Esta curiosa pasión por las letras
Como sucede con las personas, ignoramos qué nos deparan los libros. Por la prueba del error, debemos a los huéspedes de paso saber elegir y desechar sin sentimientos perturbadores. En el mejor de los casos encontramos una hebra que nos atrae o nos intriga y jalando, jalando el texto, de golpe se manifiesta el misterio o “eso” –el enigma- que perseguimos desde la noche de los tiempos y que de suyo dispensa afinidades, vislumbres, sentimientos, satisfacciones y goces aun más allá de su revelación primordial; otras veces el tropezón con lo no buscado nos hiere, nos confronta o nos irrita. Así me sucede con personajes de Dovstoievski, de Pío Baroja o de Sandor Marai a los que vuelvo por la necia certeza de que la vida es así, aunque la deseamos distinta.
Inclusive la buena Mrs. Dalloway con sus flores, su pachorra y la que imaginé vocecita entresacada de episodios inconclusos que por la maestría de Virginia me causaba no se cuál enojo, sienta sus reales en la memoria para advertirme que La vida es ansí, como escribiera Baroja. Y por ser así me han incomodado muchos destinos: el del angustiante K, sobre todo; y tras él El jugador, Mme. Bovary, Anna Karenina, la Justine del Cuarteto de Alejandría o la mujer justa, por citar a vuela pluma miembros de una galería personal de personajes que más que ficciones me parecen retratos de la tía, de la prima, del vecino, del maestro que me parecía abominable, del matrimonio aquél o del tipo “que me sacaba de quicio”….
Me refiero al poder que ejerce sobre nuestro modo de ver y entender la existencia el grupo de íntimos desconocidos que se fuga del papel para meterse a sus anchas en la autobiografía. Eso es lo que entiendo por “ficción verdadera”: producto de los caprichos del binomio lectura/escritura que se integran a la existencia, a veces también trasmutados en “verdades ficticias”, cuando ya no sabemos donde empezó lo real o dónde concluyó lo imaginario. Entonces las cosas se complican porque los hechos confirman que la vida de los otros contiene un pedazo de la nuestra o al revés; es decir, que somos nosotros los que dotamos de sentido a lo insulso, ajeno o incomprendido que hay en los que consideramos ajenos.
En anaquel distante de mis filias puse mis fobias ya empolvadas aunque bien dispuestas, como Sylvia Plath, Jane Bowles o la Anais Nin de carne y hueso quienes, al lado de algunos nombres que me han hecho saltar de la silla, ni estando lejos me dejan indiferentes. Y están las obras de quienes he leído páginas tan empapadas del Mal, del dolor y de las cosas terribles de que son capaces los hombres –crímenes, persecuciones, fanatismos, venganzas, injusticias, el Holocausto o los campos del Gulag-, que lloro desde los huesos pidiendo al cielo que, al cerrar el libro, desaparezca como de magia la parte más tenebrosa de nuestra especie. Habitar sin embargo en este país, donde con creces lo cotidiano supera muchos y muy feroces alcances de la ficción, me obliga a dotar al arte y a las letras de otra cualidad para soportar el crudo realismo de nuestros días: su capacidad de refugio, esperanza y aliento vital.
Así, generoso, es el fulgor de una correspondencia noble entre un autor y su dialogante. Como el plenilunio en la oscuridad, la palabra bien puesta entre ambos alegra el espíritu y aclara la mente. Mejor si canta la prosa. Mejor si hay poesía. Aun durante episodios de desaliento o trayectos que no temen probarse en la tristeza, en el dolor o en las derrotas y fracasos que no cesan, el arte de la palabra no solo incita a ir más allá de lo insinuado, sugerido o escrito tal cual, sino que nos hace mejores personas. Oculto también en la música, el misterio anhelado se parece al de las dos soledades que se juntan que dijera Rilke al referirse al amor. Comprender, valorar y aun atrapar el instante de plenitud tiene no obstante sus condiciones y ritos de iniciación. Lo he aprendido al revés y al derecho no por el falso supuesto de que redunda en maestría lo que se hace diez mil veces, sino por fidelidad activa al don recibido; es decir, por persistir y no negarme a responder a la llama que llama y entibia la soledad.
