Martha Robles

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La mediocracia, una pandemia

Llevaba semanas pensando cuán dramático ha sido el salto de la meritocracia a la medianía cuando encontré notas en diarios extranjeros sobre la reciente publicación,  en España, de Mediocracia: otra deliberación sobre por qué  la mediocridad o mínimo nivel de competencia está  sobrerrepresentada a nivel global en las empresas, en las aulas y en el eje del poder. No he leído el libro del filósofo canadiense Alain Deneault; sin embargo, el tema no es nuevo y también creo que  la mediocridad es uno de los fenómenos más visibles, expansivos y peligrosos de nuestro tiempo.

Parecería innecesario aclarar lo fácil y redituable que es manipular y/o utilizar a los mediocres que gustan estar, reconocerse y ser jefaturados por otros mediocres con iniciativa; empero, estos capítulos de la sociología coinciden con algunos de los episodios más negros de la historia.  Amiga de omisiones y decisiones erráticas, la mediocridad es muy, muy corta de atributos, memoria  e ideas acertadas. Por eso hay que insistir en arrancarle su sonrisa para que no acabe destruyendo al planeta.

 Los mediócratas están convencidos de vivir en lo correcto.   Guardan las apariencias, no se salen “del carril” y cumplen  obsequiosamente con lo establecido.  Saben que para ser recompensados con ascensos y/o dádivas deben “seguir las reglas del juego”. Eso implica compartir y/o encubrir torceduras, patrañas, fatuidades, bajezas, gestecillos excluyentes, simulación, mentiras y actos de cinismo.  La grosería avalada por las urnas permite gobernar al insolente  Trump, por ejemplo, y esgrimir la incultura como sello de su mediocracia.

Infecundo por necesidad, el mediocre es enemigo del saber y de la individualidad creativa y pensante.  Etiqueta y aborrece a “los que se creen inteligentes”; es decir, a cualquiera “que se de a notar” por encima de la media. En la mediocracia se menosprecia a maestros y mentalidades notables por considerarlos “demasiado teóricos”, abstractos, “complicados” y tan “eruditos” que “no se bajan de nivel”. Los alumnos mediocres prefieren identificarse con el baquetón burocratizado que empobrece el espíritu y elimina la tentación del esfuerzo. 

Los mediocres adoran a bobalicones e insustanciales. Admiran a deportistas acríticos y a  actores de moda integrados a las falacias de la vida como espectáculo.  Celebran a los políticos que cínicamente ostentan su ordinariez, su mal gusto y falta de educación, pero en lo personal evitan juicios fundados u opiniones comprometedoras. Con la misma obviedad rechazan a quienes piensan, se cultivan y apoyan la inteligencia responsable. Consideran amenazantes a los que cuestionan, dudan, critican y señalan situaciones que a todos afectan. A la razón el mediocre responde con  burletas, suspicacias, lugares comunes, expresiones groseras, chistoretes y muestras de repudio compartidas con sus pares. 

El blanco favorito de los mediócratas son los científicos, pensadores, artistas, escritores, analistas, minorías cultas y quienes contribuyen a mejorar y dignificar la vida en común.  El ideal de la mediocridad consiste en igualar a los más hacia abajo: que nada destaque por su calidad, que no se noten la educación, el refinamiento, el talento ni el buen gusto. Que no se muestre ni se cultive el saber ni virtud alguna. Si algo hay que exhibir que sea dinero o la dicha medianía, la “popularidad” entre iguales, lo efímero, la superficialidad, lo anodino, lo ordinario y la estupidez moral…

La medianía es “lo poquito” u ordinario. Al cerrar filas, los mediocres apartan del camino tanto a los supercapaces como a los incompetentes debajo de ellos: ni arriba ni abajo, lo mediano es lo bueno. Algo monstruoso empezó a manifestarse cuando el afán de superación perdió vigencia en las aulas, en las academias, en las oficinas, en las empresas y en la política. Con el crecimiento de la población y la correlativa economía de consumo, el modo de gobernar se redujo a otro producto comercial.  Proliferó entonces esta barbaridad pandémica que abatió los verdaderos ideales vitales y democratizadores, pero sobrevaloró el resultado de las urnas. Se empezó a excluir impúdicamente a los mejores a excusa de “estar “sobrecalificados” o “alejados de nuestros estándares”. A poco quedó en claro que el aquí y ahora sin grandeza, sin atención al futuro ni vínculos con lo recibido amparaba la ley del menor esfuerzo.

