Izquierdas personalizadas
Tambaleamos sin brújula entre un fin incómodo y el principio redentor de a saber qué. El ánimo alterado me recuerda las décadas exageradas del Boom, cuando se despreciaba el pasado y se iluminaba el porvenir con la exigencia de derechos y libertades. Sin embargo, además del estallido creador en la música, las letras, el arte en general, la ecología y la ciencia e inclusive en la comida, protagonistas y contenidos políticos de ayer eran en fondo, sueños y forma muy distintos a los iluminados que hoy, enemigos de la cultura, se creen dueños de la pura verdad.
De la bipolaridad que radicalizó al mundo durante casi medio siglo de tentaciones totalitarias quedan izquierdas encenizadas. No sobrevivieron ni los entusiastas del comunismo que nació entre estallidos y murió infecundo, sin descendencia doctrinaria y sin conocer la vejez. El eje de la dictadura del proletariado murió a golpes de piqueta. Su propaganda dejó tras de sí un saldo de frustración y persecuciones, tortura, asesinatos, espionaje y un estalinismo acaso peor a la inhumanidad de los nazis.
No deja de llamar mi atención el hecho de que, contrario al pregón marxista respecto de la autotransformación anunciada, el comunismo no maduró porque repudió los procesos de evolución crítica. Desde su nacimiento hasta la fecha, en cambio, el capitalismo continúa avanzando entre ajustes, objeciones, yerros y desigualdades. Sigue vivo y aguantando inclusive defensores y posturas tan disímiles entre sí como Roosevelt, Reagan, Tatcher, Trump, Merkel, etc. Poderoso en el tiempo y las economías y a diferencia de su rival, el capitalismo evolucionó hacia la globalización por ser, en lo esencial, una sociedad abierta, según los términos de Popper. Asombrosamente logró que aun los cerrados chinos –maestros de la imitación- se aplicaran a asimilar y superar las mieles del monetarismo. Al ritmo en que la economía de consumo comandaba los deseos mayoritarios, se desprestigiaba el tema de la lucha de clases, el combate a la pequeña burguesía y el abultado lenguaje justiciero que juraba barrerlo todo y barrerlo bien.
Poco y más distorsionado que confiable dejaron en cambio las facciones que dotaban de fe, identidad, promesas y sentido al proletariado y a los que, desde su trinchera clasemediera, gritaban consignas procomunistas durante el hervidero de la Guerra Fría. Se respiraba una suerte de pertenencia emocional a lo que se creía régimen de justicia social, hasta que los hechos demostraron lo contrario. Cuando la historia rasgó los velos de la verdad, se acabó el tiempo del delirio ideológico y quedaron a la deriva –en el mundo de silosupe nomeacuerdo- las banderas rojas.
Nunca como durante las décadas de la posguerra fue más furibunda la propaganda en ambas vertientes. Estar en uno u otro lado de los modos de producción llegaría a ser aval de fe, seña de identidad, prueba de superioridad sobre el resto de los mortales y juramento religioso. La dupla revolución y literatura congregaba, en nuestras tierras, a los miembros de la Nueva Novela Latinoamericana, hasta que la desilusión y las evidencias apagaron varias hogueras. Hay que aclarar que todo esto era cosa de hombres porque la mujer era menos que sombra. Así que en el mundo en general y Latinoamérica en particular, unos cuantos escritores consagraban la figura incierta del intelectual oportunamente redefinido por Sartre y Gramsci.
Elevados a sumo sacerdotes de izquierdas, por consiguiente, tronaron la voz para indicar rumbo y posiciones respecto del poder, las letras y las aspiraciones políticas e ideológicas: todos sin excepción se equivocaron, aunque no todos tuvieron el valor de reconocerlo y el doble valor de rectificar, aun a sabiendas que defendían lo indefendible (especialmente el estalinismo). En cada orilla se consagraron figuras emblemáticas pero, tratándose de una terca devoción, nada igualó el poder propagandístico de la izquierda para mover gente y hacer creer a los esperanzados bobos que el paraíso estaba a la vuelta de la esquina.
Lo que había, por desgracia, eran guerrillas, dictaduras, movimientos migratorios, terrorismo, sindicalismo espurio, luchas y más luchas, problemas demográficos, ignorancia, miseria, sufrimiento, explotación sin distingo de color, lugares comunes, consignas… Así la vida de todos los días. Había más horror que soluciones y la aún vigente evidencia de que no son las doctrinas la causa ni la solución de los problemas; es el Hombre. Eso es lo que hay que modificar desde la raíz mediante la obra de la cultura: justo la cultura aborrecida por los sistemas totalitarios que paradójicamente son los que más atraen a la mayoría.
