Gobernantes a la baja
Entre lo que somos, lo que nos creemos y nos inventan existen distancias insalvables. No se diga en lo individual, que por desenmascarar identidades y rescatar olvidos los divanes, en proceso de extinción, quedaron llenos de agujeros. No son de fiar las apariencias ni las engañifas de individuos, parejas y/o familias que por diversas causas moldean la impostura hasta creérsela o hacerla creer a los demás, aunque medio vivan con el hígado y la mente hechos trizas. Más grave es el drama cuando se trata de gobernantes atropelladores, embusteros y enemigos del derecho.
No es de ahora la costumbre del engaño. Lo nuevo es haber refinado mañas y mecanismos para hacer efectivas las tomaduras de pelo. Tampoco inventamos la resistencia a aprender de los errores; sin embargo, se repiten con terquedad las invenciones destinadas al hombre-masa hasta persuadirlo de que el mensaje es tan acertado o verdadero como su capacidad electiva. Nunca me cansaré de insistir en cuán vigente sigue estando –para derechas o izquierdas- el axioma del nazi Göbbels, maestro de la propaganda y uno de los artífices de aquella monstruosidad: “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. Y vaya si no. Los ejemplos sobran.
Las consecuencias del dolo se potencian geométricamente cuando el uno –elegido en las urnas o no- se hace con el poder. Entonces, como obra de magia, “legitima” a su personaje, con todo y “mensaje”. Una vez afianzada la torcedura entre el neurótico que es, el actuante que se cree y el caprichoso que decide, aplica el “proyecto” a su aire con los riesgos implícitos allí, donde la población es más vulnerable porque no son sólidos sus sedimentos culturales.
Si el gobierno cae en manos de embusteros, vengadores, hipócritas, simuladores, oportunistas, ineptos y tocados por el delirio del ungido, el tirano, el justiciero o el mesías, los resultados son incalculables. Los gobernados son los afectados en primera instancia, pero los últimos en aceptar que el retroceso arrastra consigo durante décadas y a veces siglos la capacidad reparadora de las culturas. Dictaduras y tiranías son las lecciones que más pronto se olvidan y desatienden, de ahí que reaparezcan con más o menos ferocidad y atavíos renovados: véanse los casos vigentes de Venezuela, Nicaragua... Los males avanzan, la gente sufre, la inercia de la degradación continúa y tardan décadas o a veces siglos los remedios cuando en casos extremos, como Haití, la población desamparada cede a la derrota.
Nuestra América y el Caribe son laboratorios permanentes de cómo se pervierte el Estado y cómo se sobrevive a los malos gobernantes. En continuidad y desde las independencias, siempre hay ejemplos monstruosos que nos hacen creer en una suerte de maldición sobre nuestros pueblos. Si algo es cierto es que no hemos podido construir Estados dignos ni estables. A la vista, y atornillados al poder, están Maduro, Ortega y la lista de etcéteras que deberían ser estudiados al detalle para que las nuevas generaciones entiendan de qué se tratan y cómo se traman las tentaciones dictatoriales. No se puede negar que estos engendros espejean los medios que los anidan y sostienen.
Quizá porque a las masas es fácil distraerlas y convencerlas con actitudes teatrales, es tan difícil dar con un hombre de Estado; más difícil aún si consideramos que la publicidad y su correlativo “manejo de imagen” se han antepuesto a la política. Así que una y otra vez saltan al ruedo los audaces y mediocres que, fortalecidos por su falta de escrúpulos y formación elemental, se van con todo para quitar del camino cualquier obstáculo.
Que un solo sujeto pueda causar un sinnúmero de errores es posible porque los lenguajes propagandísticos “crean” un personaje artificial a medida de las expectativas. Las campañas electorales en realidad son manipulaciones dolosas que atarantan esperanzas infundadas e ilusiones populares. Las democracias tienen muchas deficiencias por reparar. Para empezar, deben existir requisitos a cumplir por los candidatos, sin descontar exámenes clínicos y psiquiátricos. Las organizaciones ciudadanas y profesionales son, como las instituciones, de primera necesidad en la vigilancia del poder. Nunca desaparecerán los riesgos de padecer malos y peores gobiernos, pero depurar instrumentos de control es tan indispensable como mejorar la educación popular y las instituciones. Hasta ahora, no hay más vacunas contra estos males.
Burlas tales como realizar “consultas” sin ton ni son para disfrazar caprichos y abusos de poder son posibles porque no hay ley ni instituciones que detengan la arbitrariedad creciente de López Obrador. Al haber degradado al Estado, no hay quién pueda ni se atreva a detenerlo porque automáticamente es ninguneado, condenado a la muerte civil o despojado de su empleo. Las tretas para afinar el poder absoluto son tan elementales como las prácticas dictatoriales de sobra conocidas en países atrasados: humillar o discriminar públicamente y a discreción a quienes no se doblegan. Formar gobierno con validos. Degradar las instituciones hasta despojarlas de autoridad y función. Descalificar mediante adjetivos y expresiones chocarreras a discrepantes y opositores. Controlar al Congreso y al Poder Judicial. Autoencumbrarse sobre la extinción real de partidos políticos y de grupos o personas con presencia social que en el pasado solían ser respetadas y/o reconocidas por su autoridad moral…
En suma: cuanto más débil un Estado, más sobrevaloradas las falacias democráticas y peores los atributos del poder personal. Dar “gato por liebre” acusa el triunfo de la propaganda al convertir en verdad la mentira repetida mil veces.
Hay que reconocer que, a partir de que “la tercer vía” anticipara una edad de libertades y derechos globales, etiquetada como democracia moderna, lo que en realidad se favoreció, ante la debilidad de la figura del Estado, fue el ascenso de la injusticia, el monetarismo y la mediocridad en el mundo. En estos procesos “liberadores”, los ahora llamados “países emergentes” han sido los más afectados ante el imparable declive de la inteligencia crítica y el ascenso generalizado de gobernantes de pocas luces, pero muchas engañifas bajo la manga.
Hay que temerles a los electores más que a los candidatos: éstos, a fin de cuentas, son los que saltan al ruedo porque les atrae el toro, no porque sean toreros. Enamorados del poder, dicen a las masas lo que quieren oír como, a la letra, indica el populismo. En realidad, deberíamos creer en el acierto de las elecciones del revés. Si la mayoría aclama a Fulanito de Tal y hasta lo consagra como nueva deidad, por salud mental o cuestión de vida o muerte, hay que quitarlo cuanto antes porque con seguridad va a ser un chasco y dará al traste con el país.
La historia no se equivoca: en las derrotas políticas no hay sorpresas. Lo novedoso sería que los gobernados aprendan a exigir y enderezar el rumbo de sus gobiernos, si es que en verdad existe la democracia.