Las tonterías y abyecciones de los mediocres se cuentan por montones. Solo hay que echar un vistazo al régimen de Maduro para saber a qué nos referimos. La “carne” electoral  o engranaje de la idiosincrasia es el soporte de la mediocracia; mejor si echando mano de  ninis y validos. Las aspiraciones de la mediocridad corresponden a su naturaleza: políticas, proyectos y cultura de medio pelo, educación pública a tono, delincuentes tolerados, justicia discrecional, instituciones destruidas y la fórmula evangélica gente humilde.

El votante medio del establishment celebra las ramplonerías de uno de los presidentes más mediocres de la historia del capitalismo. En Venezuela el gran mediocre tiraniza, persigue y golpea sin que le tiemble la voz ni la mano.  En nuestro maltrecho, tartajeante y humillado país, la mediocridad se evangeliza y se afianza entre arbitrariedades, con arriesgados actos anti laicismo y promesiánicos. Predominan el abuso de adjetivos, los castigos enmascarados, el acoso a periodistas, una sucesión de errores obvios y la omisión de las leyes.  A fin de cuentas, la mediocracia encumbra el retroceso como supuesto ángel exterminador del Mal y la corrupción.

La mediocracia es multifacética, prejuiciosa y reflejo fiel del medio que la fertiliza. Aquí su nutriente es el resentimiento social como estilo de gobernar.  Un modelo de improvisaciones que polariza y violenta a la sociedad a partir de las limitaciones del mandatario. Intérprete de sí mismo, no se detiene al lanzar expresiones tan nocivas como fifís y prensa fifí, mafia del poder, pirruris, señoritingo, Ricky riquín canallín, me canso ganso, pueblo bueno y sabio, rayarse; mezquinos o canallas (sus oponentes), ternuritas, ecoloco, gente humilde, fuchi, guácala, piensen en sus mamacitas… Boberas nada inofensivas que ilustran los riesgos de la medianía en el poder.

De pronto, el mundo cambió: tanto la estructura gubernamental como el dominio empresarial coincidieron en propósitos y procedimientos: debilitar al Estado y desdeñar lo que no represente la medianía. El triunfo del “hombre promedio”, “hombre de a pie”, “hombre del pueblo”, “hombre-masa”, “prototipo del consumidor” o votante, cliente o “usuario de servicios” consiguió consolidarse.  El mediocre fue devorado por el conformismo y aun el declive del planeta quedó en manos de estos bárbaros de la modernidad. Peor porque, creyéndose defensores de la democracia y la vida, en realidad los mediócratas evitan “complicarse” con ideas acertadas, lecturas “difíciles”, compromisos, amistades o relaciones perturbadoras, reflexiones, decisiones, intereses o lenguajes, presencias y obras inteligentes.

El mediocre cree que lo “sencillo” es lo soso, lo anodino, lo carente de fundamento, lo común y ordinario, lo “chistosito” y aparente, lo que no se presume arrogante y se hace pasar como “buena gente” que, cuando inspirado, discurre necedades o trastoca estupidez con ingenio. El mediocre, en suma, es incapaz de entender y asumir la consecuencia de sus actos y sus torpezas: de ahí su extrema peligrosidad cuando tiene poder y sin ton ni son impone veleidades a costa de la economía, del desarrollo, del medio ambiente, de la justicia y, en suma, de la cultura y la calidad de la sociedad.

Es vieja esta táctica de dominio y seguro el control de la ignorancia practicada por populistas, tiranos y dictadores que tienen al mundo en vilo. Aunque los hay con más o menos poder, no existen mediocres inofensivos en Washington, Venezuela, Brasil, Irán, México, Nicaragua, Argentina, España, Austria, Polonia... Varían sin embargo los niveles de resistencia social, pero lo evidente demuestra que lo mejor de la cultura no está logrando ningún avance significativo para contener esta pandemia.

Se repite como lugar común que la medianía, en su avance triunfal, está dando una tremenda batalla a la presencia social de la inteligencia educada, al vanguardismo, a la individualidad pensante y al proceso transformador de la alta cultura.  En México hemos padecido secularmente este mal en casi todas sus expresiones, aunque la debilidad social –como sería de esperar con más de 125 millones de habitantes- se ha agravado por  la ignorancia acumulada generación tras generación, por la violencia amparada por instituciones degradadas y  la mínima resistencia del pensamiento crítico.

Ser mediocre es ser y querer ajustarse a un estándar social: pura conformidad autosatisfecha. Mediocres han existido siempre pero nunca vulneraron tanto  la legitimidad del Estado. La mediocracia ya es un fenómeno asimilado, y algo peor: es el “valor agregado” de las masas  al elegir a sus representantes. Tan penosa realidad no augura buen fin no digamos para la calidad de la vida, sino para la vida misma.