Kafka, a la vuelta de la esquina
Kafka me reveló el misterio de las mutaciones. Mezcla de metáfora, símbolo y retrato al natural del irracionalismo de la modernidad, su Gregor Samsa anticipó desde su publicación, en 1915, el complicado carácter de nuestro tiempo. A partir de que sus primeros párrafos llegaron a mi vida, este escritor me atrapó para siempre. Aunque no todas tan obvias como la del infortunado Gregor, sus metamorfosis ensombrecieron las transformaciones de Zeus, quizá porque las del portador del rayo fueron tan indiferentes al sufrimiento como solo enredadas a devaneos sexuales, tan caros a los griegos.
Por ser todos los hombres o ninguno, los antihéroes kafkianos escapaban de las páginas para que yo les pusiera rostro, nombre y apellido. Sin sus vislumbres proféticos mal y poco entenderíamos esta reinvención de lo humano que nos atormenta. El proceso, por ejemplo, me metía en las carnes de K. y, al través de él, veía sin ver el alcance tremendo del poder, también padecido en El castillo; cada referencia canina me remitía a la emblemática escena en que el comerciante Block se arrodilla ante la cama del abogado “como una especie de perro”; el padecer del agrimensor me dejaba en vela… Absorbí sus diarios hasta leer entrelíneas y descubrir su interés por los animales diminutos. Inclusive al través de Steiner y Elías Canetti me he dejado llevar por la sensación “de estar interrumpiendo en donde precisamente no debía penetrar". En suma, Kafka es y ha sido estilete y pasión como referente y lectura.
Arquetipo de la perturbación, cada retorno a sus páginas me lleva contra mi voluntad a repetir los tránsitos angustiosos que comienzan con ansiedad, encumbran la humillación y rematan en desesperanza y horror. La cifra/fuerza del absurdo es una sola: ningún afán consigue desentrañar el secreto, ponderado como única causa del irracional tribunal de El proceso; y, a la par, el absurdo en sí hace evidente la culpa que campea en tan significativa galería de humillados. Aprendí en sus historias que el poder, para el que no hay escapatoria posible, nos hace sentir expuestos y a la vez insignificantes. También agrava el peculiar desamparo que, parecido al que causa el ojo de dios, nos persigue hasta cuando nos ignora. Decisivo para medio entender lo que desearíamos no ver ni padecer, a él debo una infatigable búsqueda de claridad y de sentido, que al menos me permita disminuir el sufrimiento evitable.
Su vínculo con Felice me recuerda lo desastrosas que pueden ser las relaciones humanas. Original aun en la tentativa matrimonial y su anticipada derrota amorosa, el contenido de unas 500 misivas demostró que su escritura era el verdadero vínculo/espejo que necesitaba para ser y sentirse él. Tal suerte de dependencia trascendía su incapacidad de ver en ella otra cosa que un móvil concreto y completamente real para escribir sus cartas. Era la “elegida” para “adorarla” y esperar o recibir de ella aceptación y una suerte de guía que inevitablemente visualizo como fábula a la inversa de la irreal Dulcinea: “En ocasiones pienso –Felice-, que dispones de tal poder sobre mi, que deberías convertirme en una persona capaz de realizar todo lo que es natural.”
Su entrañable amistad con Max Brod me conmueve, y la figura del padre facilitó la comprensión del mío. Kafka, pues, ha sido letra, revelación, espejo de lo humano, metáfora del espantoso y tremendo siglo XX e incesante exploración del miedo que lo habitó. Cuando menos me di cuenta, los libros de él y sobre él se habían adueñado de un espacio significativo de mi biblioteca y de mi vida. Recuerdo el preciso día en que, al voltear descuidadamente desde mi escritorio hacia el anaquel que fue haciendo suyo a fuerza de expulsar a sus vecinos, vi algo como una hebra tendida entre mis ojos y sus páginas. Dos, tres veces parpadeé y dije si, esto también es absurdo.
