Las Torres: el atentado del siglo
Fue el rayo, otro infierno. La mañana estaba fresca. La luz de los otoños tempranos avivaba la mente y los sentidos. Miré la fecha: 11 de septiembre de 2001. Por una rara intuición, aún inexplicable, encendí la CNN en el televisor. De pronto, lo insólito: un avión comercial contra una torre. Nubes de humo. Pasmo y dudas como ráfaga. Terrorismo, pensé. Quizá accidente, repetía una incrédula voz masculina que no imaginaba que “los otros”, en su país, se atrevieran con tales ataques monstruosos. Al punto, un segundo avión y más destrucción; llamas, derrumbe y el comienzo de escenas apocalípticas. En minutos, gente lanzándose al vacío. Gritos, cuerpos encenizados como zombies, ambulancias, ”sirenas”, cascajo e indicios de muchos funerales. Percibí una extraña mezcla de silencio y rebumbio envolviendo imágenes que se tatuaban en mi alma. Era el dolor; dolor absoluto. Dolor en estado puro. Dolor traído de tan lejos y teñido de desesperación que recordé sufrimientos/pares: las víctimas de la Inquisición y la inaudita crueldad de la contrarreforma; los empalados de Goya del fatídico 8 de mayo en el Madrid invadido por los franceses; ni qué decir del Holocausto y de tantos, tantos más que retumbaban en mi memoria confirmando que el Hombre es lo peor y mejor de toda la creación.
Con la muerte en el eje, los atentados cortaban el mundo en dos. Siguió lo que siguió…
Siglos y milenios tienen sus fechas cifra. El ataque terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York es la de un siglo XXI que no cesa de exhibir alcances ilimitados de la crueldad. Siglo duro, éste, que en todos los rumbos siembra datos del humano desprecio por la vida. Se desencadenarían otros ataques horrorosos en muchos países, pero los de aquel martes de septiembre en Nueva York, además de fechar una nueva etapa mundial, cambiaron radicalmente nuestras vidas, empezando porque cobramos conciencia del poder invisible que afecta nuestras maneras de ser y comportarnos. Entre varios síntomas sociales que favorecieron la criminalidad saltó a la vista cómo, sin saber ni fundamentos, aumentó la popular inclinación a opinar sobre lo grande y lo pequeño. Un batallón de ignorantes encumbrados en la tv impuso la costumbre del bla bla bla, como si llevara la verdad entre los dedos. En la actualidad, empeñada en demostrar que “el valor” del siglo es la estupidez aplaudida como conquista política, nos atosigan los opinólogos en todos los frentes.
Al margen de pormenores y pormayores (cuya lista es inabarcable), lo cierto es que el pasado perdió significación. El ayer se fue borrando desde aquella mañana fatídica, quizá porque la economía consiguió que la velocidad y lo efímero se nos metieran al cuerpo. Se dio por sentado, además, repetir tantas brutalidades que inclusive a nuestro alrededor la violencia se convirtió en la única compañía asegurada de los días. Agréguese la inmediatez de la web, que trasmite al detalle crueldades tan extremas como las cometidas en Gaza, en Irán contra las mujeres, en Nicaragua contra cualquiera que vea feo a los tiranos monstruosos, en el continente africano inclusive contra la mismísima tierra ya tan herida o aquí en México, para no ir más lejos, donde crímenes, injusticias, abusos, agresiones, insultos, desapariciones y tropelías consensuadas consiguieron eliminar la sensibilidad, el poder sanador del lenguaje y nuestra capacidad de conmovernos.
Fiel a las señales del destino, comencé a inquirirlo entre nombres y datos vinculados a Al Qaeda. Una y otra vez confirmo la lección de los sabios que nos antecedieron: “todo tiene que ver con todo”. Convencida, pues, de que inclusive la historia tiene sus leyes, seguí huellas del espanto en Afganistán y la expansión de la intolerancia islamista… Sin embargo, la velocidad con que se iba imponiendo en lo social, religioso y político el fundamentalismo ensombrecía imágenes, no menos dramáticas, de fenómenos alternos tan trascendentales como las migraciones masivas, el peregrinaje del hambre, las nuevas tiranías y un generalizado imperio de la violencia. De pronto me di cuenta de que pensar en lo que sigue nos deja sin aliento a casi todos y que para los más, por eso, es más sencillo renunciar al pasado, con todo lo que implica la negación de lo que ha sido.
Lo tremendo explica por qué se impone con tanta fuerza la sensación de transitoriedad. Presas de tan diversa injusticia también las religiones se van desacreditando. Nadie mejor que el Papa Francisco sabe que hasta su Iglesia, hoy, es incapaz de combatir el sentimiento de fracaso de la vida. Es el miedo; miedo absoluto, sí, porque se teme más al sufrimiento y a la pérdida de la libertad que a la muerte. El miedo nos dirige como motor del porvenir sombrío. A pesar de la confusión, son evidentes los cambios que trajeron consigo los atentados, empezando por el lenguaje y signos del apocalipsis tantas veces anunciado.
En las entradas de mi diario de aquellos días, encuentro esta reflexión de Pessoa y vuelvo a estremecerme:
Cuanto más hondamente pienso, más
profundamente me descomprendo.
El saber es la inconsciencia de ignorar…