Fanatismo o milagro
Se espera uno de los procesos electorales más hostiles y menos esperanzadores, desde el sangriento 1929. La suma de búsqueda de justicia, rencor acumulado y el sueño de rebelarse contra un aparato estatal asfixiante ha corroído el ánimo colectivo. Sin ideario ni modelo de país, sabe no obstante la mayoría ofendida que el régimen de poder no le garantiza bienestar ni satisfacción. Lo que no sabe, no acepta o no quiere saber es que tampoco se procura el bien a sí misma. Y a pesar de su furia, no se transforma ni sabe elegir: pueblo cansado de sí mismo, sin salir de sí mismo. Hastiado de su desaliento rancio y, de lo más preocupante: su inconfesada incapacidad para vencer sus yerros, sus defecciones, su violencia y sus obstáculos reales e imaginarios.
Ante el panorama electoral, enfermo de antemano, el desafío es ceder a la tentación del fanatismo o atreverse a mirar y reconocer a la sociedad desde dentro. Vociferar contra los síntomas de la enfermedad agrava el entorno y no alivia la causa. Desde el siglo XIX y hasta la fecha, el drama se repite. Los mexicanos se niegan a entenderlo, porque el malhadado paternalismo pervive enquistado en el inconsciente colectivo. Se espera que “el otro, “el de arriba”, actúe de Gran Tlatuani, raíz del por fortuna vulnerado presidencialismo. En lo grande y lo pequeño, sin embargo, se resisten a creer que para volverse adultos hay que soltar al padre, y al revés. No obstante, eterno menor de edad, el promedio espera que el Presidente, el Gran Padre y/o gobierno abominado y adorado por las mismas causas, adivine, atienda y resuelva la vida común o individual.
La historia lo enrostra una y otra veces. Y no se equivoca: si no cambia la sociedad, sus errores se repiten, potenciados. El espíritu de 1929 resurge como lección desatendida... Y empeorada. Dada la realidad entonces y ahora, no podía ser de otro modo: la actitud popular es la misma, pero con una demografía más abultada y más compleja. ¿Cuál es la causa del rechazo invariable a estudiar nuestro pasado? ¿Qué hay en las mentes de un pueblo que se niega a saber, a mirarse y reconocerse? ¿De dónde este tenaz repudio al conocimiento, empezando por el de sí mismo, de su país, de sus orígenes, su entorno y peculiaridades?
La máscara, el machete, el insulto, la violencia, el abuso y el chanchullo; las agresiones, una degradación incesante de uno mismo y de los demás; la procacidad infaltable en el lenguaje, en los gestos y en los actos, no son accidentes del destino. Tampoco es cierto que “el otro es el culpable”, como diría Sartre al referirse a la evasión de la propia responsabilidad. Culpar al otro es lo sencillo. Asumirse agente y sujeto del propio destino es obra mayor de la razón, de la inteligencia educada. Las conductas y actitudes vejatorias corresponden al carácter agreste, inmaduro, que se niega a mirarse y reconocerse para superarse. En ese sentido y para nuestra desgracia –ya es hora de decirlo- la sociedad mexicana todavía no está por encima de sus gobernantes: éstos son producto de la sociedad que primero los engendra “a su imagen y semejanza”, y después los repudia porque también se odia a sí misma.
En la actualidad, a la manera también de 1929, el electorado busca espejos de sus deseos. De hecho, lo semejante llama a lo semejante y cada conglomerado deposita su fe en lo que espera o fantasea, no en lo que fundamenta. Al margen de la ilusión, la verdad es lo que es. Entre el mesianismo redentor, la partidocracia espuria y la tecnocracia neoliberal, las ofertas actuales, como la sociedad/espejo que las creó, están lejos de ser civilizadoras. Los vasos comunicantes entre candidatos y sus simpatizantes son tan claros que no hay manera de no darse cuenta de sus respectivas correspondencias, empezando por el redentor, sus acólitos y una feligresía tan fanatizada y ajena a la cultura que está dispuesta a llevar su fanatismo al extremo con tal de consagrar a su justiciero emblemático.
El monetarismo promete orden, aunque sin cultura, sin artes, sin libros, sin la virtud del saber… Pragmatismo puro, gerencias, escalafones y jerarquías sí, pero otra vez: ¿cómo estructurar una sociedad enfurecida, desarticulada, violenta, carente del ímpetu protestante del capitalismo, del do it yourself weberiano que mueve a los líderes de la globalización? Aceptemos que nadie ha podido cambiar el mundo, pero si podemos aspirar a que con mejores personas, sea un poco menos miserable y desesperanzador.
Con dos candidatos en punta, fiel reflejo de la extrema división social, se hace aún más ostensible la vaguedad de una partidocracia costosa y sin sustancia; pero sobre todo infecunda, como el vasto sector de una población que ignora su presencia social, que no sabe qué decir ni cómo decirlo, aunque anhela “un lugar” que lo identifique, que lo dote de visibilidad, aun a costa de seguir sin voz y sin argumento.
Agréguese que, sobre las mismas bases de la sociedad desarticulada, los contendientes carecen de los contrastantes atributos de un Calles o un Vasconcelos, ambos engendrados en un medio caótico, dominado por caciques, caudillos y tales rebatiñas por el poder, que en ese escenario de violencia las demandas populares carecían de importancia. Inmersos en un circunstancia tanto o más aciaga por la corrupción, el imperio de la delincuencia y la impunidad, donde la verdadera cultura está en el subsuelo, tendría que ocurrirle un milagro a la justicia, otro al desarrollo con progreso y uno más al ascenso cívico de la población enfurecida.
Y si de milagros se trata, hace tiempo deseo el más grande de todos: la formación de una población activamente consciente de sus derechos y responsabilidades, que hiciera expeditas a las instituciones y se aplicara a superar sus rémoras ancestrales. Lo ideal sería, pues, que hiciera suya la cultura del esfuerzo para abatir el síndrome de la derrota, la atadura del vencido y su incapacidad de entender que la gente es el núcleo del Estado, su meta y su punto de partida. Es decir: todos integramos al Estado. Cada quién debe preguntarse por qué, después de tantas batallas armadas y políticas, iniciadas en el siglo XIX, no tenemos un Estado con poderes confiables ni la sociedad que lo haga posible.
No podemos ni debemos voltear hacia otro lado mientras la intolerancia y su complementario fanatismo están creciendo. El hartazgo sin conciencia cívica ni cultura es el perfecto acicate para una confrontación peor a la anticipada. En 1929, la mayoría estaba insatisfecha, analfabeta y miserable. No habían garantías vitales, sólo un modelo subdesarrollado de producción. En el superpoblado y globalmente neoliberal 2017, con 52 millones de pobres y un puñado de dueños de la riqueza, protagonizamos una democracia espuria. Hay urnas, aunque nos dominan la delincuencia de arriba abajo, la impunidad, un Poder Judicial supeditado al Ejecutivo y degradado por la impunidad; saldos del sindicalismo charro, deuda exterior, la paupérrima educación pública, destrucción del medio ambiente…
Vaya, pues si: requerimos sociedad; sociedad consciente y sólida. Requerimos proyectos sexenales y a largo plazo. Urgen, en fin, cultura general e inteligencia política. ¡Pobre, pobre México!: estar una y otra veces entre el fanatismo y la espera de un milagro…