Son muchísimas las diferencias entre el ayer estaliniano y la no menos fanatizada, aunque huérfana de estructura e ideas, facción de izquierda, ya desprendida de sus orígenes. Perdura entre el radicalismo de ayer y el de hoy un agresivo antiintelectualismo que agrava la improvisación de sus representantes en el poder. A pesar de que durante la bipolaridad se respirara una creatividad inusual, se cultivaba una fe ciega por los totalitarismos de cualquier signo e igualmente aniquilantes de las libertades. Así las paradojas. Socialismo, comunismo, marxismo leninismo y trostkismo eran los principales abrevaderos de jóvenes universitarios, sindicatos discrepantes, luchadores sociales y de quienes se ostentaban intelectuales. El lenguaje vanguardista arrojaba términos tales como revolucionarios, grupos de avanzada, intelectuales comprometidos, pensadores en situación, luchadores, anticapitalistas, etc.
Era tan intransigente la lucha ideológica que sin dudar podemos calificar las décadas de la Guerra Fría como la era de persecuciones e irracionalidad por excelencia. En situación tan aciaga e irrespirable no cabía dudar respecto de quiénes merecían ser izquierdistas de cepa y quiénes eran los reaccionarios. Quiénes los dignos de repudio y cuáles los de consideración y respeto. Los más activistas llegaban a cumplir con tal “devoción religiosa” el dogma, el mandato o lo que la dirigencia determinaba que no hay más que releer al emblemático José Revueltas para refrescar no sólo el absurdo de aquel infecundo fanatismo colectivo, sino para probar cuán peligrosas pueden ser las manipulaciones ideológicas, especialmente en pueblos atrasados, como los nuestros.
Desacreditadas a partir de la caída del Muro de Berlín, las izquierdas quedaron a la deriva, sin asideros teóricos, carentes de simpatías, afinidades y/o vínculos continentales de referencia. No sin entusiasmo, surgió en Europa la social democracia que ahora tambalea entre denuncias graves de corrupción que no auguran buen fin. Es del siglo XXI el ascenso de “izquierdas personalizadas” y expuestas a vientos y poderes tan caprichosos que no hay modo de establecer directrices razonables. Ya no totalitarismos sino autoritarismos, lo que se está imponiendo con claridad en nuestra América son fracasos económicos, bandazos en cuestiones de desarrollo y políticas laborales; y, en medio de una tremenda demagogia paternalista, la obvia anticultura disfrazada de populismo mesiánico.
Así resulta que de la dinastía Castro a Chávez, de Lula y Dilma a Maduro, de Evo Morales, a Cristina Fernández, Ortega, Correa o López Obrador, por citar algunos representantes, las izquierdas individualizadas en las que no faltan ejemplos de horror, pueden ser literalmente cualquier cosa, inclusive conservadoras y contrarrevolucionarias, menos respetuosas de los principios doctrinarios de las que pretenden descender. Desiguales en estilo personal de gobernar, estos regímenes autodenominados “de izquierda” (a saber por qué) únicamente tienen en común su agresiva anticultura, su repudio al pensamiento crítico, su combate a la ciencia y a las artes y, en suma, a lo que la “inteligencia educada” significó para generaciones que anhelaron el “socialismo con rostro humano” y la social democracia.
En lo que a nosotros respecta, la anticultura del lópezobradorismo no puede ser más obvia… Y también peligrosa. Su revelador proteccionismo económico a las masas ninis (ni estudian ni trabajan), es una reaccionaria manera de abatir lo que queda de la meritocracia distintiva de una época de movilidad social. Si nada se rescata de los ideales de las izquierdas originales, en suma, tampoco de lo que generaciones pacifistas soñaron con la democracia, la filosofía del trabajo y un mundo mejor.
Con el siglo desaparecieron las voces autorizadas que comandaban líneas, ideas y fervores a seguir. Y eso está bien, aunque a cambio no se cultivó el razonamiento crítico, sino que proliferó la comentocracia insulsa y el lugar común, típicos de los medios electrónicos. No hay más escritores como los que determinaban el qué, el cómo y el quién del intelectual “comprometido y en situación”, según la normativa sartreana. Sin una responsable y creativa fuerza intelectual –que no ideológica-, no nos queda, por consiguiente, más que remontar la muy útil y orteguiana circunstancia para recuperar lo que nunca debimos perder de vista: nuestro deber ciudadano para configurar, defender y hacer valer las instituciones políticas.
La democracia, con sus limitaciones, es el único antídoto contra el mesianismo, el poder personal, el populismo y los caprichos dictatoriales. Sólo el confiable funcionamiento de las instituciones controla a los dominadores malos e incapaces. Sólo ellas consiguen los menos daños posibles –sin derramamiento de sangre- cuando son ostensibles los caprichos y los bandazos al gobernar.