La palabra y las libertades
El combate a las ideas ha sido continuo desde que Sócrates fuera acusado de corromper a la juventud y atentar contra los dioses y la moral de la polis. Ni de lejos sería de impiedad su delito. Su falta consistió en ostentar de manera incisiva una lucidez que ensombrecía a sus detractores. Encabezados por su otrora discípulo Ánytos tenían que aniquilarlo en nombre de la democracia. Contrario a lo que se pretendía y gracias en primer término a Platón, el defensor de la justicia, el amor, la virtud, y por encima de todo del conocimiento de uno mismo, ha perdurado como emblema de la búsqueda del saber y del más alto sentido de humanidad.
Pensar ha sido atributo de alto riesgo, cuya virtud es correlativa a su peligrosidad. Abatir pensantes se ha frecuentado en unas regiones más que en otras, sin importar creencias ni ideologías, por una causa inequívoca: al hombre ordinario le intimidan las mentes superiores, aunque disfrute los beneficios que de ellas emanan. Sin la aportación de la minoría consciente del valor de la inteligencia, sin embargo, sería imposible contrarrestar la índole bárbara que predomina en nuestra naturaleza. El significado de la virtud y la palabra, sin embargo, ha sido trivializado por las redes sociales hasta menospreciar a las ideas.
Si bien la verdad, la libertad de expresión y/o la denuncia nunca han sido bien vistos por los afectados, sean fanáticos, terroristas, políticos, prelados o la inmensa cáfila de intolerantes, criminales, delincuentes y dominadores de toda ralea, en la actualidad la libertad real o posible es uno de los temas expuestos a las mayores contradicciones: de una parte, encumbra la democracia en términos ideales; de otra, incita la tentación de igualar hacia abajo a las mayorías con el argumento del derecho a la equidad. Las redes sociales son ejemplo de esa libertad que las masas ejercen para alimentar el repudio, el descrédito, el daño moral, los infundios y cualquier injusticia cometida contra el otro.
Lanzar agravios con o sin destinarios elegidos, dejar el testimonio del oprobio en la “nube”, parapetarse en el “no espacio” digital y entremezclar palabras con imágenes caricaturizadas con la intención de degradar a los visitantes cautivos es la modalidad con que el siglo XXI ha dado un giro inusitado a la libertad de expresión: banalizar la palabra y el pensamiento. Tanto barullo atolondra, es cierto; pero lo que más me impresiona de este fenómeno de estupidez escritural globalizado es que la literatura y la crítica han dejado de ser los más peligrosos de los negocios.
Los indudables beneficios de la tecnología no dejan de maravillarme porque nací en la era artesanal. A la vez me horroriza cómo degrada el hombre-masa este instrumento que ha modificado nuestras vidas de manera radical. Nací cuando un telegrama tardaba en México días en entregarse. Escribí mis primero libros en una máquina Olivetti que marcaba el ritmo de los párrafos con el golpeteo de las teclas. Bajo el unipartidismo, la política y la crítica se ejercían en periódicos de bajísimos tirajes aunque de influencia poderosa; hoy, los diarios son una especie en extinción. Escritores y pensantes incómodos vivían en la orilla del riesgo. Sin la larga sombra masculina, las mujeres éramos completamente invisibles; aún así, fui la primera escritora en conquistar la Primera Plana del otrora Excélsior con artículos de fondo semanales, aunque ya algunas colaboraban en la Página Editorial… Fue un salto de la Edad Media al siglo XX, en un México retrógrado y etiquetado de “Institucional y Revolucionario”.
Es de espantar la velocidad con que han desaparecido las “mentes peligrosas”: minorías cultas, cuyas ideas agitaban conciencias dormidas, despertaban a los distraídos, daban cuenta de los síntomas propios y ajenos de la Guerra Fría; y, en el mejor de los casos, hacían pensar a los habitualmente perezosos. Mentes peligrosas si, por sus ideas, porque razonaban los riesgos y abusos del poder, las desviaciones sociales, las injusticias, inclusive porque leían literatura… Al hacer de la palabra un medio de chacota y encumbrar como gran mérito social la idiotez y la ignorancia hemos perdido el recurso más valioso para fortalecer nuestro sentido de humanidad: ese bien por el que Sócrates bebió la cicuta y por el que su nombre sigue siendo aleccionador y actual.
