Larga noche oscura
William Styron se atrevió con la depresión profunda: uno de los peores males del agitadísimo siglo XX y ni qué decir del XXI, contrastante y desalentador desde sus inicios. Es un pozo. Es la nada, el vacío y paradójicamente, un sufrimiento insondable. Tristeza absoluta de ser o desesperanza esencial, nadie conoce su verdadera causa, pero abundan interpretaciones cada vez más implicadas a la complejidad del cerebro. Invade cuerpo y alma desde las emociones. Acomete de pronto, asalta el espíritu, absorbe la luz interior y a cambio deja un sinsentido cabal. Es árida, como la arena. Su lenguaje es agónico y cruel. Sustituye con horror el habla que dice algo. Quebranta el eje cuando memoria y olvido se fusionan: la depresión es hundimiento progresivo y carcoma.
Tras fases angustiosas actúa la dualidad pasividad-rebeldía. Como no sea dolor, nada deja el estado, salvo en casos heroicos en que al depresivo el destino le otorga la gracia de un renacimiento que, en ocasiones, modifica la anterior personalidad. Uno de los padecimientos más generalizados, temidos, disímiles y desafiantes de nuestra época, por desgracia la depresión –con sus múltiples modalidades- es más poderosa que los recursos para abatirla. Se inventan fármacos, psicoterapias, acupuntura e inclusive meditaciones, panaceas y remedios alternativos casi insólitos, pero esta portadora del infierno es más tenaz que la ciencia, la superstición y la voluntad. Sus víctimas descienden por el abismo de la noche atraídas por la muerte. Un sufrimiento propiciatorio, algún calambre aislado, lapsus inquietantes, desmemoria ocasional, silencio catatónico, alteraciones alimenticias, conductas erráticas y la hebra del temor que anuda la razón acusan indicios de lo que estalla adentro y devora la energía. Las causas que la desencadenan son múltiples, como las moralinas y los estigmas sociales que confunden a la gente. Aunada a la tristeza, esta atormentada flojedad deviene en aflicción culpable, lucidez perturbada y temor, mucho temor entreverado de una doliente enajenación.
Viajero de la noche, al escritor norteamericano William Styron le cayó de golpe, en plena madurez creativa, mientras recibía un premio en algún foro europeo. Entre aplausos y elogios súbitamente se le metió al cuerpo, frente a la mirada distraída de los otros. La turbiedad lo invadió. Sintió el rayo. Dejó de estar en sí y con los demás. Ignoró los discursos que lo homenajeaban. Las palabras aparecían-desaparecían como traídas de lejos, de la muerte tal vez. A cambio de voces, ideas fijas borraban lo que hasta entonces lo habitaba.
Todo comenzó, según narró en Darkness Visible, con una angustia activa. Tormenta de la mente, melancolía profunda, malestar insomne y un veloz deterioro. Siguieron conductas obsesivas, turbación y síntomas confusos enredados a un único deseo: morir. Este trastorno es devastador, como el cáncer; poderoso, como la energía desgobernada, y aún tan ignorado como en su hora el continente americano en las figuraciones europeas. Si comparamos nuestro conocimiento de este mal con el descubrimiento de Colón -le aseguró un especialista al explicarle los pasos de su infierno-, América es todavía desconocida; permanecemos situados en alguna isla pequeña de las Bahamas, frente al universo ignoto que confunde al navegante.
Aniquila la voluntad. Devora la energía. De ahí que los otros decidan qué hacer con el fardo ya sin voz, inapetente, insomne y delirante al grado de ignorar los avances de su mal. De todo se prueba en este abismo: desde una esperanza que en realidad no lo es hasta el deseo irrefrenable de morir. El deprimido arroja sombras, absorbe la paciencia circundante y con la sensación de culpa crece un eclipse contagioso que todos abominan. Se busca entonces la mejoría mediante el abuso de píldoras, dietas, terapia física y hasta religión y magia… Incluso hay quienes piden cirugía, aplicación de imanes o electrochoques: el desesperado a todo va. No obstante, la depresión profunda sigue sus propias leyes. Es tan caprichosa que elije sus particulares perturbaciones del espíritu o las desviaciones súbitas de conducta. De ahí el sinfín de falsos remedios, interpretaciones ociosas y consejas, con frecuencia fraudulentos o inadecuados, que empeoran el desajuste crítico de los pacientes. Lo importante, en todos los casos y ante los primeros síntomas, es acudir al neuropsiquiatra y/o a psicoterapeutas especializados. El calvario es largo, costoso y penoso.
No obstante su misterio, la hondura depresiva tiene sus normas. La ausencia de auto estima crece con el abatimiento que descorazona y paraliza. La pasividad o acidia alterna en ocasiones con euforia cíclica y embotada indiferencia. Se quebranta el equilibrio funcional con el insomnio; la mente se enajena; se va, se pierde el pensamiento lógico para divagar en un largo y tenebroso corredor de obsesiones degradantes: estado que a la vez confunde e intimida por sus anárquicas tendencias a desasociar y ceder a la angustia. De allí la sensación de culpa y su connatural quebranto circular. De allí, también, la certeza de lejanía y apartamiento que, con brotes de rebeldía, se fusiona al impulso de volver al orden, al estado existencial, al universo regulado por el sueño y la vigilia, con el fin de recobrar el deseo de ser.
