Idea del destino
Consecuente hasta el fin con la desmesura (hibris) que gustó frecuentar, a José Luis Cuevas le ocurrió algo similar a lo más temido por los héroes griegos: traspasar toda medida al quedar cegado por la fuerza irracional del hado hasta traicionar, como el iracundo Aquiles, su fidelidad al que supuso alto destino humano. Durante años fue imposible ignorar los tránsitos de una historia familiar que al ritmo en que se complicaban la intriga, el odio y un compendio de emociones disminuía la presencia social y la egolatría del mejor agente de sí mismo en la cultura mexicana.
En nuestra memoria mexicana no faltan ejemplos sobre el enredo de las pasiones miopes que acarrean problemas, culpas, engaños, barbaridades y sufrimientos, cuando hombres y mujeres caen en las redes de Até. El suceso protagonizado en su malograda vejez por el lector de Kafka y creador del Homenaje a Quevedo, sin embargo -y como en otra circunstancia respecto de José López Portillo y algunos más que bullen en mis recuerdos-, se desarrolló en el ámbito idóneo para llevar al fracaso el anecdotario del egoísmo irreflexivo.
La habilidosa Até, además, acomoda la fragilidad del carácter para que, mediante malas decisiones, cada quien contribuya a cumplir la fatalidad del propio destino. No es infrecuente que la vanidad, el orgullo, la soberbia y aun las más tristes fantasías sexuales perturben a los que pretenden negar su senectud o el natural proceso de decadencia dando brinquitos de joven o de rebelde transgresor. El ofuscado por Até inclusive llega al extremo de aniquilar su pasado para borrar su otrora vínculo con lo mejor de sí mismo. Este desvarío inocultable reduce a la víctima a su propia negación en ésta, una de las más tremendas jugadas del destino.
Pueden ser sobrenaturales las fuerzas originarias del fatum, hado o sino que, de forma necesaria y nefasta, orientan la existencia de los mortales al fin no escogido. Sin embargo, con ser tan determinante la idea del destino en el arte y el pensamiento griegos, la mitología y la tragedia ilustran, mediante situaciones y personajes extraordinarios, lo dolorosa que es la lucha humana contra el Mandato. Sólo un puñado de bienaventurados escapa al furtivo ataque de Até, porque la mayoría se entrega a la tentación de esta suprema personificación de la Furia y el Engaño. Nada menos que Ella es la fustigadora del irracional desequilibrio de quienes, por transgredir los límites impuestos por los Inmortales, se constituyen en focos reproductores de males y calamidades. De hecho, las peores acciones cometidas por los que se atreven a violentar su destino –como Alejandro el Grande- demuestran, con la inminencia de su caída, que “los dioses ciegan a quienes quieren perder”.
Exhibidos a ocho columnas, los sucesos íntimos que sellaron los últimos capítulos de la agitada vida de José Luis confirmaron los desafortunados oficios de la implacable deidad femenina que vaga por el mundo causando el caos. Digna de una alegoría del poder ineludible de la Ananké o fuerza inapelable del destino, la biografía del otrora enfant terrible incita a pensar en las vueltas y revueltas del misterioso Acaso que recto, entre vericuetos, sesgado, a plena luz o agazapado en la oscuridad más profunda, cumple su cometido en los plazos y términos previstos por las temibles Moiras.
De natural caprichoso y misterioso por encima de todo, el destino no deja de sorprendernos por la cantidad de influencias mundanas, íntimas y superiores, que se entretejen con lo imprevisible y fatal desde antes de la concepción y hasta que la Moira Átropos, la Inexorable, corta a su manera y sin piedad la hebra de la vida. Y en todo ese enredo de asuntos humanos y poderes divinos, Até actúa como instrumento del destino, aun después de su desenlace. Desde Homero su poder expansivo se manifiesta en la decisión adversa del héroe que despunta y modifica el curso de su existencia.
Sin distingo de edad ni circunstancia, Até está presente en el descalabro que obnubila al que se quiere perder. Asimismo participa del suceso de preferencia irresponsable que desencadena un problema general y de complejidad creciente, que los griegos fusionaron al movimiento trágico. Milenios después, para beneficio de nuestro pensamiento moderno, apareció el sin par Shakespeare para abundar en solitario, quizá como Homero, en las zonas oscuras de lo humano para ayudarnos a comprender lo mejor y lo peor de que es capaz nuestra especie frente a la Determinación de la Necesidad. Sin renunciar a la claridad ni a lo bello, consagrados desde la edad ateniense, Shakespeare tuvo además el acierto de enriquecer el legado con su dominio escénico de las pasiones, sin el cual no existirían Freud, Jung, Lacan ni el largo etcétera dedicado a escudriñar los recovecos de la mente y la conducta que completan la idea del destino.
