de un talento superior, salta sobre ella y aun sobre sí mismo y su conciencia para atinar con la intemporalidad consagrada por el sin par genio shakesperiano.
En nombre de los sedimentos de la cultura que toda sociedad requiere, hay que agradecer a las almas nobles que educan por donde van y apreciar a quienes acuden a los talleres en busca de la voz, la gracia y el instrumento que Fortuna no puso en sus cunas; sin embargo, el genio es palpable e intrasmisible; se impone a pesar de si mismo y aunque luche contra él por la carga que implica su capacidad de absorber perfecciones y de absorbernos a nosotros, su palabra es y será cifra del carácter, la marca de su estilo y una actitud habitual ante la vida.
Al abundar en la significación de las genialidades literarias y espíritus de su época, Bloom nos recuerda, a propósito de Shakespeare y su reinvención de lo humano, que gracias a estas mentes extraordinarias “vemos lo que de otra manera no podríamos ver, porque él nos ha hecho diferentes”. Tal el prodigio de la gran literatura, de los ensayos que desde la primera línea desencadenan una sucesión de ideas, imágenes y sugerencias y también de la poesía –sobre todo de la poesía- que parece poner nuestro corazón y la mente en sus manos para sacudirnos, deslumbrarnos y después regresarnos distintos a los que éramos a un mundo que también aprendemos a ver “con otros ojos”.
Como cualquier artista, el escritor nace; luego, renace y crece con disciplina. A partir de que sus sentidos perciben la complejidad, se forma asido a la lectura como mancuerna de voces que habrá de llevarlo hasta la suya propia. No existe un modelo de ser escritor ni escuela o deseo que sustituya lo que, para serlo y serle fiel al don recibido, es lo esencial: aceptar el llamado, el ir y venir del texto al silencio y la energía vital que mantiene en constante tensión el vínculo entre el libro y la vida que lo nutre. Se trate de una genialidad o de un escritor talentoso, su cabeza es un almacén de experiencia, memoria y esperanza de lo que no es, pero que puede ser gracias a los vocablos. Dueño de un mundo de voces, el (la) escritor (a) observa a su alrededor, escudriña el pasado y lanza al porvenir el mapa de una visión que puede o no coincidir con lo real, aunque conforma una entidad que, al cerrarse, emprende un nuevo principio.
Al respecto, lo que identificamos con vocación, talento o genio consiste de una combinación individualizada de lo que da forma, impulso y sentido a la aptitud creadora: conocimiento, disciplina, dominio de la palabra como el mayor instrumento de trabajo y una suerte de vocabulario interior que, al tener qué decir y saber cómo hacerlo, deviene en estilo. Posiblemente existe el burro que toca la flauta, pero en caso alguno tiene sentido el prejuicio que ha hecho creer a los ingenuos que el arte de las letras brota por generación espontánea o que es producto de la ociosidad, de la improvisación o, como aseguran los tontos, de la inspiración. Inspiración es la recompensa del trabajo disciplinado. No existe la obra y menos aún la obra de arte, que no lleve atrás una enorme cantidad de horas, meses e incluso años de cultivar en soledad lo que, en sus orígenes, se manifiesta como un don o como el diamante en bruto que se debe pulir con paciencia y maestría.
Luego sigue lo demás y en paralelo que contribuye a formar el anecdotario en torno de la figura pública que, sin renunciar a su mundo, contribuye a convertirlo en símbolo, influencia y/o santo y seña de su tiempo. Me refiero a lo que tanto y tan profundamente ha intervenido en la historia, cuando entre el poder y las letras se tienden puentes, alianzas, complicidades y señales de mutua atracción, de rechazo o intercambio de intereses. Éste es uno de los capítulos más reveladores y fascinantes de la cultura, por la compleja y no siempre honorable relación entre intelectuales y políticos, especialmente en tiempos y situaciones de cambio y agitación social. De suyo implica un compromiso que pone a prueba, con la palabra en prenda, la capacidad de acción de unos y la de persuadir de otros. En el concreto ejemplo de México, el maridaje nunca ha redituado en favor de los escritores ni de la calidad de sus obras.
Ninguna actividad aleatoria o secundaria ni las consabidas oleadas persecutorias, sin embargo, han impedido que el “escritor de raza” lo sea en cualquier circunstancia con o sin papel en mano, inclusive en situaciones de enorme sufrimiento, como los casos, entre tantos ejemplares, de Primo Levi o Solzhenitsin, que sobrevivieron al terror “en estado de palabra”. Sean los rigores de la mordaza, la represión, guerras o tragedias apretadas en campos de concentración, nada ni nadie arredra al verdadero escritor, salvo la muerte o la desgracia de “haberse secado”, como me confesara Rulfo desde el sentimiento de vaciedad que lo acompañó hasta la tumba.
Al discurrir el término “escritor de raza”, Camilo José Cela deslindó al que lleva la tinta en la sangre de la jungla frecuentada por aves de paso, enfermos de notoriedad, escribanos y ejemplos de toda especie que ignoran que nada es donde falta la palabra. En fin, que libro en mano o frase en mente, hay un momento único en que todo lector entrenado sabe quién es quién y de qué materia está hecha su escritura. Y esa es una de las partes que, además del texto en sí, hace tan atractivo y sustancioso el correlativo universo del escritor y del libro: la historia en paralelo sobre el autor y sus fantasmas, el cuento que se cuenta a costa de sus vidas y la imparable interpretación de lo que, sacado de preferencia de la manga, involucra la necesaria soledad del escritor.