Feminismos, espejo de lo real
Ser feminista es una condición existencial y mecanismo de defensa en medios hostiles. Impulso liberador en sus orígenes, se vuelve manera de ser. La urgencia de equidad es una reacción contra la asfixia. No se piensa, no se elige: fluye en las venas. Las grandes batallas han comenzado así, con el basta en la punta de la lengua. Me pregunto cómo ha sido tan largo el patriarcado y por qué las de abajo, apabulladas en “la caverna”, lo hemos tolerado. La rebeldía es incómoda para una misma y los demás; sin embargo, a pesar de sus consecuencias, sirve de antídoto para la opresión.
Todo comienza cuando el dolor se manifiesta con impotencia (preguntar a las iraníes). El dolor de las mujeres propias y ajenas me hizo feminista cuando el feminismo ni siquiera se nombraba: estaba en mi naturaleza. Antes de razonar abrí los ojos y afiné el oído. La verdad entró por los sentidos. Fue cosa de realidad, no de conciencia. La palabra justicia no existía. Tampoco se pensaba. Lo que era, era como era: sometimiento, fatiga, resignación, “aguante”, resistencia, silencio, espíritu de sacrificio y buen modo obligado: “las mujercitas no crean problemas, los resuelven”. Se trataba de que aceptáramos, desde la cuna, que la ruta de vida era apagamiento en continuidad. Se nos encaminaba hacia un ir muriendo entre vejaciones públicas y privadas. Nada de cultivar la inteligencia, nada de intervenir en “cosas de hombres”; nada, en suma, de ser “una de esas señoras incómodas o ‘especiales’”. Así cada vez más complejo, hasta que la muerte/muerte triunfara sobre la represión, la indignidad vitalicia, la marginación y la ausencia de libertades. ¿Qué significan equidad y/o libertad?, se preguntarán hoy mismo iraníes, afganas, africanas, latinoamericanas… La pregunta es válida para miles de millones de mujeres, cuya situación ilustra el subdesarrollo esencial y/o el estado de inhumanidad que impide democratizar la vida en común.
Mientras yo crecía, mi idea del mundo era estrecha y pequeña. Los vocabularios eran limitados, intensos, cargados de agresividad, sembrados de escondrijos y de máscaras, como las sotanas y los hábitos, como los políticos, como las películas del Indio Fernández y sus coetáneos y sucesores. ¿Libros?, eran rareza. ¿Idiomas? Tampoco había quién hablara de “grandes influencias”, las que artistas y pensadores extranjeros reconocen imprescindibles en su formación. El ambiente era áspero, anodino, infestado de intolerancia social y religiosa, de corrupción teñida de policías y burócratas extorsionadores. La mentira era seña de identidad nacional; igual que el abuso. (¿Cambios en el aquí y ahora?) Imposible no advertir que algo muy grave funcionaba mal. Ya había en el aire algo hiriente, lastimoso y premonitorio de la criminalidad que domina un México completamente desarticulado, bañado en sangre, coreado por madres dolientes que escarban en llanos y lodazales en busca de los huesos de sus hijos asesinados, de sus hijas desmembradas, de sus nietos desaparecidos…
¿Cómo no ser feminista? Una se hace feminista como hacerse adulta en este imperio del embuste, la hipocresía, el dolor y el machismo. Es instinto de supervivencia.
Al convertirme en universitaria y en madre era imposible no percibir el sufrimiento de millones de mujeres y sus niños. Madres abandonadas a su suerte; padres en fuga que ejercen el pisa y corre. ¿Pagar pensión alimenticia? “Pues qué, se cree que soy su pendejo? ¡Puta!” Había pordioseros y habitantes de la calle por montones; tantos, como jaurías de perros callejeros. Pasan los años: nada cambia/todo cambia. Ese dolor añejo es mucho peor, teñido de crueldades pavorosas. Hay más drogadictos y “niños de la calle”; más enfermedades mentales; mayor desamparo, pero menos perros pululando sin dueño. La piedad popular comenzó a manifestarse en bien de los animales, gracias a lo cual proliferaron los felices perrhijos. La injusticia es lo único que todos compartimos en este reino del crimen y la impunidad. La mujer es la universalmente desclasada. Nadie se libra. Únicamente son variables las dosis personalizadas de inequidad. De pronto se dejaron ver las tribus de mujeres enardecidas. ¿Aquí? ¿No que las mujeres eran tan aguantadoras? ¿No que tan mansitas? Pues no, porque el enojo asomó la punta del iceberg y, como de magia negra, mostró a la amenazante cabeza de la Hidra.
Cierto: mientras las mentes “civilizadas” aguardábamos equidad y cambios civilizados, se dejó venir contra la autoridá y lo que resulte un batallón de gritonas malportadas con el puño enfurecido, guante negro y rabia, mucha rabia: rabia de muchachas cargadas de energía y malos modales que, a diferencia de sus madres o sus abuelas, dicen “no más” a golpes y truenos. Montón de peleoneras que pegan e intimidan; sin embargo y aunque su ferocidad remonte a la Hidra, no tumban muros, no despiertan conciencias dormidas ni modifican el yugo de un poder sólidamente instaurado, arraigado inclusive en el inconsciente colectivo. Cosas de estilo y reflejos de la cultura que nos engendra y engendra los modos de nacer, amar, crecer, acatar, protestar, obedecer o rebelarse, comer, pensar asustarse, intimidar y al final del todo morir con estricta fidelidad al propio tiempo.
Hay que decirlo de una vez, porque la demagogia gusta amargar o endulzar los actos con ideologías. en mi caso y sin lugar a duda fue el sufrimiento propio y ajeno lo que me hizo rebelde, inconforme. El sufrimiento me hizo desobediente y escritora en tierra de machos intolerantes. En casa, en las calles, en los mercados, en los pueblos o con o sin micrófono los hombres hablaban alto, mentaban madres como ríos empedrados, exigían, amenazaban y/o prometían a discreción lo que jamás cumplían. La violencia campeaba y campea: nada que no anticipara el infierno del crimen instaurado como poder absoluto… Sin embargo, hay modalidades como estilos de gobernar, pues ahora resulta que a las mujeres se las encarcela o se las usa para presionar a los hombres.
Propio de países maltrechos, el dolor en México es de bulto, tangible. Flota en el ambiente. Hay dolor y no únicamente a causa de decenas de miles de asesinado y desaparecidos, también “invisibles”. Se nos distrae con veleidades para no centrarse en lo fundamental: la justicia. La verdad es lo que es: ni las mujeres ni los muertos producimos sombra.
El tema es complejo, como la realidad. Vendrán otras páginas sobre el espejo de los días.