Larga sombra del Maximato
Álvaro Obregón amaba el poder. Y lo tuvo todo; pero quería más... Para los autócratas nunca es suficiente. En su ambición vino a pillarlo la bala certera de León Toral. Sobre su cadáver comenzó la otra historia del siglo XX mexicano, que ahora palpita sobre los distraídos. Entre tumbos y tambos y a fuerza de inventar partidos políticos, figuras mesiánicas, elecciones, “tapados”, dedazos, hombres del sistema, vengadores, madruguetes, repartos agrícolas y una larga lista de ardides, ascendió de la mancuerna entre sonorenses y militares Plutarco Elías Calles, quien también amaba el poder... Y lo consiguió.
Su función: servir de puente en la presidencia (1924-1928) mientras el “carismático” jefazo -Obregón- aguardaba para reelegirse al final del cuatrienio, el 1 de diciembre del fatídico `28. Quiso el destino, sin embargo, que unos meses antes, el 17 de julio de ese año, pasara lo que pasó en La Bombilla y que, ante el “estupor” nacional y por disposición de Calles, Emilio Portes Gil fungiera como interino durante unos agitados 13 meses, hasta febrero de 1930. Todo era caos entre las secuelas del obregonato y de la guerra Cristera, ante el fin del abatido movimiento vasconcelista y como no podía ser de otro modo, por la andadura del Maximato que, desde 1924, duraría diez horrorosos años. Digo horrorosos, como si los previos y los posteriores no lo fueran, pero al menos en esta página hay que fechar y deslindar las partes del todo.
Según se sabe y por aquello de que quien no esté conmigo y con la “revolución” está contra mi, Calles (gran estratego, como dicen) aplicó en el mando lo aprendido por “Mi General Obregón”. Con el agregado de su “estilo personal de gobernar” fundó el PNR en 1929 y afianzó la costumbre de exprimir a los gobernados hasta dejarlos “agradecidos”, con los ojos pelones y las barrigas tan vacías como las de sus ancestros. Reconocido y venerado “Jefe Máximo de la Revolución”, ordenaba lo grande y lo chico, disponía a capricho “el acontecer nacional” y ponía/quitaba gobernadores, miembros del gabinete y “presidentes” tan impresentables como el dicho Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez, peleles con historial propio. Esto y más, hasta que otro “Mi General” -Lázaro Cárdenas- apareciera en escena en 1934, para darle donde más le dolía al que se creía (y era) intocable. Sería pues “el Tata”, a la sazón fundador del presidencialismo y del Partido de la Revolución Mexicana (PRM), el llamado a romper y dar al traste -con su paternalismo de gran Tlatuani y michoacano-, la supremacía de los norteños. Como de paso, le demostraría a Calles que aunque se desee, se crea y lo parezca por su cohorte de achichincles, el poder absoluto nunca es de uno solo ni para siempre. Así que, además de cambiar su gabinete de punta a punta, lo hizo abordar un avión y lo despachó del país, del influyentismo, del mando y de lo que pudiera surgir en adelante. Y los otrora validos y pelagatos… pues en adelante calladitos y dóciles a “nuestro presidente Cárdenas”.
Para medio entender el hoy a grandes rasgos, recordemos que como militar orgulloso de sus hazañas, Obregón fue el primer “revolucionario” en concluir un periodo presidencial, entonces de cuatro años. Sabía que en el Centro, al Norte y hacia el Sur caudillos, caciques y generales andaban dispersos, entre asonadas y presiones y a la caza de “cuotas” de dominio. Un estorbo, pues qué otra cosa podría ser la andanada de cabecillas armados o no tan armados que, después del Constituyente de 1917, del carrancismo y del subsecuente y escandaloso asesinato de Carranza, arrastraban sobrantes de la Revolución. Así que, matador de montones de generales y cabecillas, el monumental sonorense alzaba el muñón de la mano volada por una granada en 1915 para ordenar la limpia de presencias incómodas, por numerosas que fueran. Sagrada si las hay o si las hubo, su memoria sería objeto de culto durante décadas en el Ejército Mexicano. Ahora, como salta a la vista, nadie se acuerda de él ni de nada, acaso porque los mexicanos nos volvimos de generación espontánea, sin pasado, sin porvenir y sin memoria.
Por vueltas que demos a la muy enredada y sangrienta historia política de México, tropezaremos con la incapacidad para crear un verdadero Estado. Sin el rebumbio de la asonada y lo subsecuente al Plan de Agua Prieta no entenderíamos el atolladero/eje que impediría crear una verdadera democracia, empezando por el imprescindible régimen de derecho y un Poder Judicial confiable que aún no existen. Baste mirar la diarquía Obregón/Calles y el consecuente Maximato para medio entender el galimatías actual y la desgracia de repetir y fortalecer errores.
Todo indica que “a su manera” se está fantaseando otro Maximato a casi cien años del original, desde los corredores del Palacio Nacional. Me pregunto cómo algo tan obvio se pasa por alto entre politólogos, opositores, historiadores y mentes educadas. Cada vez son menos las personas y las instancias capaces de contener los excesos de ilegalidad promovidos por el Ejecutivo. No hay máscaras en los indicios del riesgo. Él mismo los exhibe en su lenguaje, en su afán de dividir a la sociedad, en su tendencia a insultar y desacreditar a los insumisos…
Ver, hay que ver qué propósito conllevan el debilitamiento y la destrucción de las instituciones. Es hora de examinar por qué se mima al Ejército mientras desaparecen las fuerzas/voces opositoras y discrepantes. Hora, además, de pensar la insustituible democracia y luchar por ella, por nuestro bien. Por encima de todo, hay que insistir en nuestros derechos y en la gravedad del poder absoluto.
No es riesgo menor darnos cuenta de las trampas implícitas en las penosas “corcholatas” y en las de un Congreso al servicio del poder personal del Presidente. Con otro “Jefe Máximo” México regresaría a sus peores experiencias políticas. Hacer mutis redundaría en un atraso brutal. Lo único claro en tanta turbiedad, violencia social e ilegalidad es que sólo autócratas y dictadores “fundan” o destruyen instituciones por decreto y a capricho. En situaciaciones así la ciudadanía, el progreso con equidad y la aspiración de bienestar social se vuelven cuestiones prescindibles. Si algún sentimiento patrio existe que demuestre que no participamos de la derrota ni de la cultura de los vencidos ése sería el de la defensa irresticta de la democratiación.