La Gorgona, su reality show
Redonda la Tierra y circulares sus ciclos: de tanto en tanto se inclina a la derecha, tiende rara vez al centro e, ignorante del principio armonía, a capricho mueve el eje hasta la izquierda. Lo suyo ha sido conservar cierto movimiento pendular, salvo en los casos de transformaciones drásticas que entre crisis, invasiones y tremendas sacudidas, modifican fronteras, borran culturas, alteran el curso de la historia y dejan a los pueblos con el alma en un hilo. Hasta donde sabemos, no hay modo de que este mundo atine con un equilibrio perdurable entre tanta complejidad y tan escasa sabiduría.
Casi no hay locura que no se haya hecho del poder ni extravagancia, crueldad o barbarie que a la fuerza o aclamada por las masas, no haya sembrado de tinieblas la memoria colectiva. La lista de brutos feroces, tiranos, listos sin escrúpulos, dictadores demoníacos, emperadores, reyes y conquistadores demenciales o jefes de Estado, tlatuanis o patriarcas virulentos es tan larga que sus malas acciones han inspirado toneladas de escritos sobre el arte de gobernar, las torceduras del dominio y el misterio de nuestra naturaleza.
En ese mar de horrores, donde Calígula y Nerón confundieron la vida con espectáculo, parecía inevitable el ascenso del reality show a los sagrados recintos de la democracia moderna. Publicidad indecente, individualismo, una economía de mercado encargada de anteponer la banalidad y lo efímero a la moral y a lo esencial de la vida allanaron la ruta hacia el ocaso de nuestra civilización. Y en eso estamos, en el umbral de un porvenir completamente oscuro.
De la no obstante joven sociedad líquida examinada por Bauman, nuestra época avanza hacia la edad de la puerilidad, en la que todo está permitido y todo divulgado por redes sociales donde se desencadena, con inusitada eficacia, el fenómeno del "teléfono descompuesto" que de suyo inventa, deforma y transforma la palabra inicial. Protagonistas de un espectáculo sin trama, si lógica y sin fin, perdimos los secretos, el misterio y las antiguas intrigas palaciegas. Lo de hoy es el imperio del miedo y la verdad ficticia, la apariencia fugaz como pantalla de nada, el escenario de un reality show que ha saltado del más trivial espectáculo televisivo a la Casa Blanca, donde la Gorgona con mando confirma que es trágico el destino del Hombre.
Todo, absolutamente todo está permitido para el loco o el transgresor, a condición de encumbrar el individualismo triunfante y, desde el imperio económico, tener y ostentar el mando inclusive del país más poderoso de esta era. Este último tirón ya no nos jala a la derecha ni a la izquierda como antes porque un extraño caos, sin precedentes, además de estar enfriando al mundo, lo está despojando de lo que tenía por sagrado: su unidad, la vida misma.
Agitado como estaba de por sí este planeta de cavernícolas, algunos prudentes nostálgicos de Sócrates, millones de pasotas, ejércitos de broncos y montones de ilusos, es indudable que nos sorprendió el trancazo de las urnas. Un grito lastimero, ¡ay!, nos situó al filo del abismo. De nada, cuando ni siquiera se esperaba, apareció un nuevo megagobernante con apariencia de Medusa y, con él, el mundo dio otro empujón inesperado. Diferente sin embargo a todo lo demás, a sí misma y lo que fue o que pudo ser, la democracia desvarió en la capital del espectáculo y, en segundos, quedó reducida al más perverso reality ante el azoro de propios y ajenos.
Sin más, con la fuerza de un tsunami, Donald Trump nos puso de cabeza en el no/lugar, más allá de la derecha. Peor aún: al punto amenazó, intimidó, sancionó, atacó y agitando su cabellera de serpientes, encarnó a la Medusa despiadada. Qué sabios aquellos griegos: nombraron todo lo relacionado con lo humano. Pusieron nombre a las sombras y en los mitos representaron lo más oscuro e inconfesable del alma. Lo que nos separa de aquella monstruosidad que petrificaba al que osara mirarla, sin embargo, es que no hay entre nosotros un Perseo capaz de abatirla.
Así que ya se aclara el panorama: hasta ahora, el poder está del lado de la Gorgona. La lección es precisamente ésa: no mirarla de frente, escudarse con la espada en ristre, resistir sin caer y no ponerse a tiro de sus lances envenenados. Para eso también, para batallar contra la deidad perversa, en especial cuando las desventajas son obvias, los griegos discurrieron a Metis, la titánida que personificaba la argucia, la astucia, el ingenio y cuanto atributo hallaron para fortalecer al débil frente al fuerte, al indefenso ante al monstruo o a las criaturas atenazadas por las fuerzas superiores.
Metis acude en auxilio de cualquier David frente a Goliat, de Odiseo acorralado por el Cíclope, a favor de los aqueos ocultos en su emblemático caballo o, más cercano a nuestro tiempo, en el prodigioso desembarco de Normandía: obra maestra de la astucia por cuanto lograra engañar al enemigo. Y Metis es nuestra única defensa porque somos la parte débil, la hasta ahora menos astuta e históricamente poco o nada arrojadiza en lo relacionado a su superación colectiva. Argucia pues, maña, ingenio, habilidad, destreza, sabiduría, imaginación: justo el recurso del listo frente al fuerte, del esclavo frente al amo, de la víctima ante el verdugo.
Parece de ley, sin embargo, la tentación de incidir en los errores. Si nos fijamos bien, el pasado lo demuestra: en racimos se igualan o se imitan las facciones, en racimos se acomodan en países estratégicos y en racimos surgen tendencias a la hora de los cambios. Es un proceso de sobra repetido. No es casual que detrás o a la par de Trump estén los nombres, intereses y cabezas que se ajustan, como anillo al dedo, a esta radical torcedura que, en política, actúa a nuestro pesar como un oráculo, cuyos augurios nefastos apuntan al caos.
Esto es lo que debemos tomar en cuenta: cuando el mal se desparrama, las fuerzas oscuras desencadenan sucesos trágicos. También nos lo enseñaron los remotos abuelos, inventores de la política. Con eso de los giros súbitos del eje, la gente va perdiendo formas y se hace descarada. Así Trump, entronizado, fanatiza a sus aliados y la derecha más derecha deja el campo libre a la vociferante Marine Le Penen Francia y, a sus anchas, al individualista que no reconoce más parientes que sus dientes: Vladimir Putin. Entre pulgas brincadoras, culebras que se deslizan con sigilo, oportunistas, trepadores, redentores y, hasta ahora ninguna cabeza sabiamente amueblada, el mundo inaugura otra época –la de la feroz Medusa- que, de menos, nos ha desconcertado.
Cabe recordar que es el Miedo y no la de la cabeza de serpientes lo que en realidad nos petrifica.