De menos, acceder a lo hermético, a la claridad o a la estética exige la exacta convergencia de dos que coinciden en un mismo tono, dos al uni-sono: el autor y el lector. Dar con el núcleo que alberga una emoción y cobra su forma en las notas o durante el curso de los vocablos es pues el nutriente de la pasión: justo la flama del arte, el secreto mejor guardado de la creación y lo que hace que lo bello sea bello y su contrapunto el hierro que agobia o que ciega al que ignora las propiedades del fuego.
Hay autores y títulos tan entrañables y hechos a nuestro modo que el decir, la pausa y el itinerario de sus silencios pierden fronteras entre lo propio y lo apropiado. Nos sabemos, nos comprendemos y nos acompañamos. En su fluir incesante, son los que rompen con el uno y el otro para crear en libertad otra voz o tercera entidad que podría ser “lo nuestro”, un nosotros: otra vez, y nunca mejor ilustrado, las letras se fusionan a las razones de amor. Sin renunciar a las empatías que perviven en el inconsciente, ante lo desconocido, empero, atendemos el llamado de la intuición. La voz de un recién llegado puede o no dar en el blanco, pasar por alto o encontrar un sitio para hacerse presente: ese es el riesgo de acercarnos a ciegas al libro. A veces, conscientes de que hay páginas que se nos caen de las manos, nos sorprende la ventura de hallar un fragmento, una línea o alguna metáfora que consigue ajustarse a nuestro pequeño universo. Otros hay como los toques eléctricos que queman incluso al tratar de evitarlos o que por repudiarlos y ser incompatibles de punta a punta nos tocan oscuras fibras recónditas. Ésos pueden sacer lo peor de nosotros mismos. Aventurarse, pues, con un autor que nos es por completo ajeno, incrementa el factor sorpresa que tan maravillosamente consiguiera en sus tankas la poeta Akiko Yosano.
Con más o menos acierto e intensidad, según el talento de cada quién, las palabras marcan el rumbo a las emociones. Éstas aparecen, se entregan, reculan o desaparecen para dejar en claro, al través del texto, si es de antipatía o simpatía el encuentro, si es breve o será prolongado y siquiera posible un diálogo. El pathos es justo lo que heredamos de los griegos y lo que pervive en los amantes de las letras. Infortunados quienes ignoran la gracia de este misterio.
¿Qué para qué sirven el arte, lo bello, leer y en general la cultura? Pues para hacer la vida más grata, menos dramática y vulnerable, y mejor apegada al misterio. Incluso durante las malas horas nos entregamos a ciegas a lo nuevo con saldos aún palpitantes de la lectura anterior. Sin querer queriendo damos el paso franco al fenómeno migratorio, infaltable en los mestizajes, para confirmar que si lo peor en general se encierra en si mismo y es excluyente, lo mejor de nuestra especie proviene del intercambio dinámico, del movimiento y los vasos comunicantes. Así lo confirmé, una vez más, a propósito de El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. Sus evocaciones me obligaron a remontar Carta al padre de Kafka, El primer hombre de Albert Camus y las Antimemorias de Malraux. Invadida por los contrastes de la paternidad, dejé de interesarme en el estilo del colombiano –que no es de mis preferencias-, para reconocer cuánto me conmovían su relación con el padre y la sencillez con la que describe sus respectivos sentimientos: algo inusual, de menos, pues “me sacó de mí” para meterme en “otra parte”, acaso en el espacio de las emociones que por casualidad me recordó cómo, el genial Leonardo da Vinci murió dudando de sí y del valor de su obra. Se preguntó si algo había hecho que valiera la pena. Fue Leonardo quién me hizo pensar en que todo está conectado y, por consiguiente, cuán importante es la mirada del otro, la palabra del otro para completar la propia: algo que aquí se ha desvirtuado con saña porque la hostilidad trunca al otro y devalúa su voz.
Rodeada como estoy de libros, inmersa en el silencio, me pregunto cómo hemos dotado de tan tremenda visibilidad al mal, a lo bajo, la fealdad y lo nefasto. Miro a mi alrededor y no hallo respuestas.