El ambiguo terror de sí y de los demás aviva la necesidad de protección y de ser rescatado. Vacío de sí, el desasosiego domina al espíritu para dejarlo suspendido en una nada total. Se trata del extrañamiento hostil o sin sentido en el que todo se disipa en la más pavorosa ansiedad. Styron llamó al estado una positiva y activa angustia, neuralgia física totalmente desconocida durante la vida normal, incluso en los periodos de tristeza. Dolor sustituido con más dolor, trance de malestar extremo, estupor, desamparo y, sobre todo, aflicción insomne que en sus tránsitos demenciales lo dejaban exhausto, sin energía para articular frases mínimas.
Reducido a zombi, Styron ya no era Styron. Era un sonámbulo monosilábico sin voluntad, con apenas control de sus funciones físicas y aislado en su impotencia atormentada. Durante largos meses de tratamiento neurológico y psiquiátrico, Styron –reconocido por su notable inteligencia- tuvo que recobrar su ciencia, su lenguaje y el paso a paso de la escritura, su literatura, su memoria y sus movimientos. Tuvo que des-nacer y reiniciar la vida no como el niño que sale de la cuna, sino luchando como las almas de la caverna platónica que, encadenadas, prefieren permanecer en su estado a atreverse con la luz exterior.
Mucho antes que el científico, el artista explora los misterios del ser y la conducta. Esta forma de morirse en vida, de rendirse a la seducción del desaliento o de caer en la entraña del infierno íntimo ha sido cantada con pasión doliente desde las más remotas letras. La voz de Job aún se escucha con rumor de laberinto. Su tristeza es la pena depresiva. Por él supimos que cuando el letargo caía sobre su modesta humanidad, le sobrecogía un terror incontrolable. A Job le acometió un temblor que estremeció todos sus huesos. En un instante era Job y no lo era. Era llanto y grito, un indefenso ser doliente. Y allí, entonces como hoy, la depresión pierde su nombre, borra fronteras entre el tiempo mítico y el cronológico y no queda más que un hombre enfermo de sí mismo; un mísero montón de pesares, una criatura desvalida y un clamor desesperado.
La depresión es el rayo. Algunos la asocian a la ausencia de Dios. Su caída es lo más cercano a la muerte que le ha sido dado conocer al hombre. No hay atrás ni adelante. El alma gime al viento. Grita, implora por si alguien responde. ¿A quién acudir? ¿Dónde están el fin, la orilla de un comienzo, el peldaño promisorio? No hay luz, Dios, ni vida que conteste. No queda más que impotencia en estado puro al abrirse al vacío, a la nada como expresión última del ser. Tal el trasfondo de un padecimiento frecuente en nuestro tiempo y desmitificado por Styron.
Dante discurrió la selva oscura para hacer más legibles sus regiones infernales. Tomás de Aquino señaló algunas variedades de tristeza. Acidia se llamó, desde sus orígenes latinos y durante la era medieval, al hastío profundo que deriva en esa pesadumbre parecida a la existencia banal que tanto interesara a Heidegger. Joseph Pieper, por su parte, elaboró una síntesis de la expresión ascética: lo que conduce por caminos y sensaciones diferentes al olvido de la mismidad o unidad vital del hombre, a la desgana y pusilanimidad, a la sequedad espiritual. Jean Paul Sartre la calificó de caída pura en la extraordinaria descripción de Antoine Ronquentin, protagonista de La náusea: caída en sí, de sí, en medio de una nauseabunda lejanía del estar en este mundo.
El filósofo español José Luis Aranguren abordó, desde la ética del creyente, la amplia geografía de las pasiones. Allí la aprensión interior, la tristeza, la angustia y la dicha acidia emparejada a la aflicción frente a una realidad última, difusa, relacionada con los peores males de nuestro tiempo. Males de alma provocados por los duelos, las guerras, amenaza de misiles, actos violentos, terrorismo, migraciones, carencias y conflictos ecológicos. Males de miedo y de vida/muerta. Males derivados de desórdenes políticos y económicos que afectan el talante. Desde su padecimiento personal, William Styron volcó en hechos descritos con maestría un suceso trascendental y reflexivo, examinado desde el moralismo por José Luis Aranguren. La diferencia entre ambos consiste en que Styron no se detuvo en disquisiciones filosóficas. Su dolor lo condujo a la trascendental pregunta del hombre, a la incursión de una forma, la más agresiva, de muerte que se niega a ser muerte y que da la espalda a la vida.
