Martha Robles

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Las palabras, esos espejos...

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La palabra es lo vivo, el retrato de la vida, de los hablantes y del medio. Santo y seña de identidad, sin ella el hombre no sabe quién es; tampoco los pueblos. Aunque de suyo es robusto por la imparable invención de nombres, nuestro vocabulario se parece a los ríos que en ciertos tramos apelotonados se convierte en basurero. Al hablar y decir algo o al no decirlo, en la boca resuena el carácter actual y el eco de nuestros antepasados. La lengua es espejo, pantalla y bocina que lanza al exterior hasta lo más recónditos rasgos del ser, de lo que no se quiere reconocer y del conglomerado cultural que representa. 

Son tan sutiles los vasos comunicantes del lenguaje que ni siquiera nos percatamos, por ejemplo, de que en el uso y el abuso del diminutivo, que en su exageración llega a abarcar adverbios –adiosito, arrocito, hijito, virgencita, ahorita, al ratito, poquito…-,  pervive el mundo nahua que la mayoría desprecia o cuando menos ignora.  Todo absorben las voces: las luces, las sombras, el tartajeo y un dolor añejo que, indescifrable porque a millones de hablantes faltan palabras para comprenderlo y  nombrarlo, se vuelven expresiones del rencor, grito de odio y del resentimiento social que ya no requiere máscaras para manifestarse con aparente libertad.

Sucede pues que el habla popular campea de forma vertiginosa, hiriente y cargada de revelaciones y espejos rotos. Mal entenderíamos la historia del país sin considerar la influencia del furor verbal que, ya sin pudor, golpea de afuera adentro y de adentro afuera como cola de culebra. El vocerío que damos por sentado conlleva la costumbre de agredir, vejar, insultar y degradar que se trasmite desde la cuna o mejor aún: está en el aire que respiramos. También se absorben con naturalidad las versiones que tienen las  personas de sí mismas y de las demás. No es de extrañar, por consiguiente, que durante la prolongada supremacía de la Chingada o violada emblemática del peor mestizaje, los meros machos se chingaran a la que fuera o lo que fuera con tal de sentirse chingones. Se iban de chinga en chinga mentando madres y cometiendo chingaderas con abierta insolencia. Su palabrería arrojaba un chingo de ultrajes, en tanto y su lengua no cesaba de fomentar una enredada virilidad vejatoria, cargada de deslices homosexuales y chingaderas que, curiosamente, deslindaban a las mujeres en general de las maneras de hablar consideradas “masculinas”.  Me refiero a que no era frecuente y que hasta estaba “mal visto y peor oído” que las mujeres hablaran con “malas razones”, como se les decía a estas voces esencialmente antifemeninas y portadoras del complejo del vencido, indiviso de “los hijos de la Malinche” o “hijos de la Chingada”.

Ya se sabe, pero hay que recordarlo, que la Chingada es y ha sido la gran madre violada por el padre admirado y a la vez aborrecido. Si él encarna al que triunfa sobre el débil y lo abandona a su suerte, ella es la única mujer digna de consideración no por el esposo ni por los hombres en general, sino por sus hijos varones que la veneran por encima de todo. Aunque se la miente para maldecir, bendecir, impostar o remarcar el imprescindible sentimiento de orfandad y abandono del sometido por el colonizador, es la única mujer que se libra de ser calificada de puta, al menos por su prole. Todas las demás, menospreciadas por el machismo secular, son las que el macho, bajuno por naturaleza, considera que puede poseer, zaherir, subyugar y penetrar, de preferencia con violencia y en cabal impunidad.  

Con ser tan característica la mancuerna machismo/chingar en nuestra realidad social, es indudable que las cosas y las voces están cambiando y no, por cierto, para igualarse hacia arriba ni en bien de una mejor concepción de sí mismos y de los demás, sino para abrirle otras rutas al sentimiento de fracaso. No que la Chingada y sus derivados desaparezcan del inconsciente colectivo, claro que no; es que el surtidor verbal que se auto fortalece entre hablantes que mucho hablablablan y poco o muy poco tienen qué decir, ha añadido con indudable éxito otras formas de degradar, exhibirse y degradarse. Estas expresiones espejean con fidelidad la desintegración social; a su vez gustan de frecuentar tatuajes que a todas luces sustituyen o a veces completan con esta suerte de estética pintoresca a las máscaras, quizá para hacer más notable el drama de identidad que no acaba de resolverse.  

En el laberinto de voces que la pluralidad milagrosamente convierte en continente de conductas desparpajadas, por vez primera en la historia se hace visible algo insólito en el pasado inmediato: ponerle nombre al secular sentimiento de inferioridad sobrellevado como realidad vergonzante. Me refiero a decir “me vale verga” como el mayor acto de reconocimiento de la menorvalía masculina. El habla que habla lo dice y lo dice con claridad: el otrora sobrevalorado pene ha perdido supremacía, aun entre quienes lo tenían por objeto de omnipotencia.  Un solo sustantivo, no obstante empleado con todas sus posibilidades existenciales y/o imaginativas, pese a su popularidad no ha podido elevarse a verbo ni a voz/baúl equivalente a chingar. Esta limitación lingüística contrasta la riqueza interpretativa que ha caracterizado tanto a la figura como a las voces relacionadas con  la mujer violada. El uso vejatorio de la verga, sin embargo, completa la ferocidad arraigada en el inconsciente colectivo. Basta enunciarla para fusionar palabra, sonido y acción pues, por sí mismo es un vocablo generalmente despreciable. De este modo, no es el pene devaluado, sino la lengua la que agrede el oído y la sensibilidad del que recibe la carga ancestral del autodesprecio y del desprecio por el otro.

Quizá esta degradación del ilusorio encumbramiento del miembro masculino sea uno de los más visibles efectos del feminismo en el submundo de hablantes urgidos de un habla que hable y diga  lo que no sabe ni tiene qué decir. Lo innegable es que no podemos hacer como si la transformación social no existiera. Es obvio que el pene está perdiendo –o al menos disminuyendo- su condición de bastón de mando, báculo consagrado, instrumento de dominio y/o arma de penetración esgrimida por el violador que se repudia públicamente con mayor celeridad.  Lo interesante es observar que el tránsito de la Chingada al uso verbal y vejatorio del pene se comparte por hombres y mujeres en los mismos términos hirientes, acaso porque estas voces/daga están  fusionadas al machismo fútil o sin valor que ya no quiere asociarse  como el que penetra, el que viola, abusa y posee. Sea cual sea la raíz semántica o antropológica de este uso oral tan horroroso, no podríamos negar que el habla popular ya lo asimiló.  Así que estamos ante otra expresión del autodesprecio y su correlativa menorvalía. Piensen en todo lo que conlleva el grito de  “¡Me vale verga, güey!...” Ni qué añadir respecto de sus fieles complementos  populacheros: “no mames, ser muy verga, la neta, muy chido...”

A querer o no, nos guste o no, en las palabras y los modos de decirlas están las verdades que ninguna máscara ni simulación, por efectivas que se presuman, son capaces de ocultar o transformar.