No que la palabra haya dejado de ser intimidante, es que está devaluada. Hemos caído en un pozo de confusión y autocomplacencia en el que todo está permitido, especialmente la brutalidad, en cualesquiera de sus manifestaciones. Hacer memoria es importante para entender por qué, a excusa de la religión, del racismo, de rivalidades y alegatos políticos, económicos o casi de cualquier exceso de imbecilidad, se han cometido crímenes espantosos. A lo más frecuentado se ha añadido de manera alarmante la lista de periodistas o reporteros asesinados, en especial en países atenazados, indistintamente, por el crimen organizado o por regímenes totalitarios. Ya no asoma la mano que mata. La justicia queda en el aire, expuesta a simulacros, a “investigaciones” y disimulos. No obstante su notabilísima inteligencia, ni Miguel Servet ni Giordano Bruno pudieron aplacar la furia incendiaria de los inquisidores. Galileo Galilei se salvó por los pelos de la sentencia del Santo Oficio porque prefirió “renunciar” aparentemente al legado de Copérnico y vivir aislado en su casa antes que ser inmolado por “hereje”. La lista de perseguidos, desaparecidos, torturados, confinados en mazmorras inmundas, forzados a cometer suicidio o asesinados por ser vanguardistas, incómodos, críticos, científicos y a fin de cuentas talentosos, es casi infinita. Su historia constituye otra versión del concepto de humanidad. En conjunto, los silenciados significan el alcance de la palabra, el poder del lenguaje y testimonio de que acaso los tontos, los trepadores y los acomodaticios no incomodan a los poderes, aunque no sean inofensivos.
Desde la Antigüedad se ha usado el nombre de Dios, de los dioses o de los poderes instituidos para justificar la hoguera, la horca, el suicidio forzado, torturas brutales o confinamientos vitalicios en cárceles inmundas, cuyos relatos aún estremecen. La Santa Inquisición, que de santa no dejó más que una cruel evidencia de su irracionalidad, consagró la costumbre de aniquilar personas por prejuicios de raza, credo, fortuna o ideas que unos siglos después sería retomada y superada por el fascismo nazi y el estalinismo en primera instancia, y después o a la par por los gorilatos latinoamericanos, caribeños y africanos, cuya activa imaginación perversa, no ha cesado de discurrir maneras para abatir la virtud liberadora de la palabra.
El comunismo la persiguió con mano de hierro porque conocía de lo que son capaces el arte y el intelecto. No olvidar que Marx y Engels se formaron con los clásicos y fueron cultos a la manera de los grandes pensadores. Hoy, sin el soporte de ideólogos, los políticos en mayoría presumen su vulgaridad, su ostensible grosería, su natural bajeza. George Steiner nos hizo notar que en tanto y durante el régimen de Stalin las letras se consideraban una fuerza vital y peligrosa, el fascismo –“el código más bajo de la delincuencia”- era “una ideología demasiado vil y grosera para originar esas caridades de la imaginación que son esenciales para el arte culto.” Gracias también a los inmensos beneficios de la educación, seguramente hay un número mucho mayor de mentes cultas y críticas que en el pasado reciente, pero el barullo de las redes sociales y la trivialización social los hace imperceptibles. Es como si la fuerza de la electrónica borrara a las vanguardias que abrían paso al desarrollo con progreso.
Nada más pensar en cómo nos hemos incorporado las mujeres a la vida activa del arte, la ciencia y el pensamiento de manera gradualmente visible a partir del último tercio del siglo XX, para valorar la fuerza de la palabra,de la Palabra en sí. Sin embargo, las contradicciones imperantes también banalizan este inmenso logro histórico y ponderan la presencia de la burocracia aunque, de hecho, el político vive de segunda mano. Eso, en el mejor de los casos, cuando entiende su función en el formidable movimiento de la cultura y, con poder y desde el poder, participa de un proceso que puede ser hacia atrás o adelante, según la libertad de expresión existente, la resistencia popular y la fuerza retrógrada o humanizadora de la ciudadanía.
Grave cosa cuando el dirigente se asume creador, guía, el Elegido: un dios omnipotente que a hurtadillas o a cielo abierto, “inventa el mundo”. Un Mesías que pretende determinar el destino de una mayoría que, de antemano, acentúa su docilidad por ser incapaz de autoconducirse. Mediocre, competente, infortunado o deseablemente adecuado y apto, el cabecilla existe desde los días de las hordas, pero hay que saber contenerlo. Aunque el trinomio mando/dominio/ sujeción es tan antiguo como la necesidad de jefaturar la vida en común –inclusive entre reos, rehenes, prelados, creyentes, correligionarios, etc.- entraña una larguísima historia de dolor, crueldades, fracasos, abusos y tentativas. Para eso es y ha valido la palabra del pensante, para advertir, señalar, esclarecer y poner límites, hasta lo posible, a la tentación absoluta del poder.
Dan ganas, a veces, de sacudir a los distraídos. Ya se que eso no es posible, pero es que me cuesta aceptar hasta qué honduras ha llegado el proceso dirigido de igualar hacia abajo a nuestra mayoría mexicana. Ese malhadado prejuicio de inventar estupideces como “buen gente”, “pueblo bueno”, “el que no mata, nomás taranta”; el criminal “por necesidad…”, es escalofriante. El bárbaro es bárbaro porque sí, por necio e ignorante. Sociedades desestructuradas engendran masas agrestes, muchedumbre autocomplacida, “que no es ratera, solo quiere un poco de gasolina”. Todo, pues, tiene explicación, aunque saberlo no nos salve de nada.