Cada libro leído o releído es un viaje. Al advertir que este hombre lleno de inseguridad, neurótico y experto en describir sus debilidades, en realidad exploraba “la impotencia espiritual” que ya se encaminaba hacia su engendro monstruoso. Mediante las posibilidades múltiples del absurdo que tipificó tan maravillosamente, entendí cuán frágil y trágico es el destino humano. Me refiero al destino en sí y a cada destino: el explorado por la curiosidad de los griegos y el interpretado en el surtidor inagotable de las letras; el reinventado entre la memoria y los sueños, el que nos singulariza y del que pretendemos huir, el que compartimos con otros durante algunos lugares y estaciones de nuestra vida o el que desdeñamos por insustancial, a pesar de que, como los demás, también nos sorprende por su capacidad de arrojar incógnitas. El destino –o la idea del destino- demuestra cuán semejantes somos ante el poder e insignificantes, como Gregor, cuando el miedo, una escasa piedad para valorarnos y vernos a nosotros mismos y la indefensión real o imaginaria nos convierte en la cucaracha moldeada por la perversidad del tirano. De ahí el inimitable genio de Franz Kafka al atinar con la sustancia mítica de una era plagada de situaciones intimidantes, relacionadas con el poder: “(…) uno se encuentra constantemente con todo lo que caracteriza: indecisión, temerosidad, frialdad de sentimientos, minuciosidad en la descripción de una ausencia de amor, un desvalimiento de tales proporciones que solo resulta creíble por la hiperexactitud con que se lo narra. Pero todo está formulado de tal forma que al instante se convierte en ley y conocimiento. (Cartas a Felice, Junio 1913).
Después de los griegos y por encima del hallazgo de la novela intimista, faltaba llevar a las letras otro aspecto de lo humano para situar un tremendo y violento siglo XX, en el que con abierta impudicia la maldad, la crueldad y una absoluta ausencia de escrúpulos estallarían en crímenes sin cuento, revoluciones como la rusa y la mexicana, dos guerras mundiales, el nacionalsocialismo y el estalinismo, hambrunas pavorosas… Y Kafka, como tantos coetáneos suyos y aun sin sospechar sus alcances, no ignoró las señales del antisemitismo, aunque ni él pudo prever el desenlace de un proceso que aún estremece.
La tuberculosis se lo llevó antes de ver cómo desaparecía su familia, su historia y la de millones de judíos en los hornos de la infamia. Se anticipó, sin embargo, a ilustrar la figura del aniquilamiento, la disminución del ser humillado, la reducción del hombre a insecto repugnante...; es decir, sintetizó los nutrientes del absurdo que en modo alguno pudo ser contemplado en la circunstancia griega, aunque trascendiera al través de sus mitos. Y sería Kafka quien, a partir de un antihéroe como Samsa, emprendería la aventura de desvelar de qué materia están hechos los dominios de la Gorgona contemporánea; es decir, la metamorfoseó para actualizarla.
No que careciera de símbolo el mito del cisne violador de Leda, sino que cada edad se identifica con la destreza de sus ficciones. El genio checo reunió todos los nutrientes para una mitología contemporánea. Incluyó en el irracionalismo las metáforas de la enfermedad, de la escritura y la soledad. Atrás quedaron el toro apasionado de Europa, el águila que raptó al bello Gamínedes, la copia exacta del rey Anfitrión para yacer con su esposa Alcmene y engendrar a Heracles. Frente al significado del enorme insecto arrinconado en una habitación familiar, ni qué decir sobre la fantasía del padre del cielo al trasmutar en ardilla, cuco, codorniz o en la poética lluvia de oro para consumar violaciones. Las artimañas infaltables en los remotos mitos nos ayudan a incursionar en el inconsciente, pero atreverse de frente con lo sombrío y no hallar más que sin razón y desvalimiento de lo humano es la verdadera hazaña del universo kafkiano. Aquellas historias de héroes que realizan proezas extraordinarias, como el triunfo de Perseo sobre Medusa, son indispensables para comprender nuestros lados oscuros; sin embargo, Kafka tocó el hueso más humano de lo humano al ilustrar, de la manera más real y dolorosa, cómo el sufrimiento determina nuestras vidas y cómo el lujo de la razón no suele caminar a la par de nuestro destino.