Núcleo del conflicto que se revirtió contra él y contra el que supuso sino ineludible, el mismísimo Cuevas se entregó como un loco a las maquinaciones de la inmortal maestra del engaño y del orgullo. Verdadero festín de psicoanalista, murió sin reparar en los daños causados por su desmesura y quizá sin entender que ponerse en manos de Até en la vejez es peor, mucho peor que mirar de frente a Medusa. Los griegos solían representar a la fugitiva hija de Zeus encubierta en una figura amistosa, para que el soberbio incauto cayera en la trampa de la adulación y la estupidez. De este modo, cuanto más burlado por la apariencia amañada de la suprema manipuladora, más y peor se va entregando, sin resistencia ni grandeza moral, al descalabro determinado por la fatalidad y ejecutado por el instrumento del hado.
A más acumulo experiencia mejor confirmo que no hay conducta ni yerro que haya escapado al acierto del genio griego. Aun en lo intrincado e inescrutable atinaron con la exacta claridad para abordar, con idéntica sapiencia, los lados oscuros del alma y los aciertos de la prudente Sofrosyne: discreta personificación del autocontrol y la moderación. Atributos que, por cierto, no gozaron de las simpatías del autoapodado “Gato macho”.
Contrapuestos e inconciliables, en medio de estos dos lados del espíritu humano (prudencia y desmesura; sabiduría y tentación caótica) ha reinado el tan apreciado equilibrio. Sólo allí –péndulo enigmático- ha podido gestarse la acción digamos “reparadora” de la inteligencia contra el designio; es decir, si el destino es lo ineludible y está en manos superiores, la voluntad y/o la razón dirigida de los hombres propicia la reconciliación de uno mismo y con los demás, lo cual no es acierto menor en medios que, como el nuestro, están dominados por la sinrazón, las Furias y el engaño. No obstante, hay que considerar que una vez desencadenado el conflicto y dejadas a su suerte las fuerzas oscuras es casi imposible enderezar sus consecuencias, como demuestra el movimiento trágico.
Y de eso se trata la gran lección griega: de entender una y otra vez, y en especial ante ejemplos de innegable obviedad fatídica, que el propósito de la sabiduría y del arte de educar es combatir o al menos contrarrestar la poderosa fuerza irracional del hado ciego que no reconoce edad, condición ni moral. Y ninguna entidad más diestra que la impulsiva Até, expulsada del Olimpo, para empujar a mortales e Inmortales a cometer errores y faltas tremendas. Hija mayor de Zeus y según Hesíodo de Eris -la Discordia-, Até o Atea provoca las acciones irreflexivas, la insensatez y el hibris o desmesura. Justo es el exceso de orgullo lo que le permite empujar con facilidad a sus víctimas a la desgracia irremisible o, inclusive, a lo que se supone una “mala muerte”.
Vale recordar que, eje iniciático de la Ilíada, la cólera funesta de Aquiles “causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades a mucha almas valerosas de héroes”. Invaluable ejemplo de los vaivenes del destino, la ira y a saber si respecto de Cuevas la lujuria, la soberbia, el miedo,a egolatría o cualquier otra fuerza que la humana criatura no sabe resistir, fueron los instrumentos de su propia catástrofe y de los daños colaterales. Lo innegable es que “el más hermoso, rápido y valeroso de los hombres”, ciego de furia contra Agamenón por obligarlo a cederle a su amada Briseida tras una agria disputa pública, traicionó su destino heroico al atreverse a humillar al jefe del ejército aqueo y desencadenar, en consecuencia, el contenido de la Ilíada.
Salvo para demostrar que la robusta Atea tiene los pies ligeros para recorrer la tierra y ofender a los hombres, de nada sirvió el arrepentimiento del héroe, porque una vez que entra en acción, no hay oraciones ni ofrendas que consigan opacar su protagonismo. Mucho y diverso puede aprenderse del singular destino del guerrero griego. No menos aleccionadora es la biografía al completo del talentoso Cuevas, creador de monstruos magníficos, que en su búsqueda vitalicia de los yoes que lo habitaban cayó presa de su derrota y propio olvido. Reducido a ceniza como parte de la fatalidad que envolvió su agonía, su memoria póstuma todavía reserva algunas sorpresas: así de fascinante es el destino.
El hado, gran caprichoso, es lo tremendo e intimidante que marca el rumbo de la existencia. A pesar de que no hay modo de eludirlo, esquivarlo ni transformarlo, parece reservar un instante de lucidez para elegir esta puerta o la otra. Puerta que, a fin de cuentas, es más atractiva a las peores decisiones. Producto de las debilidades humanas, los errores derivan en calamidades. Aunque hay que creer que las entidades otorgaron la esperanza a los hombres como vía de salvación, el destino tiene de suyo tal peso y presencia que cuesta aceptar que nuestra defectuosa humanidad esté en aptitud de elegir la sabiduría para superarse a sí misma, antes de emprender todo lo demás.