En Oscuridad a la vista no se interesó en preguntarse por qué a él le ocurrió este infierno. No quiso saber las causas, solo relató su daño perverso, lo que hace de su libro una revelación sin precedentes. Si acaso, buscó en vano explicaciones aleatorias para esclarecer los avances progresivos de la abulia a la acidia, de ésta a la melancolía y de ahí al estado de enajenación profunda. Le interesaba aclarar cómo, una vez enajenado, tuvo que enfrentarse de manera radical a la sombra del suicidio. Ahí, en el borde del abismo, se estableció el límite de la acción para los otros, aunque no para sí mismo.
Darkness visible fue publicado en 1990 y traducido al castellano unos meses después. Desde entonces lo leí y ahora lo recobro ante la expansión de este trastorno, inclusive en niños y jóvenes en cantidades y con efectos alarmantes. Memoria de una locura dramática, hay pasajes (de preferencia leerlo en inglés para no perder el fuego de su síntesis doliente) que remueven lo más oculto con poder de daga. Styron recreó sus tránsitos depresivos puntillosa y valientemente. Autor a su vez de obras tan notables como Un lecho de tinieblas, Esta casa en llamas, La larga marcha y Las confesiones de Nat Turner, dio pruebas fehacientes de su conocimiento de la noche, pero nada de su anterior literatura se aproximaría a este testimonio estremecedor, uno de los pocos que se atreven con la depresión en carne viva, sin concesiones ni encubrimientos.
Fallecido a los 81 de edad en 2006, vivió en y para la literatura. Hacia sus treinta años intuyó el infierno que le aguardaba en la deslumbrante lectura de Camus. Con él repetiría que no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. “Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás dudas, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación y en general resultan insignificantes frente a este delirio determinante de la existencia y su agonía.”
Después de esta probable identificación inconsciente de un destino, Styron y su obra avanzarían tras las huellas de los residentes de la noche, que anteriormente hubieran ocupado la pluma de la genial Djuna Barnes en una obra memorable: El bosque de la noche. No hay casualidad en eso de buscar pavor en la penumbra. Styron lo reconocería después de haber logrado una victoria psíquica sobre su visión de la muerte. Y allí, en sus novelas, están sus personajes suicidas, allí las llamas de su Virginia natal y el clima sureño tramado de violencia y frustraciones. Describió cómo en aquel fatídico 1985, al cumplir los sesenta de edad, su cuerpo repudió en un instante y para siempre al demonio del alcohol que lo había acompañado durante décadas. Por este indicio se supone que quizá la causa de su agonía estuviera relacionada con una rebelión del hígado, por una respuesta metabólica empeorada con inadecuados barbitúricos, recomendados por médicos irresponsables ante la sucesión de efectos de un mal diagnóstico y un peor tratamiento. Quiso suponer, además, que su terrible depresión fue la más violenta manera de reaccionar de su cuerpo después de 40 años de dedicarse a beber y autodestruirse lentamente. Cuidado tuvo de aclarar, sin embargo, que nunca escribió una sola línea bajo la influencia etílica. De nada sirve desentrañar razones ni conjeturas, porque lo cierto es que este explorador de la parte oscura de la vida arrancó, de una vez por todas, la máscara del caos. Oscuridad a la vista quizá no sea su obra de mayor aliento, pero como testimonio encuentra pocos rivales en las letras de nuestro tiempo. Dejó al desnudo el vigoroso potencial de la existencia frente a los aún escasos recursos de la psiquiatría ante la caída del alma atrapada en el cuerpo quebrantado.
Víctima durante años de esta depresión que también designa crisis económicas y sociales, el novelista sintió el dolor primero de un desasosiego leve y poco a poco se adentró en el huracán espiritual. Su caída lo hizo descubrir la insuficiencia de las cosas y del mundo, oscilar en una situación de inquietud ambivalente, inasible. Pudo sin embargo permanecer consciente respecto de la hondura del horror de sí. Meses de sufrir la sinrazón, de perderse en el vacío, de temer y de temerse hasta perder completamente el habla, concluyeron con seis semanas de hospital y una prolongada terapia, parecida a la de niños de lento aprendizaje. Vencido el trance de una angustia radical, combatió finalmente a la bestia con su razón creadora.
Oscuridad a la vista es el relato inteligente de un descenso y la página más autobiográfica no de un novelista, sino de quien reconquista la existencia, renace y habla; habla y dice otra vez, pero con un lenguaje distinto al de su experiencia anterior. Preciso, amante del lenguaje y artista apasionado, Styron reveló el mundo del revés, la zona que lastima y arrastra al vacío no únicamente a uno de cada diez norteamericanos, sino a millones de infelices dispersos por el mundo. La penumbra carece de fronteras, de edad, de sexo o de cultura. Este libro exhibe lo que la descripción luminosa del espíritu parece empeñada en ocultar. El nuestro es el tiempo del declive, paraíso de fármacos y drogas para enmascarar el desaliento. Empero, a pesar de atarantarlos, los trastornos depresivos avanzan como jinetes apocalípticos.